El tesoro de Briesca
«Se acordó entonces de los dos cuadros del Greco que había dejado enterrados secretamente en las cercanías. Una vez muertos los dos milicianos que le ayudaron a esconderlos, nadie más que él sabía ya dónde estaban. Y se sintió fuerte y optimista al pensar que estaba en su mano dejar que se pudriesen en aquel agujero ignorado y que, si un día cualquiera le mataban, perecerían con él aquellas obras maestras de un sublime espíritu. Hizo firme propósito de no revelar jamás a nadie su secreto, y sólo ante el temor de que andando el tiempo llegase un día en el que no pudiese recordar exactamente el sitio donde estaba escondido el tesoro, cogió el lápiz y en un trocito de papel trazó el esquema del difícil camino que había que seguir desde la plaza de Briesca para llegar al lugar donde se hallaba el escondite. Luego, temiendo que, aunque el croquis carecía de toda indicación nominal, alguien fuese capaz de interpretarlo, se puso a trazar líneas caprichosas sobre las que indicaban la trayectoria a seguir, y consiguió que el esquema desapareciese bajo la apariencia de un boceto de pintor que representaba el escorzo difícil de un miliciano muerto. Entre las líneas vacilantes de aquella figura abocetada se perdió la línea firme del camino que conducía al tesoro. Satisfecho, se guardó el boceto en la cartera, salió y se dirigió al Comisariado de Guerra. Mientras dibujaba había tomado una resolución definitiva.
Decididamente aquella tarea a la que había estado consagrado carecía ya de sentido. Lo único importante era ganar la guerra. Dimitió de su cargo de miembro de la junta encargada de la conservación del patrimonio artístico nacional y se ofreció al gobierno como combatiente. Le nombraron comisario político.
El primer día que estuvo en el frente asistió impotente a la desbandada habitual de los milicianos. Nada les contenía. Cuando avanzaban los tanques o cuando volaban sobre ellos los aviones ametrallándoles a mansalva no había nada eficaz para dominar su pavor y contenerles, ni las arengas vibrantes, ni las patéticas imploraciones, ni las amenazas; nada. El aparato bélico del ejército rebelde les impresionaba terroríficamente y, a las dos horas de fuego, los hombres más entusiastas, los obreros más conscientes y los más recios campesinos tiraban las armas y huían. Era inútil. Aquellas masas eran incapaces de hacer la guerra en campo abierto. No sabían.
Una tarde entre las tardes, después de vociferar y amenazar como energúmenos a los milicianos que huían, se quedaron solos en un pueblo ya de las inmediaciones de Madrid el camarada Arnal, comisario político, y el capitán del ejército encargado del mando. El pueblo era una magnífica posición estratégica, y abandonarla sin lucha a las puertas de la capital era una catástrofe. El capitán veía furioso cómo el último grupo de milicianos fugitivos doblaba a todo correr el recodo de la carretera de Madrid. Cogió uno de los fusiles que al huir habían tirado, se lo echó a la cara e iba a disparar contra ellos cuando Arnal le desvió el arma.
-Es inútil, camarada. Con eso no conseguiremos nada.
El capitán tiró el arma, desalentado.
-Ya no puedo más -dijo con voz sombría-; me han hecho venir corriendo desde Extremadura delante de una tropilla de moros. No doy un paso más. Aquí me quedo. Que vengan los fascistas y me fusilen.
-Vamos, camarada. Ánimo. Nuestros hombres no saben hacer la guerra. Ya reaccionarán. A las puertas de Madrid se harán fuertes y venceremos.
-¿Vencer? ¿Con esa canalla? ¡Nunca! ¡No venceremos nunca!
Arnal le miró con mal ceño:
-Eso que llamas canalla es el pueblo. ¿Sabes?
-¡Una vil canalla! ¡Un rebaño de borregos! ¡Que se vayan! ¡Que sigan corriendo! ¡Vete tú también, que eres de su ralea! Yo soy militar, ¿sabes? ¡Militar! Y voy a enseñaros a ti y a esos cobardes y a los fascistas, a todos, cómo se puede morir con decoro. ¡El pueblo! ¡Puaf! ¡Qué asco!
Arnal sintió deseos de lanzarse sobre él y estrangularle. Le echó una mirada de odio y le escupió:
-Al fin, militar. ¡Fascista!
Dio media vuelta y se fue por el mismo camino que habían seguido los milicianos. El capitán, plantado en la plaza del pueblo abandonado, le gritaba desde lejos:
-Ven acá, cobarde, si quieres aprender a morir. Ven acá.
Cuando se quedó solo arrastró una ametralladora hasta emplazarla detrás de un poyo de piedra que había en el centro de la plaza. Colocó junto a ella cuantas cintas de munición pudo encontrar, encendió un cigarrillo y se puso a esperar tranquilamente.
Era ya de noche y todavía se oían desde las nuevas posiciones de los milicianos las descargas de la fusilería fascista y el tableteo intermitente de una ametralladora. De madrugada aún sonaba. Al amanecer enmudeció al fin. Arnal, al día siguiente, cuando se vio de nuevo entre sus hombres en una trinchera de los arrabales madrileños, les habló tristemente con un tono de voz opaco y profundo. Las palabras se le quebraban en la garganta. Aquellos hombres le escucharon cabizbajos. Oyeron contar cómo había sabido morir su capitán después de renegar de ellos. Cómo se había suicidado para redimirse de los cuatro meses de huida vergonzosa delante del enemigo a que le habían arrastrado.
-Hoy -les dijo Arnal- volveréis a sentir miedo y huiréis otra vez. Mañana los moros entrarán en vuestras casas y os sacarán de debajo de las camas ensartados en sus bayonetas a la vista de vuestras mujeres. Yo caeré hoy aquí. Lo prefiero.
No les dijo más. Cuando horas más tarde las vanguardias rebeldes, después de un duro cañoneo, se lanzaron al asalto, el camarada Arnal, comisario político, acechó el instante crítico detrás del parapeto y, una vez llegado, echó el cuerpo fuera de un salto, alzó el puño cerrado y gritó.
-¡Viva la revolución!
Una ráfaga de plomo lo abatió en el acto. Quedó tendido en la tierra de nadie.»
[El texto pertenece a la edición en español de editorial Libros del Asteroide, 2013. ISBN:978-84-15625-57-5.]
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