Cuarto mandamiento: el mandamiento de la familia
¿Por qué hay que honrar a los padres?
«Desde el punto de vista del legislador, porque eso requiere el orden de la sociedad. Es necesario para mantener los valores y los comportamientos en que se basan las instituciones económicas y políticas en torno a las cuales se organizan los individuos y se ligan entre sí. Los marxistas lo explican a su manera como una necesidad de mantener las relaciones de producción a través del tiempo (los proletarios tienen que engendrar proletarios en familias proletarias), y como una forma de organizar la transmisión de la propiedad entre generaciones (los capitalistas generan nuevos capitalistas en familias capitalistas). Puede que algo de verdad tengan en ello, aunque la familia no es un invento del capitalismo, porque es anterior a cualquier sombra del sistema. Quizá el capitalismo la reinventó o la adaptó a sus fines. De todas maneras, en una familia socialista también habría que plantearse las obligaciones mutuas entre padres e hijos aunque fueran de distinta naturaleza e intensidad. La cuestión nos puede llevar lejos y apartarnos del sencillo objetivo de este libro.
Para los hijos el honrar a los padres se basa en el instinto, el agradecimiento, la solidaridad y su propia conveniencia. El instinto les lleva a los recién nacidos a reconocer la dependencia absoluta que tienen de su madre -o de una mujer que fingiera como tal- y les crea el reflejo, que se va desarrollando poco a poco, de depender de sus padres, esas personas que se relacionan con ellos con atenciones, cuidados y cariños. El instinto les lleva gradualmente a reconocer en los padres sus bienhechores por excelencia, los que tienen las claves inmediatas de su bienestar presente y futuro. El instinto efectivamente dicta sumisión interesada y los comportamientos que son necesarios para asegurar los beneficios de la dependencia y la sumisión. El agradecimiento tiene que nacer espontáneamente ante el cúmulo de cuidados, servicios y dádivas que recibe el niño, cosas que acaba considerando como un derecho adquirido, pero que naturalmente generan en ellos un sentimiento de especial benevolencia hacia los autores de estos favores. Este sentimiento se va reforzando, si no hay accidentes en la relación, con la apreciación intelectual de lo que los padres representan como facilitadores de oportunidades y recursos para el crecimiento y desarrollo de los hijos y de los esfuerzos y, a veces, sacrificios que hacen para ello.
La solidaridad, esa inclinación o deber natural a interesarnos por todos los que tienen que ver con nosotros, entra pronto en juego en las relaciones de los hijos para con sus padres, por ser los seres más próximos y normalmente los más queridos. La pietas romana, que traducida por "piedad" no dice tanto, es la compulsión interna que lleva a respetar, querer y obedecer a los padres, que hace sentir hacia ellos una ternura muy especial, que, aun en la edad madura, va normalmente combinada con los dictados ciegos del instinto, el agradecimiento explícito del niño y las consideraciones éticas o morales propias de los adultos. Y en definitiva, mientras los hijos tengan que convivir con sus padres, es en su propio interés desarrollar una actitud positiva hacia ellos, un talante de comprensión, adaptación y sumisión, en los términos que luego voy a explicar, y que podemos aproximar con el concepto de "honrar a los padres", por su propia conveniencia, naturalmente.
Las obligaciones de los padres para con los hijos
Es un error pensar que este mandamiento es unidireccional, es decir que sólo impone una obligación a los hijos hacia los padres. Siendo el mandamiento de la familia, tiene que ser lógicamente simétrico e incluir obligaciones de los padres hacia los hijos. Según se entiende comúnmente, el mandamiento contiene efectivamente una obligación de los padres para con los hijos, además de una obligación de los padres entre sí. En realidad se trata de la obligación compartida de todos en mantener la familia.
Las obligaciones de los padres para con los hijos empiezan con determinaciones naturales. Los hijos nacen totalmente indefensos y desvalidos. Los padres tienen que defenderlos y protegerlos. Ellos son los responsables de haberles traído al mundo y no les pueden dejar de ninguna manera en su primigenia indefensión. Esta obligación sigue vigente mientras los hijos no hayan desarrollado defensas para valerse por sí mismos en la lucha por la vida. Abandonar a los hijos cuando no se pueden valer por sí mismos es un crimen enorme. Así, en general, el principio está claro. Otra cosa es cómo se aplica en la práctica. ¿Cuándo cesa la indefensión de los hijos y la obligación de protección de los padres? ¿Cuándo tienen 12 ó 13 años, como en muchos países subdesarrollados, o a los 30, como en Irlanda y en algunos países de Europa? Es cuestión de cultura.
Muchos padres están dispuestos a aceptar estas responsabilidades pero exigen a cambio un fuerte tributo. Exigen a sus hijos una sumisión total y una obediencia ciega a sus mandatos. Esta actitud me parece equivocada. Los padres no son propietarios de los hijos, ni los hijos son sus súbditos o siervos. Los padres, por lo tanto, no tienen derecho a exigir una sumisión y una obediencia impropia de seres autónomos y libres. Y si lo hacen, faltan contra este mandamiento. La base de la relación -es necesario recordarlo- es el amor, que genera mutua comprensión, mutuo respeto, tolerancia y adaptación. Esto no es decir que los padres deben ser unos "bragazas" y dejar hacer a sus hijos todo lo que quieran; es decir que los padres deben ejercer su autoridad teniendo en cuenta que la ejercen con seres autónomos y libres, y que por lo tanto esa autoridad está limitada por los derechos personales de los hijos.
Este equilibrio es difícil y muchos padres salen de la contradicción que les supone mandar y respetar los derechos de los hijos, renunciando a ejercer su autoridad, aislándose de lo que hacen sus hijos y procurando que sus acciones no perjudiquen su paz de espíritu, su bolsa y su tranquilidad personal. Mientras estas cosas no se vean comprometidas, les dejan hacer lo que quieran, en franco abandono de sus responsabilidades. Llegan así a distanciarse de ellos al cabo de cierto tiempo, a desinteresarse de lo que hacen y acaban viendo a los hijos como unos extraños o unos expatriados. La verdad es que para los padres de una cierta edad, una cierta cultura, productos de una educación rígida y estricta, las relaciones con los hijos después de una cierta edad pueden ser difíciles y oscilan entre el enfrentamiento y el abandono. Mucho depende también de los comportamientos de la otra parte.
A los padres les podemos aconsejar prudencia y humildad, además de cariño y firmeza para con sus hijos, en la difícil tarea de educarlos. En primer lugar porque no hay ninguna garantía de que los padres sean propietarios de la verdad.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Ariel, 1998. ISBN: 84-344-1179-2.]
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