El padre
Acto segundo
Escena cuarta
«Capitán: Tenga la bondad de sentarse, doctor.
Doctor: (Sentándose.) Muchas gracias.
Capitán: ¿Es cierto que se obtienen potros listados al cruzar una cebra con una yegua?
Doctor: (Sorprendido.) ¡Sí, es completamente cierto!
Capitán: ¿Y es también cierto que los potros siguientes siguen teniendo listas si se continúa la cría con un semental?
Doctor: Sí, también eso es cierto.
Capitán: O sea, que en ciertas circunstancias, un semental puede ser padre de un potro listado, y al revés, ¿no es así?
Doctor: ¡Sí, eso parece!
Capitán: Resumiendo, que el parecido de la progenie con el padre no prueba nada.
Doctor: Bueno...
Capitán: O, diciéndolo de otra manera, que la paternidad no se puede demostrar.
Doctor: Bueno..., es decir...
Capitán: Usted es viudo y ha tenido hijos, ¿no?
Doctor: Pues..., sí...
Capitán: ¿Y no se siente a veces ridículo como padre? A mí me parece que no hay nada tan cómico como ver a un padre con su hijo por la calle, o como cuando se oye a un padre hablar de sus hijos. "Los hijos de mi mujer", es lo que debiera decir. ¿No se daba cuenta usted de lo falso de su posición, no tuvo nunca tormento alguno de duda? No quiero decir, por supuesto, que tuviera usted sospechas, eso no, porque, como un caballero que soy, doy por supuesto que su esposa estaba por encima de toda sospecha.
Doctor: No, si quiere que le diga la verdad, nunca tuve dudas, pero le diré, capitán, a los hijos de uno hay que aceptarlos de buena fe, como dice Goethe, y en eso estoy de acuerdo con él.
Capitán: ¿Buena fe cuando se trata de una mujer? Arriesgadillo me parece.
Doctor: Bueno, hay muchas clases de mujeres.
Capitán: ¡Las más recientes investigaciones indican que no hay más que una clase...! De joven, yo era fuerte y... perdóneme la jactancia..., guapo. Y me acuerdo ahora de dos impresiones rápidas, que luego me han dado que pensar. Verá, iba yo una vez de viaje en un buque de vapor, y estaba con unos amigos en el salón de proa. Llegó entonces la joven encargada del restaurante y se sentó frente a mí, con cara de haber llorado, y se puso a decirme que su novio había desaparecido en un naufragio. La compadecimos y yo pedí champán. Al segundo vaso le toqué el pie, después del cuarto la rodilla, y antes de la mañana ya la había consolado.
Capitán: Bueno, pues le voy a contar la otra, y ésta no es de pasajeros. Fue un verano en que estaba yo en Lysekil. Era una joven señora, que tenía consigo a sus hijos, pero el marido estaba en la ciudad. Era religiosa, tenía los principios más estrictos, me echaba sermones sobre moral, era absolutamente honorable, o eso creía yo, por lo menos. Le presté un libro, dos libros, y cuando se tuvo que irme devolvió los libros, por raro que parezca. Tres meses después, encontré en esos mismos libros una tarjeta de visita con una declaración bastante clara. Era una declaración de amor inocente, tan inocente como pueda serlo la de una mujer casada con un señor desconocido, que, además, no le había dado confianza alguna. Y ahora viene la moraleja: ¡no te fíes demasiado!
Doctor: ¡Ni demasiado poco!
Capitán: ¡No, lo justo nada más! Pero le diré, doctor, esa mujer era, sin darse cuenta ella misma, tan bribona, que le dijo a su marido que se había apasionado por mí, y es aquí precisamente donde está el peligro, en que no se dan cuenta de su instintiva maldad. Estas son circunstancias atenuantes, ¡pero no pueden evitar la sentencia, solamente suavizarla!
Doctor: ¡Capitán, sus pensamientos parecen estar tomando un cariz enfermizo y debiera usted tener cuidado con ellos!
Capitán: No debiera usar usted palabras como enfermizo. Le diré, todas las calderas de vapor revientan cuando el manómetro marca cien, pero cien no es igual para todas las calderas. ¿Me entiende usted? Sin embargo, usted está aquí para vigilarme. Si yo no fuese un hombre tendría derecho a acusar, o a quejarme, como suele decirse eufemísticamente, y quizá hasta pudiera darle todo el diagnóstico, e incluso hasta la historia de mi enfermedad, pero lo malo del caso es que soy un hombre y no me queda otra solución que la del romano, poner los brazos en cruz sobre el pecho y contener el aliento hasta morirme. ¡Buenas noches, hasta mañana!»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Bruguera, 1982, en traducción de Jesús Pardo. ISBN: 84-02-09163-6.]
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