jueves, 7 de febrero de 2019

Rendición.- Ray Loriga (1967)


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III

«Cuando desperté, la habitación del hospital estaba vacía. Sólo unas flores en un jarrón de cristal junto a la cama, iluminado por la luz de mediodía. Por un segundo pensé que todo había sido una pesadilla en la que contaba precisamente mi pesadilla, hasta que me acerqué a las flores y me di cuenta de que no olían a nada, hasta que comprobé que la luz era la misma luz amarilla y constante de la ciudad de cristal, hasta que vi las habitaciones de al lado a través de las paredes transparentes, y las de abajo a través del suelo transparente y las de arriba por el techo transparente. Me llevé las manos a las vendas que cubrían mis costillas, rotas seguramente, y sentí el dolor de los golpes. Al menos eso era real. ¡Menuda gentuza! Mira que golpearme con tal brutalidad cuando ya me había rendido. A quién se le ocurre. Sólo quería saber algo de mis hijos y saber algo también, supongo, de esta maldita ciudad. No es tanto pedir. De mis hijos no averigüé nada, pero saqué en claro, de una vez por todas cómo se las gasta esta gente. Ya estoy avisado. Siempre es igual, todo son buenas palabras hasta que uno quiere hacer algo por sí mismo y entonces aparecen los problemas. Este lugar es un infierno y, sin embargo, nadie parece darse cuenta. ¿Por qué yo sí? ¿Soy una especie de enfermo, he perdido la paciencia, tanto apego les tenía a mis cosas que no consigo olvidarlas? ¿Por qué me sofoca ver a todo el mundo alrededor, no dejar de verlos nunca, ni en mi propia casa, ni aquí en la habitación del hospital, por qué me irrita su presencia a través del cristal? ¿Por qué soporto tan mal que no haya nunca oscuridad ni un lugar donde esconderse? ¿Soy un traidor a la causa general? Y si es así, ¿por qué no me cuelgan boca abajo de una vez como a los dueños del agua? ¿Por qué herirme y no matarme? Mientras me hacía estas preguntas, caí en la cuenta de que la respuesta que buscaba era otra. ¿Cómo es que lo soportan los demás? ¿Es suficiente con que te pongan la comida en el plato para soportarlo todo? Cierto es que no había visto a nadie aquí pasar hambre y que había un médico dispuesto a curar cada uno de nuestros males y que no había jefes ni imposiciones ni mando, y que por culpa del agua, o de lo que fuera, se sentía uno protegido y feliz incluso a su pesar, pero ¿basta con eso para vivir? ¿Por qué echaba de menos la sangre de los animales abatidos por mis disparos en el bosque? ¿Por qué buscaba yo mismo sin saberlo este castigo y no paré hasta encontrarlo, y ahora tocaba la superficie dolorida de mis heridas bajo las vendas con el entusiasmo de quien acaricia un tesoro? ¿Qué clase de loco soy que cuando pienso en ellos, en todos ellos a mi alrededor, no siento sino el más profundo desprecio? ¿Cómo es que no me desprecio yo de igual manera? ¿De dónde viene este extraño cariño que me tengo si no soy ni distinto ni mejor que el resto de mis absurdos conciudadanos?
 Los días de antaño tampoco eran gran cosa, ni vivía la mejor de las vidas, pero entonces ni siquiera la guerra o el miedo me envenenaban como este bienestar permanente. Y a ella la quería entonces sin tener que pensar en ella, y ahora, desde que llegamos aquí, en realidad, la considero en cambio un enemigo o una extraña. No es que piense en ella de otra manera, es que ella frente a mí es distinta. Si no puedo culparla es porque no sé a ciencia cierta si confiar en la verdad de mis ojos o en la verdad que sin duda existe al otro lado, y porque mis ojos, de tanto verlo todo sin extrañarse, no desconfían ya de nada. Nada hay en ella que justifique mi traición o la traición que sin duda cometo al permitir que se aleje sin ofrecer resistencia, sin censurar ni impedir, sin rechistar.
 Tampoco mi trabajo de sol a sol en las tierras me asqueaba como éste de ahora, sin ser muy diferente, algo que hacer y poco más, y la gente, la gente del pueblo por la que no sentía ningún afecto, no llegaba a repugnarme como la gente de esta ciudad, y no desconfiaba del agua, ni se me pasó jamás por la cabeza que estuviera pudriéndome por dentro y hasta pagaba por ella cuando escaseaban las lluvias sin quejarme de su precio, y así pagaba todo, por encima de su precio, sin protestar, y aceptaba las bombas y la sombra de la muerte sobre mi propia familia sin soñar por un segundo en rebelarme. Ni le tuve nunca apego a mi país, ni fui un patriota, ni odié tampoco a los países enemigos, por poco o nada que me preocupase la suerte que corrieran. En fin, que allí en mi otra vida ni era nadie, ni me interesaba mucho la desgracia ajena, ni me sentía parte de nada más allá del bosque y las tierras y mi propia casa y mi propia gente. Sólo ella, Augusto y Pablo me importaron de veras, hasta que aquel niño que llegó andando solo por el bosque se infiltró en el diminuto círculo de mis afectos y preocupaciones.
 Y en cambio aquí, que soy parte de algo que funciona y asegura mi bienestar y hasta se supone que mi participación, me siento irremediablemente excluido del bien común. ¿Qué maldad se esconde en el alma de quien no se reconoce como uno más entre sus semejantes? Cuesta entender que este lugar me haya cambiado tanto. Cuesta culpar a la ciudad transparente de todos mis males. Un hombre debería poder viajar de un lugar a otro sin perder su alma. Ya no sé a ciencia cierta si éste que soy ahora, constantemente emponzoñado contra la felicidad que me rodea, es fruto del traslado, o si siempre fui lo mismo y sólo aquí me he dado cuenta. Puede que me merezca todo lo que me pasa, y de ahí que disfrute de mis heridas más que de la salud que me regalaban. Puede que el mal lo trajera yo conmigo y esta gente sea del todo inocente. Me cuesta creerlo, pero puede ser. Desde niño desconfié de los demás, nunca me pareció que la vida diese de sí tanto como para compartirla, sólo con ella disfruté de cierta intimidad, la normal entre hombre y mujer casados delante de Dios, y juntos cuidamos de nuestras tierras y nuestros hijos, pero no le abrí el corazón, ¿por qué habría de hacerlo? No tenía yo noticia de que hubiese nada dentro. Tampoco le escondía gran cosa, pues no guardaba secretos. Ella y yo nos quisimos como se quiere la gente, sin darle mayor importancia hasta que llegó la guerra, y tal vez durante la guerra nos quisimos más, o al menos así lo entendí yo, seguramente porque fuera había bombas y amenazas, y porque ambos sentíamos el mismo miedo de no volver a ver a nuestros niños y luego en esta paz extraña de la ciudad transparente, poco a poco, empezamos a no querernos nada. Puede que fuese porque no nos dejaban olernos el uno al otro, aunque si somos algo más que animales, y espero que lo seamos, no sería sólo por eso.
 En fin, que, siendo sincero, no fui consciente entonces de ser más ni menos de lo que soy ahora, y en ninguna de mis otras vidas, la de niño, la de jornalero, la de capataz, la de dueño, la de amante, fui otra cosa, ni me veo tan distinto como para alarmarme en esta vida nueva de desterrado o prisionero o lo que sea que soy. Y si esto es lo poco que tengo ahora, las heridas causadas por los golpes en el costado y algunos recuerdos, supongo que esto es lo poco que me he ganado y que en realidad nunca tuve mucho más, así que ¿a cuento de qué quejarse? No seré yo el que ponga precisamente el grito en el cielo.»
 
    [El fragmento pertenece a la edición en español de Penguin Random House Grupo Editorial, 2017. ISBN: 978-84-204-2686-0.]

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