XV
«Mario Cattaneo, a sus cincuenta y ocho años, era un ex escritor. Treinta y un años atrás había publicado una novela, Instantes, vencedora del premio "Nuevos Escritores", y se había dicho de él: "es más que una promesa". A partir de entonces no había escrito nada, a excepción de la voz "novela" para una enciclopedia en fascículos, dos artículos para una revista de información bibliográfica que luego había desaparecido y dos intervenciones sobre la situación de la narrativa. Aquejado de súbita esterilidad, nunca había dejado de pensar en una futura novela, cuando dejase de enseñar en la escuela media y disminuyesen sus colaboraciones editoriales. Esta última actividad le ocupaba casi por completo: manuscritos de las más variadas extensiones, algunos minúsculos, otros gigantescos, encerrados en cajas de tamaño de un diccionario, eran dejados en la portería por apresurados recaderos. Él bajaba cada día a recogerlos, los desempaquetaba, los sopesaba, leía el nombre del autor y el título, luego subía a su estudio, donde los alineaba sobre un arcón negro. Cuando les llegaba el turno, se recostaba en su diván de piel artificial y comenzaba a leerlos.
La esperanza de descubrir, también él, un nuevo escritor en un desconocido no le abandonaba nunca, pero no se cumplió con mucha frecuencia en el transcurso de los años. Esas pocas veces habían significado una extraña, intensa y efímera felicidad, una participación silenciosa y decisiva en la alegría de otra persona.
Muy a menudo, lamentablemente, las obras eran mediocres, y la evaluación se convertía en un trabajo melancólico. […]
También le cansaban, habitualmente, las novelas de la memoria, en las que el autor quería "recordar todo", creyendo probablemente que ése había sido el intento de Proust. ¿Cómo detenerle? Sólo el final del libro lo conseguía, pero era casi siempre una interrupción, no una conclusión. En realidad, las novelas de la memoria eran inagotables y agotaban también sus reservas de energía. […]
Otros textos de desconocidos entraban, por el contrario, en el espacio arbitrario y aleatorio, pero también bastante preciso, de la publicabilidad. Entonces comenzaban las dudas, un interés inquieto, la espera de que llegaran las páginas que le hicieran inclinarse por el sí o por el no. En ocasiones, sin embargo, no llegaba y la indecisión continuaba más allá del índice, mientras paseaba por el pasillo, donde siempre encontraba a alguien de la familia, uno de sus dos hijos, su mujer o su suegra, a los que decía cualquier cosa para distraerse y volver luego a echarse en el diván. […]
Además, casi siempre era cierto. El problema del tiempo libre, acerca del cual fabulaban los periódicos, consistía para él en tenerlo. Y cuanto menos tenía, más fatales asuetos se tomaba en el curso del trabajo, para encontrarse a la postre con el agua al cuello. Llevaba veintitrés años empleando este símil, sin investigar nunca la causa. En cierta ocasión pensó que para un nadador el agua no es algo muy temible, sino más bien necesario, sobre todo en el cuello. A veces, cuando releía, entre uno y otro manuscrito, ciertos libros que tenía en la biblioteca, la página inicial del Pickwick o de Moby Dick, por ejemplo, o bien Pelo de zanahoria o los Viajes de Gulliver, experimentaba una inesperada emoción, como si encontrara autores de otro planeta que, sin embargo, escribían justamente para él. Lo que estaban diciendo le concernía, allí, en aquel momento, de pie en su estudio, sin necesidad de apelaciones y relecturas, con la felicidad vivificante de una intimidad completa. Cuando después volvía a un manuscrito de trescientas páginas donde tal vez -por explícita voluntad del autor- sucedía "todo", ya no se sentía en el estado idóneo para opinar. Con frecuencia el autor fracasaba no porque no tuviera cualidades, sino porque no renunciaba a ninguna. Ávido e infantil, se comportaba como aquellos clientes que, en un menú a precio fijo y libre elección, no renuncian a ninguno de los primeros platos y, como ha previsto el cocinero, llegan ahítos al segundo. A veces, al releer estos informes, descubría que había errado el tono, la valoración, la previsión, y se sentía responsable. Las cartas de rechazo corrían a cargo de los editores y eran elaboradas a partir de una fuerte desconfianza en la objetividad del destinatario, actitud correspondida con igual convicción por la otra parte; abundantes en elogios y en retractaciones, lindaban, al igual que las contraportadas y la publicidad, con lo imaginario: la verdad era un accidente en el que también podían incurrir, pero sólo casualmente.
"Imaginario" era una palabra que le gustaba. E incluso la protagonista de la novela que escribiría -el día que se liberara de sus compromisos laborales y pudiera dedicarle todas sus energías- era víctima de un embarazo imaginario. Se había documentado acerca de estos casos poco frecuentes, en los que la gestación puede durar nueve meses y llegar a los dolores del parto, y a veces incluso al mismo parto que consiste en una repentina y completa emisión de aire, en el momento ya inaplazable de la verdad. Este sería el final de la novela y cuanto más lo pensaba más adecuado le parecía a lo que él había entendido del mundo. Y cuando había hablado de ello con sus tres mujeres, en lugares y momentos diferentes -con una en el cine, con otra en las escaleras, con la tercera en el taxi-, las tres habían mostrado curiosidad, igual que un editor y dos amigos, sobre todo por ese deshincharse y aflojarse del final. Se había convencido, juzgando y corrigiendo textos ajenos, de que una idea narrativa para ser buena debe convencer incluso resumida en pocas frases. Ahora bien, si al exponer la suya equivocaba un verbo o un adjetivo, sentía que toda la trama se resquebrajaba y debilitaba, pero esto era natural: cada palabra es un mundo y no podemos permitirnos distracciones con ellas. Pero a veces temía que el interés por su historia estuviera suscitado sobre todo por su habilidad en elegir y colocar palabras, ejercitada en una prolongada experiencia de solapas y que, una vez que se hubiera aplicado a desarrollarla, a ampliarla en una novela, la idea se revelara como una burbuja de aire, semejante a la de su protagonista. También le hacían estremecerse de angustia el paso del tiempo y el incremento de su edad, pero le reconfortaba pensar que muchos narradores dan lo mejor de sí en la madurez. Los ejemplos, sin embargo, a medida que avanzaba la edad, disminuían en número. Aparte de unos pocos menores, De Foe y Swift eran los clásicos que todavía le quedaban.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 1987, en traducción de Joaquín Jordá. ISBN: 88-339-3103-2.]
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