Capítulo II
«Al principio, muchas cosas me impidieron intimar con ese hombre. Carecía de esa índole sencilla y franca, de ese completo abandono que tanto cuadra a un hombre fuerte y dotado y que entre nosotros es casi inseparable del talento. Era reservado, astuto, temeroso; le gustaba disfrutar a escondidas; había en él cierta molicie nada varonil, una mezquina dependencia de las cosas pequeñas, de las comodidades de la vida y un egoísmo deslindado, rücksichtslos (1), que llegaba hasta la ingenuidad del cinismo. De todo eso sólo lo consideraba culpable a medias.
El destino lo había unido a una mujer que, con su amor cerebral y sus excesivos cuidados, alimentaba sus inclinaciones egoístas y secundaba sus debilidades, embelleciéndolas a sus ojos. Antes de casarse, Herwegh había vivido en la pobreza; ella le había aportado riqueza, lo había rodeado de lujos, se había convertido en su niñera, en su ama de llaves, en su enfermera, propiciando una continua necesidad de ínfimo orden. Postrada en el polvo, en eterna adoración, in einer Huldigung (2) ante el poeta "que debía suceder a Goethe y Heine", al mismo tiempo sofocaba y ahogaba su talento entre las plumas de un sibaritismo filisteo.
Me irritaba que aceptase de buen grado su condición de marido mantenido; admito haber asistido no sin satisfacción a la ruina hacia la que ambos se encaminaban irremediablemente y haber visto con frialdad cómo lloraba Emma, obligada a arrendar su apartamento "de marco dorado", como lo llamábamos nosotros, y a malvender uno tras otro, por la mitad de su precio, sus "Amorcillos y Cupidos", por fortuna de bronce, no siervos de la gleba.
En este punto me gustaría dedicar unas palabras a su vida precedente y a su matrimonio, que llevaba la impronta increíblemente neta del germanismo contemporáneo.
Los alemanes, y más aún las alemanas, tienen una infinidad de pasiones cerebrales, es decir, de pasiones inventadas, fantasiosas, forzadas, literarias, una suerte de Überspanntheit (3), un entusiasmo libresco, una exaltación fría y ficticia, siempre dispuesta a asombrarse sin medida o a conmoverse sin una razón suficiente. No se trata de fingimiento, sino de falsa verdad, de intemperancia psíquica, de histerismo estético, que en realidad no cuesta nada, pero que aporta muchas lágrimas, alegrías y pesares, muchas distracciones y sensaciones, Wonne! (4) Una mujer inteligente como Bettina von Arnim no pudo liberarse en toda su vida de esa enfermedad germana. Los géneros y el contenido pueden cambiar, pero la elaboración psíquica del material, por decirlo así, sigue siendo la misma. Todo se reduce a variantes diversas, a distintos matices de sensual panteísmo, es decir, a una actitud religioso-sexual y de teórico enamoramiento por la naturaleza y los hombres que en absoluto excluye la castidad romántica ni la voluptuosidad teórica ni entre las sacerdotisas laicas del Cosmos ni entre las esposas místicas de Cristo, recitadoras de oraciones de divina lascivia. Tanto las unas como las otras tratan de ser hermanas nominales de las pecadoras de hecho. Actúan de ese modo por curiosidad y atracción por las caídas, a las cuales ellas nunca se deciden, y siempre absuelven a las pecadoras, aun cuando éstas no soliciten su perdón. Las más exaltadas atraviesan todo el curso de las pasiones sin ponerlas en práctica y se dejan tentar por todos los pecados, como por correspondencia, per contumaciam, en los libros ajenos y en los cuadernos propios.
Uno de los rasgos más comunes de todas las alemanas exaltadas es la idolatría de los genios y de los grandes hombres: es una religión que hunde sus raíces en Weimar, en los tiempos de Weiland, Schiller y Goethe. No obstante, como los genios son raros, Heine vivía en París y Humboldt era demasiado viejo y demasiado realista, se lanzaron con una especie de hambre desesperada sobre músicos de valía y pintores correctos. La imagen de F. Liszt traspasó el corazón de todas las alemanas como una chispa eléctrica, encendiendo sus frentes espaciosas y sus largos cabellos peinados hacia atrás.
Al final, a falta de grandes hombres pangermanos, recurrieron, por así decir, a algún genio específico que destacara en un ámbito cualquiera; todas las mujeres se enamoraban de él; todas las muchachas schwärmten für ihn (5), todas le bordaban en el cañamazo tirantes y zapatillas y le enviaban diversos recuerdos en secreto, guardando el anonimato.
En los años cuarenta las mentes de Alemania estaban muy exaltadas. Cabía esperar que un pueblo que había encanecido con libros como Fausto, quisiese como él salir por fin a la plaza y contemplar el vasto mundo. Ahora sabemos que se trataba de falsos dolores, que el nuevo Fausto de la taberna de Auerbach volvió a su Studierzimmer (6). No obstante, entonces las cosas parecían diferentes, sobre todo a las alemanas, y por tanto cualquier manifestación de espíritu revolucionario recibía una calurosa acogida. En pleno apogeo de ese período aparecieron las canciones políticas de Herwegh. Nunca percibí en ellas un gran talento; sólo su mujer podía comparar a Herwegh con Heine. Pero el punzante escepticismo de Heine no estaba en consonancia con la mentalidad de la época. Los alemanes de los años cuarenta no necesitaban a Goethe ni a Voltaire, sino la canciones de Beránger y La marsellesa adaptadas a las costumbres del otro lado del Rin. Los poemas de Herwegh a veces terminaban in crudo con el grito, el estribillo francés: "Vive la République!", algo que entusiasmaba en el 42. En el 52 ya se habían olvidado. Ahora no hay quien los lea.»
(1) Desconsiderado
(2) En homenaje
(3) Exaltación
(4) Deleite
(5) Soñaban con él
(6) Estudio
[El texto pertenece a la edición en español de Alba Editorial, 2006, en traducción de Víctor Gallego Ballestero. ISBN: 84-8428-288-0.]
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