Guantes de gamuza
«Y el Gran Día terminó, de un momento a otro.
Una vez más las ruedas hicieron crujir la grava y se oyeron portezuelas cerrarse.
Hasta que el último coche hubo desaparecido, las tres monjas de coro recién ordenadas permanecieron en la puerta y luego se giraron, inseguras, y entraron en el convento. ¿Qué harían ahora? Sintieron una leve consternación. Vieron a Empresa privada que, sin dirigirles una sola mirada, avanzó por el pasillo que comunicaba la capilla y el noviciado y se metió por aquella puertecita que ahora las tres conocían mejor que las puertas de sus casas, que ya no volverían a cruzar. Al igual que las puertas de sus casas, ahora ésta también estaba cerrada para ellas.
Verónica echó un vistazo al gran reloj del vestíbulo. Sólo eran las cinco.
De pronto tomó conciencia de que estaba tan cansada que casi no se tenía en pie.
Se les acercó la madre superiora.
-Sor Eucharia os comunicará vuestras nuevas tareas -les anunció. Miró entonces a Verónica-. Estás agotada, hermana. Creo que lo mejor será que te metas en la cama nada más tomar el té. De hecho, es mejor que te tomes el té ahora mismo y te subas ya a la celda.
Una sensación de gran alivio se apoderó de Verónica. Se había visto sometida a una tremenda presión durante todo el día.
Cuando las otras dos, Concepta y Assumpta, se marcharon con sor Eucharia, Veronica se quedó un momento parada en el vestíbulo vacío. Luego, bajó al pasillo que daba al refectorio. La fatiga le había provocado cierto abatimiento, y caminaba con los hombros un poco encorvados. Dios estaba en su derecho de ponerles a unas monjas las cosas más fáciles que a otras, pero el agotamiento no era precisamente una buena ofrenda para él. Y en realidad estaba más cansada por el ajetreo de la familia que por el trastorno que provocaba aquello a lo que había renunciado.
Sin embargo, en aquel momento le llamó una voz.
-Un segundito, hermana. -Era otra vez la madre superiora-. Creo que tu hermana se ha dejado esto. ¿Volverás a verla pronto, o se lo mandamos por correo? -Tenía en la mano un par de guantes de gamuza-. Quizá puedas guardárselos tú hasta la próxima vez que la veas -sugirió la superiora.
Verónica cogió los guantes e hizo una reverencia.
Sor Úrsula, la encargada del refectorio, no estaba por allí, pero las mesas estaban puestas, y Verónica se sentó y comió un poco de pan con mantequilla y se sirvió un vaso de leche de la gran jarra de la mesa auxiliar. Con eso tuvo bastante. De todos modos no tenía hambre, sólo estaba cansada, molida.
Al atravesar otra vez el pasillo en dirección a su nueva celda, no ya a la otra, en la que se había quitado el vestido blanco de satén y se había puesto el hábito, oyó el coro entonando el Tantum ergo. Ya casi había acabado la bendición. Pero, cuando llegó al rellano se fijó en un pequeño lavabo que había a un lado de la pared, con dos grifos, lo cual significaba que había agua caliente y fría. Todavía llevaba en las manos los guantes de Mabel.
Pese al cansancio, se le ocurrió que estaría bien lavar los guantes y devolvérselos limpios. Los guantes de gamuza se manchaban enseguida. Y tanto Mabel como ella le daban mucha importancia a no usar nunca dos veces el mismo par sin lavarlos.
Obedeciendo a un impulso, se quitó los puños rígidos de lino, los dejó encima de la repisa que había sobre el lavabo y abrió el grifo del agua caliente. Subió una nube de vapor. Hizo espuma, se enfundó los guantes y sumergió las manos en el agua.
¡Ay, aquella sensación viscosa de la gamuza mojada! Era casi como estar delante del cuartito de aseo del piso más alto de la casa que Mabel y ella habían usado toda la vida. En tiempos de los anteriores propietarios, había sido un cuartito para la criada, pero Mabel y ella lo adoptaron para su uso y disfrute. Muy raras veces subía hasta allí su madre, y cuando lo hacía cerraba los ojos, horrorizada por el estado en que se encontraba. "Este sitio es una vergüenza", decía. "Si al menos no lo tuvierais tan lleno de cosas..."
Era verdad que parecía un vertedero, con las paredes húmedas y estanterías llenas de antiestéticos peines rotos y tarros usados de crema, cajas inservibles de polvos y maquillaje, decenas de tarros de perfume y sabe Dios qué más. […]
Sin embargo, Mabel y ella pasaban casi todo su tiempo allá arriba, cotilleando e intercambiando confidencias, cuando debían estar lavándose los dientes, limándose las uñas o cuidándose el cutis y el pelo.
Fue allí, una tarde, donde se armó de valor y le contó sus planes a Mabel.
Pero, de pronto, Verónica no se sintió con fuerzas de recordar todo aquello. En los ojos se le formaron dos lagrimones que le rodaron por las mejillas. Y pensar que nunca más vería aquel cuartito. Sólo era capaz de pensar en los botes y tubos de Mabel en el alféizar de la ventana y en los bordes del lavabo desconchado. Abrumada por unos recuerdos de productos cosméticos deteriorados, paredes húmedas y una pila de envases rotos, Verónica se sintió indefensa.
¿Dónde estaban su ángel de la guarda y los de las otras chicas? ¿Qué ramo u ofrenda espiritual tenían ellas para ofrecer? Pasados unos segundos, Verónica tuvo que reírse de sí misma. Se enjugó los ojos y enjuagó los guantes. Había esperado hasta el último momento, pero parecía que por fin había emprendido el buen camino. Las otras chicas podían tener una ofrenda más razonable; ella sólo había renunciado a un par de tarros de pintura y a un cuartito húmedo, cuando puso su sacrificio junto a los demás. Realmente estaba diciéndole no a la vida. La fatiga se disipó en un instante, y su ángel, con sendas lágrimas en las palmas de las manos, salió volando hacia el cielo.
Verónica cogió los guantes, se los llevó a su celda y los colgó para que se secaran. A los pocos minutos dormía profundamente.»
[El texto pertenece a la edición en español de Errata Naturae Editores, 2018, en traducción de Regina López Muñoz. ISBN: 978-84-16544-67-7.]
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