jueves, 28 de febrero de 2019

A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España.- Manuel Chaves Nogales (1897-1944)


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El tesoro de Briesca

«Se acordó entonces de los dos cuadros del Greco que había dejado enterrados secretamente en las cercanías. Una vez muertos los dos milicianos que le ayudaron a esconderlos, nadie más que él sabía ya dónde estaban. Y se sintió fuerte y optimista al pensar que estaba en su mano dejar que se pudriesen en aquel agujero ignorado y que, si un día cualquiera le mataban, perecerían con él aquellas obras maestras de un sublime espíritu. Hizo firme propósito de no revelar jamás a nadie su secreto, y sólo ante el temor de que andando el tiempo llegase un día en el que no pudiese recordar exactamente el sitio donde estaba escondido el tesoro, cogió el lápiz y en un trocito de papel trazó el esquema del difícil camino que había que seguir desde la plaza de Briesca para llegar al lugar donde se hallaba el escondite. Luego, temiendo que, aunque el croquis carecía de toda indicación nominal, alguien fuese capaz de interpretarlo, se puso a trazar líneas caprichosas sobre las que indicaban la trayectoria a seguir, y consiguió que el esquema desapareciese bajo la apariencia de un boceto de pintor que representaba el escorzo difícil de un miliciano muerto. Entre las líneas vacilantes de aquella figura abocetada se perdió la línea firme del camino que conducía al tesoro. Satisfecho, se guardó el boceto en la cartera, salió y se dirigió al Comisariado de Guerra. Mientras dibujaba había tomado una resolución definitiva.
 Decididamente aquella tarea a la que había estado consagrado carecía ya de sentido. Lo único importante era ganar la guerra. Dimitió de su cargo de miembro de la junta encargada de la conservación del patrimonio artístico nacional y se ofreció al gobierno como combatiente. Le nombraron comisario político.
 El primer día que estuvo en el frente asistió impotente a la desbandada habitual de los milicianos. Nada les contenía. Cuando avanzaban los tanques o cuando volaban sobre ellos los aviones ametrallándoles a mansalva no había nada eficaz para dominar su pavor y contenerles, ni las arengas vibrantes, ni las patéticas imploraciones, ni las amenazas; nada. El aparato bélico del ejército rebelde les impresionaba terroríficamente y, a las dos horas de fuego, los hombres más entusiastas, los obreros más conscientes y los más recios campesinos tiraban las armas y huían. Era inútil. Aquellas masas eran incapaces de hacer la guerra en campo abierto. No sabían.
 Una tarde entre las tardes, después de vociferar y amenazar como energúmenos a los milicianos que huían, se quedaron solos en un pueblo ya de las inmediaciones de Madrid el camarada Arnal, comisario político, y el capitán del ejército encargado del mando. El pueblo era una magnífica posición estratégica, y abandonarla sin lucha a las puertas de la capital era una catástrofe. El capitán veía furioso cómo el último grupo de milicianos fugitivos doblaba a todo correr el recodo de la carretera de Madrid. Cogió uno de los fusiles que al huir habían tirado, se lo echó a la cara e iba a disparar contra ellos cuando Arnal le desvió el arma.
 -Es inútil, camarada. Con eso no conseguiremos nada.
 El capitán tiró el arma, desalentado.
 -Ya no puedo más -dijo con voz sombría-; me han hecho venir corriendo desde Extremadura delante de una tropilla de moros. No doy un paso más. Aquí me quedo. Que vengan los fascistas y me fusilen.
 -Vamos, camarada. Ánimo. Nuestros hombres no saben hacer la guerra. Ya reaccionarán. A las puertas de Madrid se harán fuertes y venceremos.
 -¿Vencer? ¿Con esa canalla? ¡Nunca! ¡No venceremos nunca!
 Arnal le miró con mal ceño:
 -Eso que llamas canalla es el pueblo. ¿Sabes?
 -¡Una vil canalla! ¡Un rebaño de borregos! ¡Que se vayan! ¡Que sigan corriendo! ¡Vete tú también, que eres de su ralea! Yo soy militar, ¿sabes? ¡Militar! Y voy a enseñaros a ti y a esos cobardes y a los fascistas, a todos, cómo se puede morir con decoro. ¡El pueblo! ¡Puaf! ¡Qué asco!
 Arnal sintió deseos de lanzarse sobre él y estrangularle. Le echó una mirada de odio y le escupió:
 -Al fin, militar. ¡Fascista!
 Dio media vuelta y se fue por el mismo camino que habían seguido los milicianos. El capitán, plantado en la plaza del pueblo abandonado, le gritaba desde lejos:
 -Ven acá, cobarde, si quieres aprender a morir. Ven acá.
 Cuando se quedó solo arrastró una ametralladora hasta emplazarla detrás de un poyo de piedra que había en el centro de la plaza. Colocó junto a ella cuantas cintas de munición pudo encontrar, encendió un cigarrillo y se puso a esperar tranquilamente.
 Era ya de noche y todavía se oían desde las nuevas posiciones de los milicianos las descargas de la fusilería fascista y el tableteo intermitente de una ametralladora. De madrugada aún sonaba. Al amanecer enmudeció al fin. Arnal, al día siguiente, cuando se vio de nuevo entre sus hombres en una trinchera de los arrabales madrileños, les habló tristemente con un tono de voz opaco y profundo. Las palabras se le quebraban en la garganta. Aquellos hombres le escucharon cabizbajos. Oyeron contar cómo había sabido morir su capitán después de renegar de ellos. Cómo se había suicidado para redimirse de los cuatro meses de huida vergonzosa delante del enemigo a que le habían arrastrado.
 -Hoy -les dijo Arnal- volveréis a sentir miedo y huiréis otra vez. Mañana los moros entrarán en vuestras casas y os sacarán de debajo de las camas ensartados en sus bayonetas a la vista de vuestras mujeres. Yo caeré hoy aquí. Lo prefiero.
 No les dijo más. Cuando horas más tarde las vanguardias rebeldes, después de un duro cañoneo, se lanzaron al asalto, el camarada Arnal, comisario político, acechó el instante crítico detrás del parapeto y, una vez llegado, echó el cuerpo fuera de un salto, alzó el puño cerrado y gritó.
 -¡Viva la revolución!
 Una ráfaga de plomo lo abatió en el acto. Quedó tendido en la tierra de nadie.»
 
 [El texto pertenece a la edición en español de editorial Libros del Asteroide, 2013. ISBN:978-84-15625-57-5.]

miércoles, 27 de febrero de 2019

El libro de las preguntas desconcertantes.- Josep Muñoz Redón (1957)


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Capítulo XV: ¿Qué es la belleza?

«Los niños más atractivos reciben puntuaciones más altas en los test de inteligencia, probablemente porque su atractivo físico les ha comportado una mayor estima por parte de los adultos. Los anuncios de trabajo piden continuamente -sólo hay que coger un periódico para comprobarlo- gente guapa para cubrir las plazas de trabajo. Es decir, que un hombre o una mujer atractivos pueden salir de la pobreza y trepar socialmente con mucha más facilidad que uno que no lo sea. Las personas "bellas" incluso son consideradas más "buenas" -en el sentido ético del concepto-. El efecto de halo que han definido los psicólogos sociales nos descubre que tendemos a pensar que un ser con un rostro bien proporcionado es más sincero, amable, solidario, inteligente o trabajador que uno que no lo tenga tan armónico.
 Con todo, la belleza no es sólo una cualidad o una característica específica del cuerpo humano, ni consecuentemente atribuida a ningún sexo en particular. La belleza se puede predicar igualmente de un paisaje, de un coche, un cacharro de cocina, una situación un cuadro, un libro, una sinfonía, etc. ¿Qué tienen en común estas experiencias para que las recojamos bajo un mismo concepto? Sin ninguna duda, aparte de la proporción, orden, armonía, medida, que desde siempre nos han servido para entender el encanto de algunas cosas, su poder conmovedor, evocador, siniestro, placentero, desconcertante... No podemos continuar confundiendo la belleza y la placidez, sobre todo porque la primera nos remueve el alma y nos espolea los sentidos. La belleza nos rapta el entendimiento y nos obliga a encarar el trasfondo caótico que se oculta tras su aparente velo de armonía. Recuerdo haber leído el caso de una profesora de matemáticas en la Italia renacentista que se tenía que tapar el rostro con una gasa para que los alumnos pudieran seguir las lecciones, se sobreentiende que de otra forma no hubieran podido resistir la conjunción de un evidente atractivo físico y la perfección de la geometría. La belleza nos devuelve a un estado primario, alocado, salvaje, nos convierte en unos verdaderos monstruos, evidenciando la Bestia que todos tenemos escondida en nuestro interior. La belleza siempre es un poco siniestra, en el sentido de que presagia una desgracia, al menos su propia desaparición inminente: "La belleza es el inicio de lo terrible que aún podemos soportar", escribe Rilke. Porque toda belleza es caduca, como también podemos constatar con la beldad física.
 Un carácter aciago que nos confirma la psiquiatra italiana Graziella Magherini, que se ha especializado en el estudio del llamado "síndrome de Stendhal", es decir, las consecuencias físicas y psicológicas fulminantes de un shock de belleza. Según esta reconocida analista, el contacto con la perfección de las formas en cualquier nivel -aunque ella concentra sus esfuerzos en la pintura y la arquitectura- comporta un conjunto de problemas evidentes: alteración de los sonidos y los colores, sentimiento de persecución, ansiedad, euforia, exaltación, pérdida de conciencia del yo, confusión, evocaciones infantiles, etc..., según los casos. En su estudio sobre los efectos que produce la visita a algunas ciudades italianas, como, por ejemplo, Roma, Florencia o Venecia, detalla los síntomas que ha observado directamente en algunos turistas que incluso han debido ser hospitalizados.
 Stendhal es el primer escritor de la modernidad que convierte su experiencia turística en un hecho literariamente relevante. La emotividad desbordante de algunas de sus descripciones ya no se puede clasificar haciendo referencia únicamente a los parámetros de la admiración clásica. Pero no es sólo gracias a este hecho que ha dado nombre a esta rara afección. También fue uno de los primeros que la padeció, además de intentar recrearla.
 Freud ya había definido la emoción estética como un movimiento emocional enigmático y ambivalente que suscitaba una fascinación duradera. Una extraña mezcla de contacto y lejanía, limitación y eternidad, familiaridad y extrañeza. Según el padre del psicoanálisis, esta emoción nos provoca el reconocimiento de una cosa que nos habría pasado desapercibida durante mucho tiempo y que finalmente somos capaces de distinguir, como le pasa a la protagonista femenina de la fábula, Bella, que finalmente reconoce el atractivo oculto de la fiera que la rapta. La beldad, en el fondo, siempre está en los ojos del observador y no en los objetos codiciados, sólo hay que descubrirla o contribuir a recrearla. Todos tendríamos que ser capaces de alumbrar la belleza, aunque fuera la de una piedra. Un poco como aquel escultor chipriota, Pigmalión, que se enamoró de la estatua femenina que había esculpido. Los dioses le dieron vida a la estatua, con la que se casó el artista.
 No podemos olvidar, por tanto, que las apariencias a menudo enmascaran la verdad, el conocimiento privilegiado del ser: "La verdad es belleza y la belleza es verdad, es todo lo que sabes y todo lo que necesitas saber", escribe Keats. Un rapto de la voluntad que provoca un alud instantáneo de recuerdos, experiencias vividas, emociones, ideas, que permanecían ocultas en el inconsciente. Una experiencia inquietante que nos desasosiega.
 Pero no todos los efectos de la belleza son igualmente funestos. Sea como sea, esta forma de excelencia también tiene un poder balsámico evidente. "La belleza es una promesa de felicidad", se atreve a pronosticar Freud. El concepto clásico de catarsis nos puede servir para entender esta concepción: el arte, según Aristóteles, también nos libera de las emociones y pasiones que dominan enfermizamente el alma. Es decir, provoca una especie de purga o purificación que permite devolver el equilibrio al alma. Aristóteles, al fin y al cabo hijo de médico, piensa que cuando nos identificamos con un actor o una actriz durante una representación teatral vivimos gracias a él todas las experiencias que nos plantea el argumento de la obra, lo que representa algo así como una cura de salud, concebida también como armonía y justa proporción entre excesos. La sensación de aligeramiento, pues, que experimentamos después de haber reído, llorado o sufrido antes ciertas obras de arte es totalmente justificable.
 [...] La belleza nos obliga a afrontar, muchas veces sin querer, el profundo misterio de la existencia. Un secreto que nos puede permitir iniciarnos en el verdadero arte de vivir: aquel que rehúye el dinero, las obligaciones y los honores. Al final, por tanto, descubrimos el verdadero parentesco de la perfección con la ética, el halo de la belleza: no es que las cosas bonitas parezcan buenas, es que las cosas buenas parecen bonitas.»
 
     [El texto pertenece a la edición en español de editorial Paidós, 2012. ISBN: 978-84-493-0755-3.]
 

martes, 26 de febrero de 2019

Las sesiones del Zaragocí. Relatos picarescos (maqamat).- Abu t-Táhir, el Zaragozano (s. XII)


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Maqama XXVI: la de los necios

«Narró al-Mundir ibn Humam:
Refirió as-Sa'ib ibn Tammam:
Estaba yo con el flamante vestido de la juventud, con la bruñida espada de la energía; no conocía sino favores y no estaba habituado a otra cosa que ciencias y saberes. Me iluminaba con el candil de mi discernimiento y surcaba las sendas y caminos del buen proceder. Cierta noche, en que estaba con unos amigos relucientes como estrellas y frondosos como ramas, habiéndonos ahitado en los pastos y vergeles de la literatura y habiéndonos abrevado en las albercas de la amistad, cuando el perro había calmado sus gañidos y elevado sus estertores, plegado su hocico y recogido su mal agüero, cuando las moñas de la noche habían ya encanecido, dominadas sus fortalezas, con su negrísima veste, trocado su juventud en madurez, cuando el guía de las estrellas había quedado perplejo, dormido el enfermo, nadado el que en ellas se sumergía, pacido en ellas el ganado suelto, extenuado el fatigado y aminorado su marcha, mientras nosotros hablábamos largamente de diversos asuntos y especies, yendo de uno a otro, he aquí que oímos unos golpes en la puerta que nos hicieron vestir la coraza de la precaución, nos hicieron temer por nuestra seguridad e hicieron conmoverse a lo oculto. Fuimos hacia allí diciendo:
 -¿Quién es el que llama y golpea de noche la puerta, ése que surge y se oculta?
 Oímos entonces una voz misteriosa y una demanda instruida:
 -¿Tenéis a bien acoger a un hombre aturdido, a un amigo que no es traidor ni mentiroso, que desea un hogar y una morada, que se contenta por esta noche con una casa, un sable golpeado por las vicisitudes, un corcel humillado por viajes nocturnos y senderos, a quien los días han traído avatar tras avatar, y que ha recorrido verdades y absurdos, que ha sido frecuentado por sillas y bastos de camello, que ha sufrido repetidas sequías y yermos? Tal vez así encontréis disfrute en lo insólito de su conversación, descubráis a una persona noble y bondadosa, y podáis intimar con alguien afable y familiar, alguien que se oculta en el cubil de su empeño. ¿Acogéis a un forastero despojado, a un literato de gran sagacidad, que trocará vuestras noches en días, que os hará recoger las flores de su discurso, y recolectar el mirto y el bahar [planta aromática] de sus sucedidos? Sus historias no aburren, ni sus moralejas son de desdeñar. Trabad amistad con alguien cuya camella fuerte se ha detenido, que os ha traído su cordialidad, que os ha tendido su mano, que ha esperado reposo en vosotros. Trabad amistad con éste a quien el destino ha cortado los vínculos, alejado a sus seres queridos, que ha quedado como proscrito en su tiempo, como vagabundo de sus anhelos. No lo llevan sino sus pies, no lo acompaña sino su propia necesidad. Cuando llegue la aurora se habrá terminado el plazo [de mi estancia entre vosotros]. Cuando se haga la luz de la mañana, habréis obtenido el provecho.
 Así dijo. Nos sentimos felices por ser así el visitante necesitado que llamó a nuestra puerta. Le dispensamos nuestra hospitalidad, encontramos dignas de elogio sus correrías nocturnas, y nos quedamos departiendo con él de un asunto tras otro, escudriñando su resplandor no desleal ni engañoso. No cesamos de caminar y tropezar en los flecos de la conversación, hablando ora en prosa, ora en verso, asombrándonos de lo bondadoso que con él había sido el destino y de cómo se había cebado en él luego la miseria, no habiéndole tocado en suerte ningún beneficio en sus días, ni habiendo logrado ningún provecho de su tiempo. Al despuntar la aurora, exhalar sus últimos estertores los candiles, romper el alba y poder distinguirse el hilo*, nos venció la somnolencia, enmudecieron nuestras lenguas, nos cubrió con su manto el sopor, que jaleó hacia nosotros sus caballerías y sus soldados. Él se nos había mostrado, entre sus cualidades, como hombre honesto, nos había revelado el pozo pleno de su saber, hasta el punto de que nos hizo sentir por él un afecto familiar, y su bondad nos llevó a apreciarlo, e incluso a prometerle grandes cosas y a destinarle lo escogido de nuestra generosidad. Confiamos ciegamente en él, cosa que él no hizo. Nos dormimos en tal confianza, pero él no durmió. Cuando el sueño se había apoderado de nosotros, dejando caer su dulzura sobre nuestros ojos, él se deslizó reptando como la somnolencia, voló con el alcaraván, lanzó su mano sobre ropajes y objetos preciosos y quebró todos los sellos y candados. Dejó una nota que decía:
¡Oh, quien vaga errante en las tinieblas y en la oscuridad, / quien asciende de lo profundo a las cimas!
Mándale la paz y mis saludos a as Sa'ib, / aunque más merece la guerra que la paz,
y dile:¡Cuántas veces te has visto vencido por el sopor, / cuando la aurora surge y cae sobre las tinieblas,
y te ha traicionado la paz y la tregua! / ¡Y cuántas veces te ha engañado Salmà en Du Salam!
Si temes a la espada de la perdición / precávete también, no te alcance la perdición, contra la pluma.
Pues ambas son tajantes en sus insidias, / y certeras con sus flechas y sus dardos.
¡Cuán arduo me ha sido, pues afecto te tengo, / dejarte el dolor de mi maldad!»
 
*Práctica, ésta, la de distinguir un hilo blanco de uno negro, prescrita por el Alcorán para fijar el comienzo del día o de la noche.
 
     [El texto pertenece a la edición en español de Prensas Universitarias de Zaragoza, 1999, en traducción de Ignacio Ferrando. ISBN: 84-7733-508-7.]
 

lunes, 25 de febrero de 2019

Aquí la voz de Europa. (Alocuciones desde Radio Roma).- Ezra Pound (1885-1972)


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Sin título (26 de junio de 1943)

«Aquí la voz de Europa. Habla Ezra Pound.
 Una idea es coloreada por lo que contiene. Tomemos, por ejemplo, la más o menos teutónica idea del materialismo. Marx y Engels se divirtieron jugando con la filosofía de Hegel y desarrollaron lo que se ha dado en llamar materialismo marxista. Esto ha sido apresuradamente introducido en Rusia y, tras veinticinco años, ¿qué tenemos?
 Tenemos que aquellos esclavos aullantes se han lanzado a una cruzada puramente metafísica, típicamente rusa, locos como en los excesos medievales, absolutamente olvidados de las cuestiones materiales.
 Yo creo que todos admitiremos que el trabajador alemán, materialmente, está mucho mejor que su colega ruso. Materialmente hablando, la reforma industrial propuesta por Robert Owen y otros, como Sir John Hobhouse, aprobada por Marx, en sustancia, todas las metas británicas que indujeron a Marx a escribir su décimo capítulo, primer capítulo del "Capital", por lo que a mí concierne, bien, todas las metas tendentes a conseguir que el trabajador sea nutrido, vestido y alojado decentemente y tenga unas condiciones de vida y unos horarios de trabajo decentes, han sido alcanzadas más en Alemania que en Rusia, a pesar de las etiquetas y de los programas.
 Bien; una cierta propaganda enemiga afirma que Alemania se ha hecho comunista. Pero nadie puede acusar a Europa de haberse hecho rusa o acusar a Alemania de haberse hecho rusa.
 Marx observó a Inglaterra, razonó sobre Alemania, pero divagó sobre Rusia, país en el cual la investigación era imposible. Durante años nadie observó lo que realmente sucedía. Todo era metafísica: grandes programas y escasos resultados. Los rusos ignoraban ciertamente las condiciones de vida de los trabajadores extranjeros.
 ¿Qué ha producido todo esto? Acaso sea la naturaleza material del animal eslavo o del fanático tártaro. Sea como fuere, consideremos algunas de las palabras del programa.
 "Materialismo": ¿qué significa?
 ¿Lo mantenéis?
 ¿Lo mantenéis, sea lo que fuera lo que signifique? ¿O sois materialistas sólo a condición de que signifique alguna cosa en particular, alguna cosa preferible a otra?
 El viejo George Santayana se definía como materialista. Este hecho dejó estupefacto a William James. El viejo William le dijo al joven George que su filosofía, la filosofía de Santayana quiero decir, era corrupción organizada. No puedo concordar con el diagnóstico de James. Me parece que Santayana concuerda sustancialmente con Tomás de Aquino; quiero decir que el materialista Santayana terminó escribiendo un libro titulado "El Reino del Espíritu". De vez en cuando me dedico a su lectura, para aplacar la mente abrasada, cuando no me vuelvo hacia San Francisco o a Mencken.
 Y Tomás de Aquino afirma, en un cierto punto, que el alma es el primer acto de un cuerpo orgánico. Bien, le pregunté a Santayana qué quería decir y me dijo: "mentalidad". Me parece que se esconde detrás de un dedo. De cualquier modo, la definición materialista del alma parece ser que se trata del primer acto o de la primera acción, o de la primera condición de un cuerpo orgánico.
 ¡No me lo pregunte a mí!
 Yo estoy simplemente tratando de demostrar hasta qué punto una palabra, una idea, la palabra "materialista", puede ser regateada por personas que juegan con abstracciones. Aparentemente, todas estas cosas tienen valor metafísico.
 Pero volvamos a los grandes hechos materiales.
 Un materialista marxista, ¿prefiere las condiciones humanas al trabajo y el trabajo a las condiciones inhumanas?
 ¿Cuentan algo los progresos auténticos de las condiciones de los trabajadores alemanes, en un universo materialista?
 ¿O el materialista marxista prefiere al ruso trampeado en un estado metafísico, en el que nadie tiene un cuarto verdaderamente suyo?
 Pienso que esto cuenta. Pienso que es una cuestión de administración, de administración material.
 Soy favorable al control local.
 El principio del control local ha alcanzado algunos progresos en las últimas ocho semanas, en los periódicos y en las discusiones radiofónicas. Sobre el papel y en el éter, el Komitern se ha declarado favorable al control local de la administración.
 No se trata de una cuestión material ni de una cuestión metafísica. Pienso que importa muchísimo quien administra. Pienso que el futuro de cualquier partido, comunista o no, en los Estados Unidos, depende muchísimo de los hombres, de la personalidad de los hombres que la controlan.
 Estoy absolutamente a favor de la responsabilidad, de la responsabilidad personal.
 No logro comprender qué tiene que ver el principio del materialismo o de la metafísica con el fusilamiento de niños de tres años. No logro comprender la invasión de un país por otro (...) ¿el programa de todo grupo de idealistas, sean moscovitas o democráticos o, por mejor decir, plutocráticos, lleva a la disolución de esa nación o raza? Sería un campo de investigación muy interesante.»
 
   [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones de Nuevo Arte Thor, 1984, en traducción de Joaquín Bochaca. ISBN: 84-7327-079-7.]
 

domingo, 24 de febrero de 2019

Perdón.- Ida Hegazi Hoyer (1981)


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«No fue un frenazo gradual, no habíamos llegado a una estación. De pronto el tren frenó en seco, con toda la sequedad de que es capaz un tren, y el metal chirrió bajo nuestros pies. [...]
¿Sabes lo que ha sido eso?, me preguntaste. Y mi cara sólo debía expresar caos y rechazo, porque sonreíste y me pusiste la mano en el muslo, como para calmarme. No hay por qué preocuparse, dijiste, no es más que un suicidio.
 Y así empezaste. estabas enardecido. ¿Te cuento una cosa?
 Mueren innumerables personas en las vías de tren noruegas. Prácticamente a diario, hay alguien esperando su tren. Mujeres y hombres, jóvenes y ancianos, por todas partes en el país entero, prácticamente a diario. Se tumban sobre las vías y se ponen a esperar a la locomotora. A veces saltan. se sitúan sobre un puente o a la salida de un túnel y saltan en el momento en que llega el tren. Sucede rápido. A una velocidad vertiginosa, me imagino. La mayoría acaba despedazada mucho antes de que le dé tiempo a sentir el dolor. Como es bien sabido, los trenes no pueden frenar, no frenan del mismo modo que los coches. Y como es bien sabido, los trenes tampoco pueden desviarse, por mucho que quisiera el conductor. Cuando viene el tren, viene el tren. Y si se quiere morir, se quiere morir.    
 Tenías una neutralidad soberbia de la que creo que te enorgullecías. De hecho, en ese momento, te mostraste casi chulo. Trabajabas en la NSB, manejabas información reservada y lo que contabas no te daba ningún miedo, quizá incluso te hiciera cierta gracia. Ya sabes, dijiste, NSB no son las siglas de Norges StatsBaner, las líneas estatales noruegas, sino de Norges SelvmordsBaner, las líneas de suicidios noruegas.
 Pero, ¿cómo sabes que es eso lo que ha ocurrido ahora?, te pregunté. Habrá otros motivos por los que puede detenerse un tren, ¿no?
 No, me atajaste, no los hay, ¡ya lo verás! Y seguiste contándome cosas sobre los procedimientos y las rutinas que te habían enseñado. Como, por ejemplo, que los trenes nunca frenan por animales, que entrenan a los conductores para eso, paras ser capaces de atravesar una manada de renos o un rebaño de ovejas, una familia de alces o una jauría de perros salvajes, han de mantener la mirada al frente, pero acordarse siempre de llevar el tren a lavar una vez que llegan a su destino final. Hay un equipo especial de limpiadores de trenes, dijiste, es obligatorio que lo haya en todas las estaciones principales, un grupo de empleados que asumen la responsabilidad de la limpieza, y los mandan a cursos y a terapia, al igual que al hombre de la cabina de mando. Y ahora, dijiste, ahora nos hemos parado, así que puedes estar segura de que hay una persona tirada en las vías, quizá justamente aquí, debajo de nuestros pies y, antes de continuar, volviste a sonreír: Aunque persona, lo que se dice persona... Quizá ya no se la pueda llamar así.
 Vamos a quedarnos aquí media hora como mínimo, anunciaste. Por los altavoces dirán que tenemos problemas técnicos y en la próxima estación tendremos que cambiar de tren. Ya lo verás, repetiste. Y tuviste razón.
 Yo era incapaz de comprender que alguien se quitara la vida de esta manera, hablamos de eso durante la espera. Pero la conversación fue breve. ¿Qué tiene de incomprensible?, preguntaste y, en el fondo, nunca me atrevía a acercarme al lado opuesto de la comprensión.
 Con eso terminó la conversación. Con eso empezó tu monólogo.
 Me contaste que la Agencia Estatal de Estadística clasifica los suicidios en siete categorías distintas. No son demasiado minuciosos, se atienen a los siete métodos más frecuentes: el envenenamiento, el ahorcamiento o asfixia, y el disparo o materiales explosivos. Al decir materiales explosivos te reíste un poco y preguntaste: ¿Crees que hay mucha gente que se mata con dinamita? ¿O que celebra su propio festín de TNT? Luego están el ahogamiento, claro, las herramientas cortantes o punzantes, el salto desde lugares elevados y, por último, lo que llaman otros métodos o métodos no especificados. ¿Y qué falta entonces?, preguntaste, mirándome como para comprobar que te estaba siguiendo antes de contestarte a ti mismo: Pues lo que falta en la estadística son precisamente los trenes. Los ferrocarriles estatales no quieren hacer público que en el fondo son líneas de suicidios, por eso ocultan las cifras. Es cierto que los casos más evidentes se computan bajo la última categoría, pero para eso el sujeto prácticamente tiene que haberse atado a las vías, haber escrito una carta que no deje lugar a dudas y además tener una familia que no se oponga a reconocer un suicidio entre sus filas. Y con frecuencia no quieren. Con mucha frecuencia la familia prefiere creer, o prefiere hacer creer a los demás, que el hombre que paseaba a lo largo de las vías del tren sólo tuvo mala suerte, que se tropezó o se mareó y no logró apartarse a tiempo, que el zapato se le enganchó a la vía, algo así, lo que sea, y la compañía de ferrocarriles está más que dispuesta a colaborar, de modo que lo registran juntos como un "accidente". ¿Eres consciente de la cantidad de números opacos que hay?, me preguntaste. Se dice que hay números opacos en la evasión fiscal y en la violencia doméstica, pero, por Dios, ¡las mayores cifras opacas se esconden aquí! Ya te puedes imaginar, continuaste. Si son capaces de denominarlo accidente cuando una persona se planta en medio de las vías y se queda mirando apáticamente la locomotora que se precipita hacia ella, imagínate sobre cuántas otras cosas dan explicaciones incorrectas, todo lo que descartan de un plumazo como percances casuales. Y a continuación me hiciste una lista: Sobredosis, mediación errónea, lesiones por cortes, caídas, colisiones de coches, caminos resbaladizos, mala visibilidad, fallos técnicos, accidentes deportivos, accidentes laborales y tragedias festivas, no hay cifras, dijiste, de la cantidad de gente que se quita realmente la vida en nuestro precioso, sano y pequeño país. Por Dios, hay incluso gente que se prende fuego y aun así seguro que hay quien se empeña en malinterpretarlo. ¡Somos capaces de creernos cualquier cosa, coño! Verás, concluiste negando con la cabeza, sólo hay una manera de matarse sin dejar lugar a dudas y es la soga. Cuando la gente se cuelga del techo, es bastante difícil eludir la verdad, ¿no?
 Me sonreíste y me diste una palmada en el muslo. Tu ligereza resultaba excepcionalmente suave y tranquilizadora. Tenías ese don, esa especie de libertad intrínseca que nunca iba en serio, o que quizá fuera en serio, pero no al modo serio. Estás como una cabra, te dije, y creo que pudo sonar como algo positivo, al menos así te lo tomaste tú y, un poco más tarde, mientras esperábamos la llegada del siguiente tren en una estación intermedia, éramos esa pareja que se besa, se morrea y se mete mano en el andén, esa pareja sana y vitalista de veinteañeros despreocupados. Esos éramos nosotros.»
 
      [El texto pertenece a la edición en español de Nórdica Libros, 2017, en traducción de Cristina Gómez-Baggethun. ISBN: 978-84-16830-36-7.]
 

sábado, 23 de febrero de 2019

Mujer blanca soltera busca... .- John Lutz (1939)


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«Mayfair estaba sentado ante su inmenso escritorio de Fortune Fashions, delante de un ordenador IBM, y se puso a ejecutar las operaciones que Allie Jones le había enseñado. Con gran seguridad, sus dedos pulsaron las teclas grises con destreza. Aquella tía había hecho un trabajo excelente a la hora de programar: inventarios, nóminas, gráficos de ventas y proyecciones de procesos productivos quedaron reducidos a órdenes relativamente simples. Allie había explicado a Mayfair que ya había diseñado la mitad del proyecto, lo que significaba que había llegado el momento de hacer lo que Mayfair se había propuesto desde que vio a Allie Jones. ¿Por qué no? Cuando eras vicepresidente de una empresa como Fortune Fashions, ciertas prerrogativas son cosa hecha.
 Allie había invertido demasiado tiempo en aquel programa para Fortune Fashions y se exponía a perder muchísimo dinero. Sin duda, sería vulnerable a las presiones. Hacía poco que había roto con el tipo que se la tiraba, un tal Sam-no-sé-qué, por lo que recordaba. Mayfair llegó a la conclusión de que Allie estaba a punto. En la vida era decisivo calcular el momento exacto.
 Claro que no se lo diría tan claramente. Era demasiado hábil para cometer ese error. Sin embargo, Mayfair dejaría caer que ahora él ya sabía lo suficiente para contratar a otro programador que concluyese la tarea iniciada por Allie. A estas alturas hasta Elaine, su secretaria, podía ocuparse del ordenador. Los sistemas básicos de software estaban conectados, por lo que no planteaban problemas. Allie había cobrado un pequeño anticipo. Paulatinamente, a lo largo de la semana, pondría de manifiesto que si Allie quería terminar el encargo de Fortune Fashions y llegar al gran día de cobrar el trabajo, él formaba parte del acuerdo. No era algo tan insólito, probablemente a Allie ya le había tocado abrirse de piernas por asuntos de trabajo. Mayfair estaba seguro de que aquello estaba incluido en los encargos que le hacían, de que formaba parte del trato desde el primer momento porque, de lo contrario, no había nada que hacer. Ninguna mujer necesitaba un ordenador para hacer esas deducciones. Seamos claros, la programación es la programación, gajes del oficio.
 La puerta de la sala de espera se abrió y los ruidos del tráfico, diez plantas más abajo, se filtraron en el lujoso despacho, prácticamente insonorizado, de Mayfair. La alfombra y las gruesas cortinas, el aterciopelado papel de la pared y los muebles tapizados parecían absorber hasta los sonidos que se producían en el despacho.
 Elaine, alta y demacrada como una modelo y ataviada con un traje de la colección de otoño de Fortune Fashions, entró e hizo con la cabeza una ligera señal a Mayfair. Cinco años atrás habían vivido un ardoroso y frenético enredo, al que casi nunca se referían. En su momento, Elaine supo que acostarse con Mayfair era requisito previo para acceder a su puesto. Era prácticamente el mismo dilema con que ahora se enfrentaría Allie.
 En aquella época Elaine estaba casada, pero él no era celoso. Aquella circunstancia no tendría que haber creado problemas. Nadie le había pedido a Elaine que se dejara devorar por la culpa y le contara con pelos y señales la historia a su marido, que se puso hecho un energúmeno y fue a buscar a Mayfair a su casa. A su puñetera casa, donde estaban ni más ni menos que su esposa e hijos. ¡Joder con la escenita! ¡Vaya noche!
 Mayfair perdonó a Elaine aquella metedura de pata e incluso la ayudó a buscar el apartamento en el que aún vivía sola. Resultó que fue lo mejor que le podía pasar a aquella zorra en la vida. Ahora se lo pasaba genial, salía constantemente con varios tíos a la vez y aceptaba sus atenciones. Claro que no era una putilla, sino secretaria. Mayfair estuvo a punto de sonreír.
 La escena con el marido de Elaine aceleró su divorcio que, por otra parte, era inevitable. Janice, su ex, y los niños vivían en Buffalo. Todos estaban mejor así. Por descontado que él era más feliz. Se dijo que, indirectamente, debía agradecérselo a Elaine.
 Mayfair se repantigó en su silla giratoria acolchada y examinó a su secretaria cuando ésta se agachó para abrir un cajón del archivador. Elaine aún tenía cintura de avispa, culo prieto y un excelente par de piernas.
 Elaine se irguió y se alisó la falda. Cuando estiró el pie para acomodarse el tacón, se le marcó el músculo de la pantorrilla. Era muy sexi. Sostenía en la mano la carpeta que se había inclinado a buscar.
 Se giró y clavó en Mayfair sus ojos maquillados.
 -¿Allie Jones vendrá hoy?
 -Está citada -respondió Mayfair.
 Allie enseñaba a Elaine el manejo del ordenador. Su secretaria aprendía deprisa y continuaría haciéndolo. Mayfair se lo comentaría a Allie para sugerirle que la empresa ya no necesitaba tanto sus servicios. A decir verdad, a estas alturas ni siquiera era imprescindible. Mayfair le daría a entender que no tenía de qué preocuparse, que podía incrementar su utilidad en otros aspectos.
 Alrededor de las diez Allie y Elaine se aislarían en un rincón de la sala de espera. Elaine se instalaría delante del nuevo ordenador mientras Allie se acomodaba a su lado, en la silla nórdica roja y marrón que habitualmente se hallaba junto a la pared. Con gran paciencia y profesionalidad, Allie explicaría a Elaine lo que hacía correctamente y en qué se equivocaba. Maestra y discípula se llevaban bien, ambas era espabiladas y dúctiles.
 Mayfair sonrió. Aquellas dos mujeres no tardarían en tener algo más en común.»
 
     [El texto pertenece a la edición en español de Círculo de Lectores, 1994, en traducción de Horacio González Trejo. ISBN: 84-226-4911-X.]