Libro II
Los esclavos
«La mujer no se casa antes de los dieciocho años; el varón no antes de cumplidos cuatro más. Si antes del casamiento el varón o la mujer es convicto de livianidad furtiva se reprende seriamente a él o a ella y a ellos se les veda del todo el casamiento a menos que la venia del príncipe dispensara la pena; pero tanto el padre como la madre de familias en cuya casa se dio entrada al crimen incurren en grande infamia por haber guardado poco diligentemente sus obligaciones. Toman satisfacción de esta fechoría tan severamente porque se dan cuenta de antemano que serían raros los que se adherirían al amor conyugal, en el que ven han de pasar toda la vida con uno solo y soportar además todas las molestias que ello trae consigo, si no se les aparta diligentemente del concúbito indiscriminado.
En la elección del cónyuge observan ellos seria y severamente un rito ineptísimo (como nos pareció a nosotros) y sobremanera ridículo. A la mujer, en efecto sea virgen o viuda, la exhibe desnuda ante el pretendiente una matrona grave y honesta, y, a su vez, un varón probo pone desnudo ante la muchacha al pretendiente. Como nosotros, riéndonos, desaprobáramos esta costumbre como inepta, ellos, por el contrario, mostraron su admiración por la estulticia insigne de todas las demás gentes, quienes siendo tan cautos a la hora de comprar un potrillo, donde se trata de unas pocas monedas, que aunque está casi desnudo, se niegan a comprarlo antes de quitada la silla y levantadas todas las mantillas por temor de que bajo esas coberturas se oculte alguna llaga, a la hora de elegir cónyuge, asunto del que va a depender el placer o el asco de por toda la vida, obran tan negligentemente que, estando oculto por los vestidos el resto del cuerpo, evalúan a la mujer entera por una porción de apenas un solo palmo (pues aparte del rostro no se deja ver nada) y la toman para sí no sin gran riesgo de congeniar de mala manera (si hay algo después que repugne). Pues no todos son tan discretos que hagan cuenta únicamente de los aspectos morales; y además, en los casamientos de los discretos mismos las dotes del cuerpo aportan un complemento no escaso a las virtudes del espíritu. Ciertamente, bajo esas envolturas puede ocultarse una deformidad tan fea que sea parte a extrañar toda inclinación por la esposa cuando ya no es lícito separarse en cuanto al cuerpo. Si esta deformidad ocurre por algún accidente después de contraídas las nupcias, se impone que cada cual cargue con su suerte, pero antes debe precaverse por las leyes que a nadie se le seduzca con engaños.
Y esto hubo de cuidarse con tanta mayor solicitud cuanto en aquellas regiones del orbe sólo ellos se contentan cada uno con un solo cónyuge, y no es frecuente que el matrimonio se disuelva de otra forma que con la muerte, a no ser cuando entra en cuestión el adulterio o el perjuicio por causa de una conducta moral que no hay por qué soportar. En efecto, concedido por el senado el permiso de cambiar de cónyuge al perjudicado de este modo, el otro lleva para siempre una vida infame a la vez que célibe. De otra parte no admiten de ninguna manera repudiar contra su grado a la cónyuge que no tiene culpa de que el ajamiento se haya apoderado de su cuerpo, pues, por un lado, juzgan cruel abandonar a alguien cuando más necesita de consuelo y, por otro, la expectativa para la vejez sería incierta y endeble porque atrae enfermedades y es ella misma una enfermedad.
Sucede por cierto a veces que cuando el modo de vida de los cónyuges no se armoniza suficientemente, si ambos encuentran otros con los que esperan vivir más dichosamente, separados con el beneplácito de los dos, contraigan nuevos matrimonios; no, sin embargo, sin la autorización del senado, el cual no admite los divorcios hasta que la causa haya sido diligentemente examinada por sí mismos y sus mujeres. Y ni aún así es fácil, porque saben que la cosa menos útil para afianzar el amor de los cónyuges es ponerles a la mano la fácil esperanza de unas nuevas nupcias.
Castigan a los profanadores del matrimonio con la más dura esclavitud, y, si ninguno de los dos era célibe, los que han padecido la ofensa, repudiados los adúlteros, se unen entre sí en matrimonio si quieren, si no, con quienes les parezca. Mas si uno de los lesionados perdura en el amor hacia un cónyuge que tan mal lo merece, no le está prohibido usar de la ley del matrimonio si quiere seguir al condenado a trabajar. Y sucede a veces que la penitencia del uno y la oficiosa solicitud del otro, moviendo a conmiseración al príncipe, impetran la libertad de nuevo. Al que ya es reincidente, sin embargo, en este delito se le inflige la muerte.
Ninguna ley ha establecido una pena determinada para las otras infracciones, sino que el senado decreta el suplicio según sean atroces o al contrario. Los maridos castigan a las esposas y los padres a los hijos, a menos que hayan perpetrado algo tan monstruoso que interese a las costumbres morales penarlo públicamente. Casi todas las infracciones más graves, empero, se penan con el mal de la esclavitud, pues consideran que esto no es menos doloroso para los infractores y para la república más provechoso que si se apresuran a sacrificar a los culpables y a suprimirlos inmediatamente, porque con su trabajo son más útiles que con su muerte, y con su ejemplo disuaden durante más tiempo a los otros de un crimen semejante. Si los que son así reducidos se rebelan y se obstinan, entonces se les degüella al cabo como bestias indómitas a los que la cárcel y las cadenas no son parte a cohibir. Por el contrario, a los que son pacientes no se les arrebata absolutamente toda esperanza, puesto que si, doblegados por las largas penalidades, dan muestras de un arrepentimiento que arguye que el pecado les disgusta más que la pena, se les suaviza la esclavitud o se les condena en virtud a veces de la prerrogativa del príncipe, a veces de los sufragios del pueblo. No está sujeto a menos punición haber solicitado el estupro de haber estuprado, pues en todo crimen igualan el propósito cierto e intencionado al hecho, porque piensan que lo que faltó no ha de beneficiar a quien nada hizo para que faltara.»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Altaya, 1997, en traducción de Emilio García Estébanez. ISBN: 84-487-0137-2.]
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