miércoles, 27 de febrero de 2019

El libro de las preguntas desconcertantes.- Josep Muñoz Redón (1957)


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Capítulo XV: ¿Qué es la belleza?

«Los niños más atractivos reciben puntuaciones más altas en los test de inteligencia, probablemente porque su atractivo físico les ha comportado una mayor estima por parte de los adultos. Los anuncios de trabajo piden continuamente -sólo hay que coger un periódico para comprobarlo- gente guapa para cubrir las plazas de trabajo. Es decir, que un hombre o una mujer atractivos pueden salir de la pobreza y trepar socialmente con mucha más facilidad que uno que no lo sea. Las personas "bellas" incluso son consideradas más "buenas" -en el sentido ético del concepto-. El efecto de halo que han definido los psicólogos sociales nos descubre que tendemos a pensar que un ser con un rostro bien proporcionado es más sincero, amable, solidario, inteligente o trabajador que uno que no lo tenga tan armónico.
 Con todo, la belleza no es sólo una cualidad o una característica específica del cuerpo humano, ni consecuentemente atribuida a ningún sexo en particular. La belleza se puede predicar igualmente de un paisaje, de un coche, un cacharro de cocina, una situación un cuadro, un libro, una sinfonía, etc. ¿Qué tienen en común estas experiencias para que las recojamos bajo un mismo concepto? Sin ninguna duda, aparte de la proporción, orden, armonía, medida, que desde siempre nos han servido para entender el encanto de algunas cosas, su poder conmovedor, evocador, siniestro, placentero, desconcertante... No podemos continuar confundiendo la belleza y la placidez, sobre todo porque la primera nos remueve el alma y nos espolea los sentidos. La belleza nos rapta el entendimiento y nos obliga a encarar el trasfondo caótico que se oculta tras su aparente velo de armonía. Recuerdo haber leído el caso de una profesora de matemáticas en la Italia renacentista que se tenía que tapar el rostro con una gasa para que los alumnos pudieran seguir las lecciones, se sobreentiende que de otra forma no hubieran podido resistir la conjunción de un evidente atractivo físico y la perfección de la geometría. La belleza nos devuelve a un estado primario, alocado, salvaje, nos convierte en unos verdaderos monstruos, evidenciando la Bestia que todos tenemos escondida en nuestro interior. La belleza siempre es un poco siniestra, en el sentido de que presagia una desgracia, al menos su propia desaparición inminente: "La belleza es el inicio de lo terrible que aún podemos soportar", escribe Rilke. Porque toda belleza es caduca, como también podemos constatar con la beldad física.
 Un carácter aciago que nos confirma la psiquiatra italiana Graziella Magherini, que se ha especializado en el estudio del llamado "síndrome de Stendhal", es decir, las consecuencias físicas y psicológicas fulminantes de un shock de belleza. Según esta reconocida analista, el contacto con la perfección de las formas en cualquier nivel -aunque ella concentra sus esfuerzos en la pintura y la arquitectura- comporta un conjunto de problemas evidentes: alteración de los sonidos y los colores, sentimiento de persecución, ansiedad, euforia, exaltación, pérdida de conciencia del yo, confusión, evocaciones infantiles, etc..., según los casos. En su estudio sobre los efectos que produce la visita a algunas ciudades italianas, como, por ejemplo, Roma, Florencia o Venecia, detalla los síntomas que ha observado directamente en algunos turistas que incluso han debido ser hospitalizados.
 Stendhal es el primer escritor de la modernidad que convierte su experiencia turística en un hecho literariamente relevante. La emotividad desbordante de algunas de sus descripciones ya no se puede clasificar haciendo referencia únicamente a los parámetros de la admiración clásica. Pero no es sólo gracias a este hecho que ha dado nombre a esta rara afección. También fue uno de los primeros que la padeció, además de intentar recrearla.
 Freud ya había definido la emoción estética como un movimiento emocional enigmático y ambivalente que suscitaba una fascinación duradera. Una extraña mezcla de contacto y lejanía, limitación y eternidad, familiaridad y extrañeza. Según el padre del psicoanálisis, esta emoción nos provoca el reconocimiento de una cosa que nos habría pasado desapercibida durante mucho tiempo y que finalmente somos capaces de distinguir, como le pasa a la protagonista femenina de la fábula, Bella, que finalmente reconoce el atractivo oculto de la fiera que la rapta. La beldad, en el fondo, siempre está en los ojos del observador y no en los objetos codiciados, sólo hay que descubrirla o contribuir a recrearla. Todos tendríamos que ser capaces de alumbrar la belleza, aunque fuera la de una piedra. Un poco como aquel escultor chipriota, Pigmalión, que se enamoró de la estatua femenina que había esculpido. Los dioses le dieron vida a la estatua, con la que se casó el artista.
 No podemos olvidar, por tanto, que las apariencias a menudo enmascaran la verdad, el conocimiento privilegiado del ser: "La verdad es belleza y la belleza es verdad, es todo lo que sabes y todo lo que necesitas saber", escribe Keats. Un rapto de la voluntad que provoca un alud instantáneo de recuerdos, experiencias vividas, emociones, ideas, que permanecían ocultas en el inconsciente. Una experiencia inquietante que nos desasosiega.
 Pero no todos los efectos de la belleza son igualmente funestos. Sea como sea, esta forma de excelencia también tiene un poder balsámico evidente. "La belleza es una promesa de felicidad", se atreve a pronosticar Freud. El concepto clásico de catarsis nos puede servir para entender esta concepción: el arte, según Aristóteles, también nos libera de las emociones y pasiones que dominan enfermizamente el alma. Es decir, provoca una especie de purga o purificación que permite devolver el equilibrio al alma. Aristóteles, al fin y al cabo hijo de médico, piensa que cuando nos identificamos con un actor o una actriz durante una representación teatral vivimos gracias a él todas las experiencias que nos plantea el argumento de la obra, lo que representa algo así como una cura de salud, concebida también como armonía y justa proporción entre excesos. La sensación de aligeramiento, pues, que experimentamos después de haber reído, llorado o sufrido antes ciertas obras de arte es totalmente justificable.
 [...] La belleza nos obliga a afrontar, muchas veces sin querer, el profundo misterio de la existencia. Un secreto que nos puede permitir iniciarnos en el verdadero arte de vivir: aquel que rehúye el dinero, las obligaciones y los honores. Al final, por tanto, descubrimos el verdadero parentesco de la perfección con la ética, el halo de la belleza: no es que las cosas bonitas parezcan buenas, es que las cosas buenas parecen bonitas.»
 
     [El texto pertenece a la edición en español de editorial Paidós, 2012. ISBN: 978-84-493-0755-3.]
 

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