martes, 22 de septiembre de 2020

Aprendiz de suicida.- William W. Jacobs (1863-1943)

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En la propia trampa

  «El señor George Henshaw atravesó la puerta principal de su casa y pasó luego unos segundos limpiándose las suelas de los zapatos en la esterilla. En la casita reinaba un silencio ominoso y, por debajo del chaleco, el buen hombre tuvo una sensación que, en parte, sólo se debía al tiempo transcurrido desde la hora del desayuno. Dio una tosecita para señalar su presencia y, fingiendo luego que tenía el humor suficiente para entonar una cancioncita, colgó su sombrero y se dirigió a la cocina.
 Precisamente entonces la señora Henshaw había terminado de comer. En un plato y a su lado, veíase el limpio hueso de una chuleta; estaba vacío un platito que contuvo un pudin de arroz y la única cosa comestible que aún quedaba en la mesa era una pequeña corteza de queso y un mendrugo de pan duro. El señor Henshaw, al verlo, se sintió desfallecer, pero, sin embargo, acercó la silla a la mesa y esperó.
 Su mujer le dirigió una mirada fija y ofensiva. Tenía el rostro congestionado y los ojos centelleantes. Habría sido muy difícil o imposible no hacer caso de su mirada y aún más sostenerla. El señor Henshaw, adoptando una conducta intermedia, permitió a sus ojos mirar alrededor en la estancia, y, por espacio de un segundo, observó el colérico rostro de su esposa.
 -Veo que has comido temprano -dijo él, por fin, con voz temblorosa.
 -¿Sí? -respondió ella.
 El señor Henshaw buscó una explicación consoladora.
 -El reloj adelanta -dijo, poniéndose en pie, para corregir aquella inexactitud.
 Su mujer se levantó de la silla casi en el mismo instante y, con movimientos lentos y seguros, empezó a limpiar la mesa.
 -Oye -observó él-. ¿No me das la comida?
 Pronunció estas palabras, esforzándose en contener sus temores.
 -¿La comida? -replicó la señora Henshaw, con voz terrible-. Mira, si quieres comer, pídeselo a esa mujer que te acompañaba en el autobús.
 El señor Henshaw hizo un gesto de desesperación.
 -Ya te dije -respondió enfáticamente-, que ese individuo no era yo. Te lo dije anoche. Lo que pasa es que cuando se te mete una idea en la cabeza...
 -¡Basta! -exclamó ella en tono áspero-. Puedes tener la seguridad de que te vi, como te veo ahora. No pude engañarme. En aquel momento, le estabas haciendo cosquillas en la oreja con una paja. Y ese Ted Stokes, amigo tuyo, que es el inútil más grande que he visto en toda mi vida, estaba detrás de ti, al lado de otra preciosidad. ¿Te parece bien llevar esa vida, dejándome sola en casa, todo el día, convertida en una esclava y trabajando como una bestia para que todo tenga un aspecto respetable y decente?
 -No era yo -repitió el desdichado.
 -Pues cuando te llamé por tu nombre -continuó diciendo la señora Henshaw, que no le hacía ningún caso-, tuviste un buen susto. Luego te encasquetaste bien el sombrero, para volver la cabeza al otro lado. Pero puedes estar seguro de que te habría cogido si no hubiese habido tantos vehículos en mi camino y no me hubiera caído al suelo. Fue un verdadero milagro que no me atropellaran. Pero, al levantarme estaba cubierta de barro de pies a cabeza.
 Pese a sus extraordinarios esfuerzos para contenerse, las pálidas facciones del señor Henshaw se animaron fugazmente con una débil sonrisa.
 Ella empezó a lavar la vajilla. El señor Henshaw, después de permanecer indeciso unos momentos con las manos en los bolsillos, volvió a ponerse el sombrero y salió a la calle.
 Comió de mala manera en un restaurante humilde y volvió a su casa a las seis de aquella misma tarde. Observó que su esposa había salido y no tardó en darse cuenta de que en la despensa no quedaba nada de comer. Volvió, pues, al mismo restaurante, para tomar el té y, después de una triste colación, resolvió discutir con su amigo Ted Stokes la situación en que se hallaba. Y con el mayor desdén, rechazó la sugestión de aquel caballero, de presentar una coartada doble; luego, en tono severo, le recomendó hablar con sentido común.
 -Mira -le dijo-, si mi esposa te habla de este asunto habrás de decirle que no era yo, sino otro, que se me parece mucho. Y aún podrías añadir que sabes que no es ésta la primera vez en que nos han confundido uno con otro.
 El señor Stokes sonrió y, al observar la helada expresión de los ojos de su amigo, recuperó de nuevo la seriedad.
 -¿Y por qué no le dices que eras tú? -exclamó tenazmente-. Al fin y al cabo, no hay ningún mal en dar un paseo en autobús con un amigo y un par de señoras.
 -Claro que no -respondió el otro, vehementemente-. De lo contrario, puedes estar seguro de que no lo hubiese hecho. Pero ya sabes cómo es mi mujer.
 El señor Stokes que, con toda certeza, no gozaba de las simpatías de aquella dama, inclinó la cabeza para afirmar:
 -Lo cierto es -dijo pensativo-, que te condujiste bastante mal. Recuerda el bofetón que te dio ella, al fingir que querías quitarle el broche.
 -¡Hombre! Cuando un caballero se encuentra al lado de una dama, es muy natural que se esfuerce en bromear y en conducirse de un modo agradable -replicó el señor Henshaw con digno acento-. Pero recuerda lo que te he recomendado: si mi mujer te habla de este asunto, dile que no era yo, sino un amigo tuyo, que vive en el campo y que se parece a mí como si fuésemos dos gotas de agua. ¿Comprendes?»
 
  [El texto pertenece a la edición en español de Editorial G.P., 1960, en traducción de Manuel Vallvé. Depósito legal: B. 1472-1960.]
 

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