Capítulo veintiuno
«Al pasar un recodo imprevisto, mientras continuaba su paseo, aquel desconocido quedó tan cerca de la duquesa, que ella tuvo miedo. En su primer impulso llamó al guardabosques a quien había dejado a unos mil pasos de allí, en el cuadro de flores que estaba junto al castillo. El desconocido tuvo tiempo de acercarse a ella, y se arrojó a sus pies. Era joven, muy apuesto, pero iba horriblemente mal vestido; sus ropas tenían desgarrones de un pie de longitud, pero sus ojos respiraban el fuego de un alma ardiente.
-Estoy condenado a muerte, soy el médico Ferrante Palla, me muero de hambre y también se mueren mis cinco hijos.
La duquesa había notado que estaba horriblemente flaco pero sus ojos eran tan hermosos y llenos de tan afectuosa exaltación, que le quitaron el temor del crimen. Pallagi, pensó ella, hubiera debido dar unos ojos así al San Juan en el desierto que acaba de colocar en la catedral. La idea de San Juan le había sido sugerida por la increíble delgadez de Ferrante. La duquesa le dio tres zequines, excusándose de ofrecerle tan poco, pues acababa de pagar una cuenta a su jardinero. Ferrante le dio efusivas gracias. "¡Ay de mí! - le dijo-; en otro tiempo yo habitaba las ciudades, veía mujeres elegantes; desde que por cumplir mis deberes de ciudadano me hice condenar a muerte, vivo en los bosques, y ahora os seguía no para pediros limosna ni robaros sino como salvaje fascinado por angélica beldad. ¡Hacía tanto tiempo que no había visto dos hermosas manos blancas!"
-Vamos, levantaos -le dijo la duquesa, porque él se había quedado de rodillas.
-Permitid que continúe de este modo -le dijo Ferrante-; esta postura me demuestra que en estos momentos no estoy ocupado en robar, y me tranquiliza; porque habéis de saber que robo para vivir, desde que me impiden ejercer mi profesión. Pero ahora no soy sino un simple mortal que adora la sublime belleza.
La duquesa comprendió que estaba algo loco, pero no le tuvo miedo: leía en los ojos de aquel hombre que tenía un alma ardiente y buena, y, por otra parte, no repugnaba las fisonomías extraordinarias.
-Soy, pues, médico y cortejaba a la mujer del boticario Sarasine de Parma; nos sorprendió, la echó fuera de casa, así como a tres niños que con razón suponía ser míos y no suyos. Después he tenido dos más. La madre y los cinco niños viven en extremada miseria, en el fondo de una cabaña construida por mis manos a una legua de aquí, en el bosque. Porque debo guardarme de los gendarmes y la pobre mujer no quiere separarse de mí. Fui condenado a muerte y muy justamente: conspiraba. Execro al príncipe, que es un tirano. No me he puesto a salvo por falta de dinero. Mis desgracias son todavía mucho mayores y hubiera debido matarme mil veces; no amo ya a la desgraciada mujer que me ha dado esos cinco hijos y se ha perdido por mí; amo a otra. Pero si me mato, los cinco niños y la madre se morirán materialmente de hambre.
Aquel hombre hablaba con acentos de sinceridad.
-Pero, ¿cómo vivís? -le dijo la duquesa, conmovida.
-La madre de los niños, hila; a la hija mayor la mantienen en una granja de liberales, donde guarda las ovejas; yo, robo en el camino de Plasencia a Génova.
-¿Y cómo conciliáis el robo con vuestros principios liberales?
-Tomo nota de las personas a quienes robo, y si algún día llego a tener dinero les devolveré las cantidades robadas. Pienso que un tribuno del pueblo como yo, ejecuta un trabajo que, a buena cuenta del peligro que corre, bien vale cien francos al mes; de manera que me guardo mucho de robar más de mil doscientos francos entre año. Me engaño; robo un poco más, porque de esa manera puedo atender a los gastos de impresión de mis obras.
-¿Qué obras?
-La... ¿tendrá jamás una Cámara y un Presupuesto?
-¡Cómo! -dijo la duquesa, asombrada-, ¿vos, señor, sois uno de los más grandes poetas de este siglo, el famoso Ferrante Palla?
-¡Y un hombre de vuestro talento, señor, se ve obligado a robar para vivir!
-Por eso quizás tengo algún talento. Hasta hoy, todos nuestros autores que se han dado a conocer, eran gente pagada por el gobierno o por el culto, al que se proponían minar. Yo, primo, arriesgo mi vida; secundo, pensad, señora, en las reflexiones que me agitan cuando voy a robar. ¿Estoy en lo justo?, me digo. ¿El cargo de tribuno cumple servicios que valen realmente cien francos por mes? Tengo dos camisas, el traje que me veis, algunas armas estropeadas, y estoy seguro de morir ahorcado; me atrevo a pensar que obro con desinterés. Sería feliz a no ser por ese amor fatal que no me permite sino hallar desdicha junto a la madre de mis hijos. La pobreza me pesa por su fealdad; me agradan los buenos trajes, las manos blancas...
Miraba las de la duquesa de tal modo que ella sintió miedo.
-Adiós, señor -le dijo-: ¿puedo serviros de algo en Parma?
-Pensad alguna vez en esto: su empleo consiste en despertar los corazones y en impedir que se duerman en esa falsa felicidad completamente material que procuran las monarquías. El servicio que hace a sus conciudadanos, ¿vale cien francos por mes?... Mi desgracia consiste en amar -dijo con acento muy dulce-, y desde hace casi dos años mi alma no piensa más que en vos; pero hasta hoy yo os había podido ver sin causaros temor.
Y echó a correr con rapidez prodigiosa, que maravilló a la duquesa y la tranquilizó. Los gendarmes tendrían trabajo si quisieran alcanzarle -pensó ella-: en efecto está loco.
-Está loco -le dijeron sus criados-; todos nosotros sabemos, hace mucho tiempo, que ese pobre hombre está enamorado de la señora; cuando la señora está aquí, lo vemos vagar por los sitios más elevados del bosque y, en cuanto la señora parte, no deja de venir a sentarse en los mismos sitios en que ella se ha detenido, recoge cuidadosamente las flores que han podido caer de su ramo y las conserva mucho tiempo prendidas a su roto sombrero.
-¡Y vosotros no me habíais hablado jamás de esas locuras! -dijo la duquesa, casi en tono de reconvención.
-Temíamos que la señora se lo dijese al ministro Mosca. ¡El pobre Ferrante es tan buena persona! Jamás hizo mal a nadie; y porque ama a nuestro Napoleón, lo han condenado a muerte.»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Sarpe, 1984, en traducción de J. Farrán y Mayoral. ISBN: 84-7291-678-2.]
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