sábado, 2 de febrero de 2019

Escritos escogidos.- Justus Möser (1720-1794)


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Fantasías patrióticas
3.-La felicidad de los mendigos 

«Hace poco vi a un artesano que ya a las cuatro de la mañana estaba trabajando con su mujer en el taller. El hombre me pareció alegre y contento; la mujer, sin embargo, parecía hilar con un apresuramiento un tanto temeroso. A una pequeña advertencia mía de que se iba a matar trabajando, contestó sollozando: "¡Ay! Tengo ocho hijos muy inquietos." Y en ese momento entraron los cuatro mayores dispuestos a rezar y trabajar. El cuadro era más que conmovedor. El hombre me contó, con un auténtico orgullo, que se esforzaba mucho para ir por el mundo con su familia siendo un hombre honrado, y de qué forma tan visible Dios había bendecido su aplicación y orden. "Al principio -añadió- ocurría con frecuencia que sólo teníamos pan y agua para comer pero gozábamos de buena salud y estábamos contentos; hasta que por fin Dios nos bendijo con hijos, y con ellos aumentó mi ganancia diaria. Me costó trabajo, mucho trabajo -concluyó-; pero tengo pan, y estoy contento."
 Comparé esta escena a otra que me ocurrió una vez en Londres, en una bodega en la feligresía de St. Giles. El señor Schuter, un famoso actor del Covent-Garden, que por aquel entonces precisamente estudiaba las clases bajas para reflejarlas de un modo un tanto cómico y lograr así un conocimiento completo del high life below stairs, me condujo allí. La criada que nos recibió, colocó rápidamente una escalera, por la cual bajamos, e inmediatamente la retiró para que no pudiésemos escaparnos sin pagar. En el sótano encontramos diez mesas limpias de las que colgaban largas cadenas con cuchillos y tenedores. Nos sirvieron una buena sopa de carne de vaca, alrededor de cuatro onzas de carne con mostaza, un puding de guisantes con unas seis onzas de tocino, dos trozos de buen pan recién hecho y dos vasos de cerveza. Antes de comer, la lavandera nos pidió la camisa para lavarla y secarla durante la comida; todo esto por dos peniques y medio o dieciséis peniques de nuestra moneda, incluida la ropa. Al margen de esta descripción, los domingos no se lava ninguna camisa y, a cambio, le sirven a uno en la comida media onza de carne de vaca mechada con patatas.
 En este sótano nos encontrábamos en compañía de mendigos callejeros; pero como antes nos habíamos procurado una vestimenta adecuada en el mercado viejo, pronto confraternizamos con ellos, e inmediatamente nos hicieron el honor de tomarnos por ladrones o mendigos de otra parroquia. De cualquier forma nos acostumbramos fácilmente a su manera despreocupada y agradable de vivir.
 En primer lugar, cada uno contó las ganancias del día y especialmente los ciegos honraban a otros dos haciéndoles contar sus ingresos para que, así, sus guías no les pudieran engañar. Entre ellos no había ninguno que no hubiese conseguido mendigando el doble o el triple de lo que podía ganar en un día un artesano aplicado. Después, una vez puesta en orden la cuestión monetaria, y tras haber terminado de comer, todos pidieron, como de costumbre, un vaso grande de cerveza bien fuerte, que fue vaciado a la salud de todas las almas caritativas. Posteriormente los viejos tocaron música de baile, y era un placer contemplar con qué habilidad los mendigos y las mendigas bailaban unos con otros, incluso aquellos que durante el día eran paralíticos. Las canciones callejeras más vulgares acompañaban a estos movimientos, hasta que finalmente sobrevenía la tan esperada sed. Entonces se preparaba un ponche bien fuerte con cerveza caliente y ron, se leía entre tanto el periódico y se pasaba la velada de la manera más entretenida hasta las tres de la madrugada, bebiendo y haciendo juicios políticos sobre el ministerio.
 Pero, en general, el ser mendigo tiene muchas cosas agradables. Nuestro placer no se fomenta con nada mejor que con una gran cantidad de necesidades. Quien pasa mucha sed, hambre y frío, le produce infinitamente más placer la comida, la bebida y el calor que a uno que posee de todo esto en abundancia. ¿Qué tipo de rey es aquél que nunca pasa hambre o sed, que con frecuencia necesita a veinte grandes y pequeños siervos para que le encuentren una nueva cosquilla  frente a un mendigo de éstos, que soporta durante seis horas al día frío, lluvia, sed y hambre y que con esto excita todas sus necesidades al máximo, pero que ahora se sienta ante un buen fuego, recuenta el dinero mendigado, disfruta lo mejor de lo mejor y tiene el placer de saciar su deseo de forma furtiva? Duerme tranquilo y despreocupado, no paga ningún impuesto, no hace ningún servicio, vive sin que le busquen, le pregunten, le envidien, o le persigan; no reciba ni contesta ningún cumplido; sólo necesita diariamente una única mentira; no se sonroja por un agujero en el calcetín; se rasca sin timidez donde le pica; toma una mujer y se separa de ella sin costarle nada y sin proceso alguno; engendra hijos sin tener que calcular con temor cómo los va a mantener; vive y viaja seguro de los ladrones; considera cualquier alojamiento cómodo y encuentra pan en cualquier lugar; no sufre en la guerra ni ante amigos falaces; le hace frente al gran señor y es ciudadano del mundo. Todo lo que en apariencia le falta es la delicadeza o aquella educada repugnancia con la que despreciamos todo aquello que no es bello. Pero, ¿quién es, en el fondo, el más feliz: el hombre que se puede tragar a gusto un trozo de pan, aunque tenga arena, o el escrupuloso que en todos los albergues tiene que pasar hambre porque no se ha traído a su cocinero? ¿Y cuánto no enriquece el campo de los placeres aquel a quien le sabe bien este pan?
 ¿Cuán pesada es, por el contrario, la situación del trabajador artesano que de la mañana a la noche se afana por alimentarse él y su familia con el sudor de su frente? Todas las cargas públicas caen sobre él. Se echa a temblar a cada disputa de los que están por encima de él. Para mantenerse y obtener el respeto y crédito necesarios tiene que alimentarse muchas veces de agua y pan, pasar la noche con temerosa preocupación y derramar una lágrima tras otra en secreto. Si de tal suerte comparo al trabajador honrado con el mendigo, he de confesar que es una gran tentación el preferir mendigar a trabajar. Lo único que hasta ahora le falta al mendigo es lo siguiente: que obtiene su sustento de manera poco honrosa. Me gustaría remediar esta carencia rápidamente.»
 
   [El extracto pertenece a la edición en español de Editora Nacional, 1984, en traducción de María Luisa Esteve Montenegro. ISBN: 84-276-0647-8.]

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