5.-Las tentaciones del nihilismo
«En El agente secreto, de
Joseph Conrad, escrito bajo el impacto de los incidentes terroristas
anarquistas ocurridos en Londres y París en la década de 1890, hay un personaje
llamado el Profesor que deambula por las calles de Londres, con una mano
aferrada a un detonador unido a una carga de explosivos que lleva en el
abrigo. Puede saltar por los aires en cualquier momento si la policía trata de
detenerlo. Conrad imagina que el Profesor ha sido ayudante en un instituto
técnico y luego técnico de laboratorio para un fabricante de tintes, y cuando
le despiden concibe una venganza contra el mundo. Como señala Conrad, «el
Profesor tiene talento, pero carece de la virtud social de la resignación». El
Profesor vive en extrema pobreza en habitaciones alquiladas en uno de los
barrios más pobres de Londres y se dedica día y noche a perfeccionar los
sistemas detonadores. Está listo para vendérselos a cualquiera que desee
«romper la superstición y el culto a la legalidad» de la sociedad que le rodea.
Frecuenta los grupos extremos de los socialistas revolucionarios clandestinos,
pero en realidad considera a los revolucionarios con el mismo desprecio que
considera a la policía. «El terrorista y el policía son tal para cual. La
revolución, la legalidad, movimientos opuestos del mismo juego; formas de
indolencia en el fondo idénticas.» Están aferrados a la vida, dice amargamente,
mientras que él sólo desea la muerte y es por ello invulnerable. Los sueños
revolucionarios, la legalidad burguesa, todos estos ideales eran mediocres,
pensaba el Profesor, comparados con el objetivo al que él había dedicado su
vida: fabricar «el detonador perfecto».
El Profesor es el primer gran retrato de un
terrorista suicida en la literatura moderna. Lo que Conrad pretende que veamos
en este retrato demoniaco de la motivación terrorista es que objetivos
políticos como revolución, justicia y libertad tienen poco que ver con lo que
realmente impulsa al Profesor. El centro de su motivación es mucho más sombrío:
desprecio por una sociedad que se niega a reconocer su talento; fascinación por
la invulnerabilidad que le confiere su propia voluntad de morir; y obsesión por
dominar los métodos de la muerte. El Santo Grial del Profesor —el detonador
perfecto— es sólo un símbolo de la verdadera promesa del terrorismo: un momento
de violencia que transformará a una persona insignificante y sin un céntimo en
un ángel vengador.
Este retrato del terrorista plantea un desafío
especial al análisis al que me he dedicado hasta ahora. ¿Qué sucede en una
guerra contra el terror cuando la violencia queda fuera de control, cuando
ambas partes empiezan a comportarse como el Profesor, obsesionadas con los
medios de su lucha e indiferentes a los fines a los que se supone que sirven
esos medios? Hasta ahora he argumentado como si los terroristas y los estados
que luchan contra ellos impusieran un control sobre los medios que emplean en
función de los fines que persiguen. Los que recurren a la violencia política lo
hacen en nombre de la libertad y la autodeterminación, en defensa de los
oprimidos. Los que luchan contra el terrorismo, por su parte, luchan para
defender los principios del Estado. Si nos basamos en estas suposiciones, es
posible imaginar que el deseo de ambos bandos sería no empañar los fines que
persiguen con los medios que emplean. Los valores que están encargados de
defender podrían persuadir a los interrogadores que trabajaran para los estados
democráticos liberales de que el uso de la tortura traiciona la mismísi
ma
esencia del Estado. Los terroristas que justificaran las matanzas de civiles
como el mal menor podrían ser persuadidos de alejarse del terror si se les
pudiera demostrar que se pueden conseguir las mismas metas por medios
pacíficos. Si asumimos que tanto el terror como la lucha contra el terror son
fenómenos políticos, impulsados por metas e ideales políticos, sería posible
imaginar que estas metas impedirían a ambas partes caer en una espiral de mutua
consolidación de la violencia.
¿Y si estas suposiciones no son verdaderas?
¿Qué sucede cuando la violencia política deja de estar motivada por ideales
políticos y pasa a estar motivada por las fuerzas emocionales que Conrad
entendió tan bien: resentimiento y envidia, codicia y sed de sangre,
violencia por la violencia misma? ¿Qué sucede cuando la lucha antiterrorista,
asimismo, deja de estar motivada por los principios y pasa a estar motivada por
la misma obsesión de impulsos emocionales?
Una cosa es sostener que el terrorismo debe
ser entendido políticamente y otra pretender que los objetivos políticos son
los que determinan siempre las acciones de los terroristas. Es posible que
motivos mucho más bajos, los que animaban al Profesor, sean los que necesitemos
entender, si es que queremos hacernos una idea de por qué es tan frecuente que
las metas nobles sean traicionadas por aquellos que piensan que están haciendo
un servicio a esos objetivos. Lo mismo puede ocurrir con los agentes enviados
para apresar a gente como el Profesor. Pueden estar dirigidos por códigos y
valores que nada tienen que ver con los de la sociedad a la que están
representando: los códigos de lealtad a los suyos propios de los guerreros, los
valores de venganza y la pura emoción de infundir temor en otros.
En este capítulo me propongo estudiar la
violencia como nihilismo y trataré de explicar las razones por las que tanto el
terror como la lucha contra el terror pueden convertirse en fines en sí mismos
y las razones por las que muchas guerras contra el terror degeneran en una
espiral de violencia. Ya he sugerido una razón por la cual podría suceder esto:
los terroristas tratan de provocarlo deliberadamente para entrar en el ciclo de
decisión del Estado al que se oponen y empujarlo hacia una opresión cada vez
más brutal. La meta del terrorista es erosionar la identidad moral del Estado
y su voluntad de resistencia y forzar a una población sometida a abandonar la
obediencia a su gobierno. Si ésta es una meta política explícita de la mayoría
de las estrategias terroristas, es vital que los líderes de los estados
democráticos eviten caer en la trampa.
Pero es más fácil decirlo que hacerlo. Lo que
necesitamos explicarnos es por qué las guerras contra el terror se escapan del
control político, por qué caen en la trampa que ponen los terroristas, pero
también por qué los propios terroristas pierden el control de sus campañas e
imponen terribles pérdidas a los de su propio bando antes que reconocer la
derrota. Para explicar estas características sombrías, tenemos que desplazarnos
de la política y el derecho a la psicología del nihilismo.
Vamos a explicar primero lo que es el
nihilismo. El nihilismo significa literalmente no creer en nada, la pérdida de
cualquier límite o de un conjunto de metas que sirvan de inspiración. No quiero
utilizarlo en ese sentido literal ni dar a entender que los terroristas o los
que luchan contra los terroristas no creen en nada. Tanto unos como otros
pueden empezar con altos ideales y perderlos en la carnicería de la lucha.
Estoy utilizando la palabra, ante todo, para captar una forma de alienación en
la cual ambas partes de la guerra contra el terror pierden de vista sus propios
objetivos. Los medios coercitivos dejan de servir a determinados fines
políticos y se convierten en fines en sí mismos. Tanto los terroristas como los
que luchan contra los terroristas terminan atrapados en una espiral descendente
de brutalidad que se refuerza mutuamente. Esta es la trampa ética más grave que
nos espera en la larga guerra contra el terror que se extiende ante nosotros.
La palabra nihilismo se emparejó por
primera vez con el terrorismo en la década de 1860, en la Rusia de los zares.
Dostoievski y otros la utilizaron para describir la visión de mundo de los
terroristas dirigidos por Serguéi Nechaev, cuyo Catecismo de un revolucionario
establecía un programa para la toma del poder. Nechaev promovía deliberadamente
los actos de salvajismo para incitar al régimen zarista a un enfrentamiento
sangriento. El nihilismo significaba originalmente un odio agresivo hacia las
sofocantes e hipócritas convenciones burguesas. Sin embargo, el programa de los
nihilistas no era literalmente nihilista, ya que se suponía que la destrucción
preparaba el camino para la construcción de una sociedad justa sobre las ruinas
de la sociedad antigua. Pero los adversarios de estos grupos aprovecharon el
epíteto, argumentando que sus métodos destructivos menoscababan sus ideales
sociales redentores. Los grupos que aceptaron el nihilismo como denominación lo
hicieron porque captaba su absoluto rechazo del orden social existente. Al
final, uno de esos grupos asesinó al zar liberador, Alejandro II, en 1881.
No es casualidad que el mejor retrato
literario del terrorismo como nihilismo sea ruso: el que hace Fiódor
Dostoievski en Los poseídos, publicada en 1871. La novela narra la
historia de una pequeña célula terrorista liderada por el carismático Stavrogin
y el malvado embaucador Verkovenski, que se hacen con el poder en una pequeña
ciudad rusa, consiguen el apoyo de los liberales crédulos que se detestan a sí
mismos y luego desencadenan una serie de saqueos y destrozos que dejan
edificios quemados, inocentes muertos y un miembro del grupo terrorista, que se
había retractado, asesinado. Este último asesinato es la clave moral del
significado del relato, ya que es el único que cree en los ideales políticos
por los cuales se ha desatado la violencia. Debido a esto, parece decir
Dostoievski, él es el único que se da cuenta de que los fines se han apoderado
de los medios. Él paga con la vida su reconocimiento moral y su intento de
denunciar al grupo y marcharse.
Dostoievski, que había participado en un grupo
conspirador, fue, como Conrad después de él, un maestro de la psicología del terrorista.
Pero su retrato del terrorismo dependía de una elaborada crítica metafísica de
la modernidad en la cual el terrorista se convertía en la expresión patológica
de una sociedad que había perdido la fe compartida en Dios y se había rendido a
un individualismo estrecho y cruel. El terrorismo, en el análisis de
Dostoievski, es la imagen especular de la sociedad nihilista que los
terroristas quieren destruir.
No tenemos que aceptar las reflexiones
apocalípticas de Dostoievski sobre la modernidad o creer, como él parecía
implicar, que cuando las sociedades modernas son golpeadas por el terror están
consiguiendo lo que se merecen. Podemos dejar estos pensamientos a un lado y en
su lugar concentrarnos en la incomparable agudeza del retrato que hace el autor
ruso del nihilismo como estado mental. En la novela, los terroristas sueltan la
perorata retórica de los políticos revolucionarios, pero su retórica está tan vacía
como sus almas. El mal llena su vacío espiritual. Lo que les atrae es el
extremismo en sí. Esto es el nihilismo en un segundo sentido, la incredulidad
cínica en las metas que uno manifiesta en apariencia. Al situar la acción en
una pequeña localidad en vez de situarla en Moscú o San Petesburgo, Dostoievski
quiere recalcar la inutilidad política del ejercicio: quemar un remoto pueblo
ruso difícilmente va a iniciar la revolución por todo el Imperio ruso. Pero eso
no parece importar a los conspiradores, que están enamorados de la conspiración
en sí misma.»
[El texto pertenece a la edición en español de Santillana Ediciones Generales, 2005, en traducción de María José Delgado, pp. 151-156. ISBN: 84-306-0558-4.]