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«Mayfair estaba sentado ante su inmenso escritorio de Fortune Fashions, delante de un ordenador IBM, y se puso a ejecutar las operaciones que Allie Jones le había enseñado. Con gran seguridad, sus dedos pulsaron las teclas grises con destreza. Aquella tía había hecho un trabajo excelente a la hora de programar: inventarios, nóminas, gráficos de ventas y proyecciones de procesos productivos quedaron reducidos a órdenes relativamente simples. Allie había explicado a Mayfair que ya había diseñado la mitad del proyecto, lo que significaba que había llegado el momento de hacer lo que Mayfair se había propuesto desde que vio a Allie Jones. ¿Por qué no? Cuando eras vicepresidente de una empresa como Fortune Fashions, ciertas prerrogativas son cosa hecha.
Allie había invertido demasiado tiempo en aquel programa para Fortune Fashions y se exponía a perder muchísimo dinero. Sin duda, sería vulnerable a las presiones. Hacía poco que había roto con el tipo que se la tiraba, un tal Sam-no-sé-qué, por lo que recordaba. Mayfair llegó a la conclusión de que Allie estaba a punto. En la vida era decisivo calcular el momento exacto.
Claro que no se lo diría tan claramente. Era demasiado hábil para cometer ese error. Sin embargo, Mayfair dejaría caer que ahora él ya sabía lo suficiente para contratar a otro programador que concluyese la tarea iniciada por Allie. A estas alturas hasta Elaine, su secretaria, podía ocuparse del ordenador. Los sistemas básicos de software estaban conectados, por lo que no planteaban problemas. Allie había cobrado un pequeño anticipo. Paulatinamente, a lo largo de la semana, pondría de manifiesto que si Allie quería terminar el encargo de Fortune Fashions y llegar al gran día de cobrar el trabajo, él formaba parte del acuerdo. No era algo tan insólito, probablemente a Allie ya le había tocado abrirse de piernas por asuntos de trabajo. Mayfair estaba seguro de que aquello estaba incluido en los encargos que le hacían, de que formaba parte del trato desde el primer momento porque, de lo contrario, no había nada que hacer. Ninguna mujer necesitaba un ordenador para hacer esas deducciones. Seamos claros, la programación es la programación, gajes del oficio.
La puerta de la sala de espera se abrió y los ruidos del tráfico, diez plantas más abajo, se filtraron en el lujoso despacho, prácticamente insonorizado, de Mayfair. La alfombra y las gruesas cortinas, el aterciopelado papel de la pared y los muebles tapizados parecían absorber hasta los sonidos que se producían en el despacho.
Elaine, alta y demacrada como una modelo y ataviada con un traje de la colección de otoño de Fortune Fashions, entró e hizo con la cabeza una ligera señal a Mayfair. Cinco años atrás habían vivido un ardoroso y frenético enredo, al que casi nunca se referían. En su momento, Elaine supo que acostarse con Mayfair era requisito previo para acceder a su puesto. Era prácticamente el mismo dilema con que ahora se enfrentaría Allie.
En aquella época Elaine estaba casada, pero él no era celoso. Aquella circunstancia no tendría que haber creado problemas. Nadie le había pedido a Elaine que se dejara devorar por la culpa y le contara con pelos y señales la historia a su marido, que se puso hecho un energúmeno y fue a buscar a Mayfair a su casa. A su puñetera casa, donde estaban ni más ni menos que su esposa e hijos. ¡Joder con la escenita! ¡Vaya noche!
Mayfair perdonó a Elaine aquella metedura de pata e incluso la ayudó a buscar el apartamento en el que aún vivía sola. Resultó que fue lo mejor que le podía pasar a aquella zorra en la vida. Ahora se lo pasaba genial, salía constantemente con varios tíos a la vez y aceptaba sus atenciones. Claro que no era una putilla, sino secretaria. Mayfair estuvo a punto de sonreír.
La escena con el marido de Elaine aceleró su divorcio que, por otra parte, era inevitable. Janice, su ex, y los niños vivían en Buffalo. Todos estaban mejor así. Por descontado que él era más feliz. Se dijo que, indirectamente, debía agradecérselo a Elaine.
Mayfair se repantigó en su silla giratoria acolchada y examinó a su secretaria cuando ésta se agachó para abrir un cajón del archivador. Elaine aún tenía cintura de avispa, culo prieto y un excelente par de piernas.
Elaine se irguió y se alisó la falda. Cuando estiró el pie para acomodarse el tacón, se le marcó el músculo de la pantorrilla. Era muy sexi. Sostenía en la mano la carpeta que se había inclinado a buscar.
Se giró y clavó en Mayfair sus ojos maquillados.
-¿Allie Jones vendrá hoy?
-Está citada -respondió Mayfair.
Allie enseñaba a Elaine el manejo del ordenador. Su secretaria aprendía deprisa y continuaría haciéndolo. Mayfair se lo comentaría a Allie para sugerirle que la empresa ya no necesitaba tanto sus servicios. A decir verdad, a estas alturas ni siquiera era imprescindible. Mayfair le daría a entender que no tenía de qué preocuparse, que podía incrementar su utilidad en otros aspectos.
Alrededor de las diez Allie y Elaine se aislarían en un rincón de la sala de espera. Elaine se instalaría delante del nuevo ordenador mientras Allie se acomodaba a su lado, en la silla nórdica roja y marrón que habitualmente se hallaba junto a la pared. Con gran paciencia y profesionalidad, Allie explicaría a Elaine lo que hacía correctamente y en qué se equivocaba. Maestra y discípula se llevaban bien, ambas era espabiladas y dúctiles.
Mayfair sonrió. Aquellas dos mujeres no tardarían en tener algo más en común.»
[El texto pertenece a la edición en español de Círculo de Lectores, 1994, en traducción de Horacio González Trejo. ISBN: 84-226-4911-X.]
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