Mano robada
3
«Todos se pusieron a desvestirse con desgana y no tardaron en estar desnudos, o, mejor dicho, casi todos, porque dos o tres mujeres, poco ufanas de una parte de sus encantos, se habían dejado el sostén. En realidad, Marcello no sabía cómo consumar su victoria: en su comportamiento público o aparente, ¿qué debía hacer exactamente? Y, por otra parte, ¿cómo podía introducir o legitimar la contemplación, que era su único y verdadero fin? Decidió pasearse por entre los desnudos y detenerse delante de cada uno de ellos, lo que le brindaría el pretexto para detenerse a gusto delante de aquella única. Naturalmente, había procurado no mirarla más y ahora, al ponerse en marcha, mientras los más retrasados estaban aún desabrochándose, le dio la espalda.
-Vamos, querida, tienes que armarte de valor: fuera ese sostén.
Y la mujer a la que se dirigía lo obedecía, al tiempo que alzaba los brazos al cielo para salvar lo salvable o sostener lo sostenible.
-Estupendo, ¿quién lo iba a decir? Te felicito.
Y así sucesivamente. Y, entretanto, empeñado en no volverse, intentaba mirar con la nuca y le parecía recibir el soplo de la desnudez de ella.
Pero, cuando, tras acabar el recorrido y las bromitas, se volvió de verdad con un estremecimiento (el que en las alcobas precede al placer), vio a la muchacha -aunque imperturbable entre tanta gente desnuda e incluso como si estuviese en su casa- totalmente vestida aún. Su actitud era altiva y al tiempo sumamente delicada, femenina, en una palabra, de la forma más auténtica; se apoyaba más en un pie que en el otro, con lo que un costado resaltaba más y resultaba más curvado y las rodillas, en parte cruzadas, dejaban al descubierto la pantorrilla de la pierna más suelta; por su parte, la cabecita, con su melena rubia echada hacia atrás y ligeramente inclinada sobre un hombro, parecía desafiar a la mala suerte y al mundo entero. Ante aquella visión tan discordante, Marcello se sintió, más que atónito, inexplicablemente avergonzado.
-Pero usted, a ver... -balbució al final.
-Ninguno de estos señores y señoras -replicó con calma la muchacha- ha querido invocar la otra opción establecida y es asunto suyo, pero esa opción existe y usted mismo la ha formulado. Pues bien, yo me inclino por ella: eso es todo.
Siguió un silencio general, al que sucedió un murmullo confuso: parecía que aquellos intelectuales, acostumbrados a toda clase de aventuras (del intelecto), habían sido tomados por sorpresa.
-Pero, ¡cómo! -volvió a balbucir Marcello-. ¿Cómo puede usted...?
-¿Existe o no esa dichosa opción? -lo interrumpió ella con frialdad e incluso con cierta alegría en la voz-. Claro que sí, por lo que no me parece que haya objeciones posibles. Yo no me desnudo; así, pues, indíqueme con qué medio debo suicidarme, ahora mismo y delante de ustedes, como habíamos convenido. Lo haré, no lo duden.
¡Había que ver! Se le escapaba con una broma. ¿Qué otra cosa podía ser, si no? ¿Quién habría tenido el valor de imponerle en serio la observancia de lo acordado?... Pero ¿de verdad bromeaba? Sus ojos estaban sombríos, Marcello no recordaba haber visto nunca una mirada tan sombría; el pecho le palpitaba y aquella insinuación de alegría se parecía, si acaso, a la sonrisa macabra de un condenado... pero, aun cuando estuviera de verdad dispuesta a hacer realidad su propósito, no se trataba ni se podía tratar de nada serio, por lo que, al fin y al cabo, significaba para él una nueva derrota, una derrota en la victoria y, por tanto, más clamorosa, sin remedio, ¡algo atroz, intolerable! Y el joven no sabía a qué recurrir dentro de sí ni de qué maldita forma afrontar su absurda situación ni qué palabras añadir.
En cualquier caso, la situación era para muchos de los presentes un bocado demasiado exquisito: una situación fructífera, como la habría calificado el marqués. ¿En qué?
En discursos, evidentemente, pero, a la postre, también en audacias (si bien en piel ajena); muchos tal vez no distaran de admitir, al menos en principio, una solución literal, como habría dicho aquella vez uno de aquellos críticos o escritores, es decir, el propio suicidio de la muchacha. El caso es se habían despertado y, como cada uno de ellos sentía un agradable hormigueo en las meninges y se había cubierto someramente, no tardó en brotar una discusión.
-Pues se ve que algo tiene que ocultar -había sentenciado a media voz la más boba de las mujeres.
Pero aquella maldad había caído en el vacío.
-Vamos a ver: era, verdad, una broma, lo ha sido desde el principio -dijo entonces el marqués, como un intento de recuperar la sensatez y sin por ello deshacer toda la ambigüedad.
-Un momento -intervino un literato agitando su exangüe mano-. Todo es broma y nada lo es, ya me entendéis, o, si no, habrá que decir que el propio concepto de broma es meramente subjetivo. Por ser aún más claros, broma sería sin discusión, si ella, la interesada, así lo considerara y lo hubiese considerado siempre. De lo contrario, ¿cómo íbamos a atrevernos nosotros...?
-Lo único claro es tu maldita petulancia de literato, con tus paradojas, sutilezas y disecciones, de las que nos has dado pruebas numerosas veces y aún nos ofrecerías a millares, si no te lo impidiéramos -interrumpió afablemente un pintor grueso-. Déjalo: aparte de lo que tú quieres, las cosas han de tener, en cambio, un valor objetivo propio, no por nada existe el sentido común. Vamos, ¿que a ti te gustaría matar a Gisa o permitirle matarse, que es lo mismo, por el simple hecho de que no le apetece desnudarse? Pero, ¿para qué te sirve la cabeza?
-No has entendido nada, como de costumbre -rebatió el otro con una sonrisa ni siquiera demasiado ácida-, y, en cuanto al dichoso sentido común, con él es con el que hacéis la pintura que hacéis, pero no: yo digo, e intenta seguirme, que nunca se puede saber qué lugar ocupa o cuál es el destino de determinada cosa en un marco interior, es decir, en el marco interior, por definición desconocido, de otro. Supón, por ejemplo, que ella quisiera, consciente o inconscientemente, matarse y que necesitara esta tortuosa preparación para lograrlo o que el suicidio haya ido resultándole, en un momento o por el motivo que sea, una necesidad, como efecto forzoso de alguna combinación desconocida o qué sé yo. Desde ese punto de vista, nosotros no tendríamos, desde luego, derecho a impedírselo ni a obstaculizárselo siquiera, como reconocerás, y no es eso todo: debes pensar también en la tremenda sensación de culpa que desencadenaría en ella su incumplimiento; no me refiero directamente al de las reglas de este juego sin sentido, no, sino a un incumplimiento cualquiera que se hubiese presentado en su ánimo, aun cuando así lo configurara una deformación intelectual o del corazón. Por lo demás, observa, entre paréntesis, que un incumplimiento en plan de burla o meramente formal siempre puede convertirse inesperadamente, por la acción de causas patentes o misteriosas, en otro más profundo, encarnar, si puedo expresarme así, o representar o simbolizar un estado íntimo, una relación íntima a la que urja una solución, o también poner de manifiesto un conflicto latente. El alma ajena nos resulta, querido, y siempre nos resultará inaccesible. Ahora bien, en ese caso no bastaría evidentemente, con decir: no lo hagas, sino que habría más bien que examinar atentamente el propio caso... ¿Me explico? […]
-¡Ya estás tú, con tu sensación de culpa y tus conflictos latentes! -dijo, en cambio, otro literato, celoso de la notoriedad del primero-. La verdad es que la sensación de culpa debe ser una manía tuya, como lo confirman tus libros. ¡Qué caramba! ¿No tienes la impresión de estar dando una clase magistral? Pareces un profesor de no sé qué, de Dios sabe qué, delante de una pieza de anatomía: ¡vamos! Que el objeto de tu disquisición está delante de nosotros, vivo y lozano y basta con interrogarlo.
-¡Cómo si interrogando a una persona se pudiera saber algo sobre ella! -replicó el primero como herido en su dignidad.»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Siruela, 2007, en traducción de Carlos Manzano. ISBN: 978-84-9841-080-8.]
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