lunes, 11 de febrero de 2019

La hija de la mujer de la limpieza.- James Stephens (1880-1950)


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XXXII

«Ahora todo era posible. ¿Y la muchacha? ¿Acaso no estaba a su lado? ¿El renacimiento de Irlanda y de la raza humana? Eso también era posible; con un poco de tiempo libre, todo lo que se puede pensar, se puede hacer: incluso recuperaría su buen aspecto; notaba la tirantez y el picor de sus cardenales y se sentía tranquilo, exultante. Era un hombre predestinado a las contusiones; podrían ser su alimento, su bebida y su felicidad, su refugio y su asilo para siempre. Dejémoslo, entonces, paseando con soltura junto a Mary, y explorando con delicado dedo su ojo a medio cerrar, el cual, hasta que se cerrara por completo, siempre estaría medio cerrado por la barrera visible del infortunio. Su aliada y su sostén era el hambre, y no existe mejor aliado para el hombre: una vez satisfecha, se acaba el juego; porque el hambre es la vida, la ambición, la buena voluntad y la comprensión, mientras que la abundancia es todas esas cosas negativas que conducen a la avaricia, la estupidez y la decadencia; por eso sus contusiones sólo le preocupaban si afectaban a la mirada de una dama ante la cual deseaba parecer atractivo.
 Las contusiones, a menos que sean graves de verdad, sanarán siempre aunque sólo sea porque así deben hacerlo. El impulso inexorable de todas las cosas lleva hacia la salud o la destrucción, hacia la vida o la muerte, y nosotros aceleramos nuestras alegrías o nuestras tristezas hasta el extremo de la lógica. Por eso es necesario que seamos felices si deseamos vivir. Nuestras cabezas pueden ser tan firmes como queramos, pero nuestros corazones y nuestros pies deben ser ligeros o estaremos acabados. En cuanto al vil metal, es mejor no tener nada que ver con él. Es posible que sólo lleve un baño dorado, que esté hecho de estaño de color mate y lamentable sonido, indigno incluso de ser robado; y a menos que nuestros tesoros puedan ser robados no nos resultan útiles. Va contra las normas de la vida poseer aquello que otros no desean; por lo tanto, tu cerveza hará espuma, tu esposa será bonita, y tu verdad tendrá algún atractivo oculto, porque es bien cierto que la cerveza sólo sabe a la compañía en que se toma, sólo puedes conocer a tu mujer si alguien más la conoce, y tu verdad resultará apetecible o se echará a perder. ¿Exiges una gran verdad? Entonces, ¡oh, ambicioso!, debes alejarte de todos tus acompañantes y sentarte en silencio, y si permaneces sentado el tiempo suficiente y lo bastante callado, puede que se te ocurra; pero de todas las cosas, esa es la única que no se puede robar, ni se puede acceder a ella a través del Ayuntamiento. No se contagia, y aún así podrías cogerla. Es inexpresable, pero no inimaginable, y ha nacido de forma tan cierta e inexplicable como lo hiciste tú, y las consecuencias inmediatas de ello son igual de poco trascendentes. Hace mucho, mucho tiempo, en los remotos orígenes del mundo, vivió un joven despreocupado y alegre que dijo: "Que se vaya al infierno la verdad", y allá se fue. Fue su desgracia tener que seguirla; y la nuestra, ser sus descendientes. Una desgracia te mata o muere a tus manos y (la reflexión es reconfortante) las probabilidades están de nuestra parte en toda lucha librada contra la Humanidad por los seres siniestros o elementales. Pero la Humanidad es tímida y perezosa, cree en el vil metal, en los subterfugios y en los términos medios, aborrece entrar en combate hasta que sus fronteras son literalmente invadidas y sus ciudades, sus graneros y sus lugares de refugio corren el peligro de caer en manos de esos tenebrosos merodeadores. En la extensa lucha que llamamos progreso, el mal siempre es el agresor y el derrotado, y es justo que así sea, porque sin sus ataques violentos y sin sus estragos, la Humanidad podría caer en el sueño de los gordos sobre sus costales de maíz y morir roncando; o si no, al carecer de tan valiosos sobresaltos e incursiones, podría sentirse satisfecha de sí misma y reducida a términos claros y precisos, y ser aplastada hasta morir por la simple y monótona solidez de la virtud. Después del bien, el factor que más valor tiene en la vida es el mal. Gracias a la acción recíproca de los dos, todo es posible, y por eso (o por cualquier otro motivo que ustedes prefieran) saludemos amistosamente en la dirección de ese policía malo y temerario cuyos pensamientos no se guiaban por el Libro del Reglamento que se entrega a todos los reclutas y que, a pesar de haberse enrolado en las mismas legiones del orden, llevaba tal caos en su alma que podría "alumbrar una estrella de la danza". 
 En cuanto a Mary: hasta la cortesía usual, de todos los días, desaprueba despedirse de una dama con demasiada brusquedad, sobre todo si la hemos acompañado a distancia en su paso desde la despreocupada ingenuidad de la niñez hasta el igualmente despreocupado pero más complejo asunto de la adolescencia. Tiene todo el mundo por delante y su cronista no será, probablemente, su guía. Correrá aventuras, como todo el mundo. Saldrá ganando de ellas, como todo el mundo. Es posible que hasta tropiece con hombres más malos y temerarios que el policía. Entonces, ¿deberíamos detenerla? Yo, por mi parte, como otros asuntos urgentes reclaman mi atención, rendiré homenaje a su saludo, me quitaré el sombrero y me haré a un lado, y ustedes deberían hacer lo mismo, porque eso me complacería. Así, ella seguirá adelante y hará aquello que plazca a los dioses, porque menos de eso no puede hacer, y más no se le puede pedir a nadie.»
 
   [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones del Viento, 2007, en traducción de Susana Carral Martínez. ISBN: 978-84-935551-8-4.]
 

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