Las aceitunas
«Toruvio: Sí, ¿carguilla de leña le parece a la señora? Juro al cielo de Dios que éramos yo y vuestro ahijado a cargarla y no podíamos.
Águeda: Ya, noramaza sea, marido. ¡Y qué mojado que venís!
Toruvio: Vengo hecho una sopa de agua. Mujer, por vida vuestra, que me deis algo de cenar.
Águeda: ¿Yo qué diablos os tengo de dar, si no tengo cosa ninguna?
Mencigüela: ¡Jesús, padre, y qué mojada que venía aquella leña!
Toruvio: Sí, después dirá tu madre que es el alba...
Águeda: Corre, muchacha; adrézale un par de huevos para que cene tu padre y hazle luego la cama. Yo os aseguro, marido, que nunca se os acordó de plantar aquel renuevo de aceitunas que rogué que plantaseis.
Toruvio: ¿Pues en qué me he detenido sino en plantarle como me rogaste?
Águeda: Callad, marido. ¿Y adónde lo plantaste?
Toruvio: Allí junto a la higuera breval, adonde, si se os acuerda, os di un beso.
Mencigüela: Padre, bien puede entrar a cenar, que ya está adrezado todo.
Águeda: Marido, ¿no sabéis qué he pensado? Que aquel renuevo de aceitunas que plantaste hoy, que de aquí a seis o siete años, llevará cuatro o cinco hanegas de aceitunas. Y que, poniendo plantas acá y plantas acullá, de aquí a veinticinco o treinta años, tendréis un olivar hecho y derecho.
Toruvio: Eso es la verdad, mujer, que no puede dejar de ser lindo.
Águeda: Mirad, marido, ¿sabéis qué he pensado? Que yo cogeré el aceituna y vos la acarrearéis con el asnillo y Mencigüela la venderá en la plaza. Y mira, muchacha, que te mando que no me des menos el celemín de a dos reales castellanos.
Toruvio: ¿Cómo a dos reales castellanos? ¿No veis que es cargo de conciencia y nos llevará al amotacén cada día la pena? Que basta pedir a catorce o quince dineros por celemín.
Águeda: Callad, marido, que es el veduño de la casta de los de Córdoba.
Toruvio: Pues aunque sea de la casta de los de Córdoba, basta pedir lo que tengo dicho.
Águeda: Ora no me quebréis la cabeza. Mira, muchacha, que te mando que no las des menos el celemín de a dos reales castellanos.
Toruvio: ¿Cómo a dos reales castellanos? Ven acá, muchacha, ¿a cómo has de pedir?
Mencigüela: A como quisiereis, padre.
Toruvio: A catorce o quince dineros.
Mencigüela: Así lo haré, padre.
Águeda: ¿Cómo "así lo haré, padre"? Ven acá, muchacha, ¿a cómo has de pedir?
Mencigüela: A como mandareis, madre.
Águeda: A dos reales castellanos.
Toruvio: ¿Cómo a dos reales castellanos? Yo os prometo que, si no hacéis lo que yo os mando, que os tengo de dar más de doscientos correonazos. ¿A cómo has de pedir?
Mencigüela: A como vos decís, padre.
Toruvio: A catorce o quince dineros.
Mencigüela: Así lo haré, padre.
Águeda: ¿Cómo "así lo haré, padre"? Tomad, tomad: haced lo que yo os mando.
Toruvio: Dejad a la muchacha.
Mencigüela: ¡Ay, madre! ¡Ay, padre, que me mata!
(Entra Aloja)
Aloja: ¿Qué es esto, vecinos? ¿Por qué maltratáis así a la muchacha?
Águeda: ¡Ay, señor! Este mal hombre que me quiere dar las cosas a menos precio y quiere echar a perder mi casa. ¡Unas aceitunas que son como nueces!
Toruvio: Yo juro a los huesos de mi linaje que no son aún como piñones.
Águeda: ¡Sí son!
Aloja: Ora, vecina, hacedme tamaño placer que os entréis allá dentro, que yo lo averiguaré todo.
Águeda: ¿Averigüe o póngase todo del quebranto?
Aloja: Señor vecino, ¿que son de las aceitunas? Sacadlas acá fuera, que yo las compraré, aunque sean veinte hanegas.
Toruvio: Que no, señor, que no es de esa manera que vuesa merced se piensa; que no están las aceitunas aquí en casa, sino en la heredad.
Aloja. Pues traedlas aquí, que yo os las compraré todas al precio que justo fuere.
Mencigüela: A dos reales quiere mi madre que se venda el celemín.
Aloja: Cara cosa es esa.
Toruvio: ¿No le parece a vuesa merced?
Mencigüela: Y mi padre a quince dineros.
Aloja: Tenga yo una muestra de ellas.
Toruvio: ¡Válame Dios, señor! Vuesa merced no me quiere entender. Hoy he yo plantado un renuevo de aceitunas y dice mi mujer que de aquí a seis o siete años llevará cuatro o cinco hanegas de aceituna y que ella la cogería y que yo la acarrease y la muchacha la vendiese. Y que, a fuerza de derecho, había de pedir a dos reales por cada celemín. Yo, que no, y ella, que sí. Y sobre esto ha sido la cuistión.
Aloja: ¡Oh, qué graciosa cuistión! Nunca tal se ha visto. Las aceitunas no están plantadas y ya ha llevado la muchacha tarea sobre ellas.
Mencigüela: ¿Qué le parece, señor?
Toruvio: No llores, rapaza, la muchacha, señor, es como un oro. Ora andad, hija, y ponedme la mesa, que yo os prometo de hacer un sayuelo de las primeras aceitunas que se vendieren.
Aloja: Ora andad, vecino; entraos allá dentro y tened paz con vuestra mujer.
Toruvio: Adiós, señor.
Aloja: Ora, por cierto, ¡qué cosas vemos en esta vida que ponen espanto! Las aceitunas no están plantadas, ya las habemos visto reñidas. Razón será que dé fin a mi embajada.»
[El texto pertenece a la edición de Grupo Anaya, 2011, en edición de Juan María Marín. ISBN: 978-84-667-0301-7.]
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