domingo, 10 de febrero de 2019

Vida en familia.- Viola Roggenkamp (1948)


Resultado de imagen de viola roggenkamp 
Capítulo sexto

«A mi padre no le gusta lo que hace, su mujer lo haría el doble de bien. Vender. Aún no le ha pedido nunca hacerlo en su lugar. Vera y yo tememos a veces que ella se lo pida, entonces él ya no podría hacerlo, y a veces esperamos que se lo diga pues tememos que hace ya tiempo que no puede. Pero ella cree que es bueno para él estar regularmente fuera, lejos de ella y lejos de nosotras. Eso mantiene vivo el amor, cree ella.
 Cuando vuelve de sus viajes, desembucha todo lo que ha tenido que tragar de los clientes. Anécdotas de encuentros entre colegas, y que a los judíos ya vuelve a irles un poco bien. Mi madre se enfada, él se enfada, pues qué quieres que haga, tengo que ganar dinero como sea. Yo lo entiendo, dejo que Annegret abuse un poco de mí para que no me haga peor.
 Deberíamos habernos ido de aquí, dice mi padre como si nos hubiéramos perdido para siempre una pequeña oportunidad, y Vera dice sí, por ejemplo a Israel.
 Mi madre no ha querido nunca ir a Israel. Quisieron una vez ir a Israel cuando no sabían a qué otra parte ir. Tras la liberación. En América las fronteras se habían vuelto impenetrables, había ya demasiados judíos. Así pues, a Israel. Pero a Israel sólo podían ir judíos y mi padre no es judío. Si mi madre se hubiera casado con un judío, habría sido más fácil para nosotros, para Vera y para mí. Así, en nosotras hay una separación, la mitad para él, y la mitad para ella, si yo tuviera que elegir siempre escogería el lado de mi madre, ser judío es mejor que no ser judío, especialmente si se es alemán, y eso es lo que somos. Vera y yo constamos de tres partes, qué complicadas somos, judía, no judía y alemana.
 Mi padre entiende a los hebreos que no lo querían en su país. Eso pone furiosa a mi madre, que dispara sus palabras, como hizo contra el responsable de la organización de ayuda a los judíos, que no quería dejar entrar a mi padre, mi madre se inflamaba entre las patatas cocidas sobre nuestros platos. Estábamos sentados a la mesa. No habría podido perdonarme nunca en la vida, nunca, dijo, si me hubiera quedado en la comunidad judía. Mi madre se dio de baja de la comunidad judía. Lo hizo por su marido. Pero ese hecho no la deja en paz. Vera y yo estamos acostumbradas a comer y a hablar al mismo tiempo, bajo la descarga de mi madre no podíamos abrir la boca para empujar con el tenedor un trozo de patata o algo de hígado de ternera con cebollas. Ella y su madre le deben la vida a su amado marido, y ahí estaba ese judío exigiéndole que lo dejara, a su marido, que había arriesgado la vida en todo momento por ella, una y otra vez, por ello lo detuvieron, naturalmente que a ella también, a ella y a su madre, pero ellas eran judías al fin y al cabo, pero él, mi madre masticaba y engullía y tragaba, con el cuchillo cortaba el hígado, echaba al lado salsa de carne rosa. Él había estado en la cárcel por amor a ella, eso no debería haberlo hecho, durante meses en una celda de castigo, torturado y vejado por la Gestapo, llevado a juicio, humillado, y mi padre le cogió la mano que empuñaba el cuchillo, está bien, querida, yo lo quise así, dijo él, y ella se aparta de él, ay, Paul, cómete ya el hígado, que se te va a enfriar, es que no te gusta el hígado de ternera, está riquísimo, lo he comprado del bueno por amor a ti, todavía ni lo has probado, y nunca pensaste en dejarme.
 No, respondió él.
 Ah, pues yo sí te habría dejado, exclamó ella en tono amenazador, y mi padre se rio y se puso colorado. Si me hubieras dejado, dijo ella, habrías sido hombre muerto para mí y yo no habría hecho ningún intento por recuperarte. Él se había agarrado al borde de la mesa. Y ella lo salvó. Tú te quedaste con nosotros, nos salvaste, y por eso me di de baja de la comunidad judía. Vosotros no sois mejores que los nazis, le gritó ella al hombre de la organización de ayuda a los judíos, y gritaba y gritaba entre el hígado de ternera y las patatas asadas, la expresión leyes raciales salió de su boca como un corcho de cava. No sois mejores que los nazis. La frase le hizo daño. Prepáreme los papeles, le ordenó. Él había soportado mudo la orden de que le preparara inmediatamente los papeles pero qué papeles, había preguntado él perplejo e irritado, es que quiere usted aún ir a la Tierra de Israel.
 Yo me refería naturalmente, mi madre miró sonriendo desde su hígado de ternera, a que debía prepararme los papeles de la baja de la comunidad judía, y él pensaba que yo quería irme a Israel. Y me di de baja, así es vuestra madre, en mí se había llegado a un punto, a ese punto exacto en el que, cuando se alcanza, todo se ha terminado.
 Cada palabra le dolía y ella dejaba notar su dolor. Nosotras tenemos que apoyarla, nosotras somos sus hijas, debemos apoyarla a ella y a él. No queda otra posibilidad, de lo contrario, apaga y vámonos. Ellos hicieron todo correctamente, y han sobrevivido. De repente se le ocurrió algo a mi madre, y su expresión agitada pareció remitir un poco. Pero vuestra abuela se quedó dentro y, volviéndose a su madre, tú formas parte de la comunidad judía, mami.
 Sí, yo no me di de baja. Fue decisión tuya, Alma.
 Y yo me alegro de que no te dieras de baja, dijo mi padre a su suegra. Ella asintió sin dejar de mirarlo, y tú no te pasaste al otro lado. Exacto, dijo él contento. Los dos se entendían.
 Y qué pasa con nosotras, estamos nosotras dentro, Fania y yo, preguntó Vera.
 No, contestó mi madre, porque yo ya no estoy dentro.
 Pero podríamos entrar sin ti.
 Sí, dijo mi abuela, vosotras sois judías, por vuestra madre.
 Yo no cuento, dijo mi padre, riendo. Pero no me importa, lo entiendo.
 O sea, que entonces podría entrar mañana, no, preguntó Vera.
 Para qué quieres tú entrar, preguntó mi madre enfadada, tú no tienes la menor idea de judaísmo.
 Porque tú no quieres, por eso tus hijas no tienen la menor idea, nuestra abuela sí sabe cosas, las aprendió en la escuela para chicas israelitas. Deja a tu madre que decida, exclamó Vera, nosotras podríamos festejar las fiestas judías regularmente, alguna vez hemos celebrado la pascua, por qué no siempre.
 Id a la sinagoga si queréis, gritó mi madre, id a la bendición, comed sólo lo que manda la ley judaica, por mí podemos celebrar el año nuevo judío y el jom kippur, pero no me toquéis mis navidades, es tan bonito cuando celebramos la nochebuena, nadie celebra nochebuena como nosotros, verdad, Paul. Yo soy judía. Lo soy. Pero no tengo por qué pertenecer a ninguna comunidad y puedo tomarme una ensalada de cangrejo siempre que me apetezca. No es culpa mía que los cangrejos no estén permitidos por la ley judía. Yo no tengo nada contra los cangrejos. No será comida permitida según la ley judía, pero a mí me gustan.»
 
    [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Buchmann, 2008, en traducción de Bernardo Moreno Carrillo. ISBN: 978-84-935-312-7-0.]

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Realiza tu comentario: