Capítulo V.- La educación, la cultura y las creencias: luces y sombras
La escuela primaria
«El cuidado de los hijos dejaba de ser prerrogativa de la mujer cuando acababa el período de la infancia. [...] en la mayoría de los casos, desde el momento en que dejaban de ser niños, la madre se inhibía de manera natural del proceso de su educación. La mujer rica los dejaba en manos del notable pedagogo, al que compraba a precio de oro, no sin antes tomar todas las precauciones posibles al hacer su elección y dar toda clase de consejos; con ello creía haber satisfecho sus obligaciones. En cuanto a los pobres, lo más que podían hacer era enviar a sus hijos a una de las numerosas escuelas primarias que los profesionales de la educación abrían en la ciudad a finales del siglo II.
[...] Como consecuencia de ello, los hijos se desarrollaban en una situación de grave abandono materno. En realidad eran gentes de baja condición social, esclavos o en el mejor de los casos libertos, quienes se encargaban de educarlos, y esta flagrante paradoja llevó a desastrosas consecuencias. Cuando el alumno pertenecía a una familia privilegiada, habitualmente trataba al maestro como correspondía a una persona de rango inferior, es decir, como a un sirviente, aunque en este caso se tratara de su preceptor. Ya Plauto, en sus Báquides, creó el personaje de un precoz adolescente, Pistoclero, que para obligar a su "pedagogo" Lydus a acompañarle a casa de su amante, no tiene más que recordarle su condición servil. "Pues, a fin de cuentas -le decía-, ¿soy yo tu esclavo o tú el mío?" La cuestión no tenía vuelta de hoja, por lo que más de un magister de Roma tuvo que oír, como delicadamente señala Gaston Boissier, la misma frase que Pistoclero dedica a Lydus. En el caso de que los adolescentes fueran de origen modesto, tampoco tenían consideración alguna hacia el instructor de baja condición social que tenían en la escuela y que, retribuido con un irrisorio salario de ocho ases, estaba obligado a desempeñar otras tareas, como la de escribano público; los maestros no tenían otra autoridad sobre sus alumnos que la que les confería la badana o la férula que con tanto rigor aplicaban en los tiempos de Marcial y Juvenal, como dignos sucesores del Orbilius, que había hecho temblar a Horacio.
El descrédito de esta profesión era notorio. Era tal la antipatía que mostraban ante su figura los analistas del siglo I a.C., que hicieron del magister de Faleria el primer maestro de escuela de toda la escuela romana, un personaje de teatro que representaba a un ingrato traidor. En los tiempos del Imperio, los "pedagogos" no gozaban de mejor reputación; las buenas almas les miraban como se mira a la escoria de la sociedad. Es fácil, sin embargo, enumerar las razones de su desprestigio: en primer lugar, la indiferencia del Estado por su función, ya que no controlaba su actividad ni tomó a su cargo la retribución de su labor hasta el año 425 de nuestra era, y en Bizancio, hasta quince años después del saqueo de Roma por Alarico; en segundo lugar, las adversas condiciones en que debía realizar su tarea ya que, en el mismo exiguo e incómodo local se amontonaban niños y niñas de edades comprendidas entre los siete y trece años para las niñas y entre los siete y quince años para los niños y, por último, la brutalidad con la que mantenían la disciplina de unos grupos tan heteróclitos, lo que siempre provocaba la hipocresía y cobardía de los alumnos y, a veces, despertaba el sadismo del maestro. "El dolor y el temor -testimonia con tristeza Quintiliano- obligan a los niños a hacer cosas que nos parecen impropias de ellos y que terminan cubriéndoles de vergüenza. Sería mucho más acertado que antes nos preocupáramos de asegurarnos de las buenas costumbres de sus vigilantes y sus maestros. No me atrevo a mencionar ni las infamias cometidas por unos hombres amparados en su derecho al castigo físico, ni los abusos que unos desgraciados niños pueden cometer contra otros a causa de su miedo: de sobra se me entiende (nimium est quod intellegitur...).
Así pues, el ludus litterarius, cuya función era instruir a la juventud, lo único que hacía era corromperla; en muy pocas ocasiones logró que el alumno llegara a sentir la belleza del conocimiento. Abiertas desde el alba hasta el mediodía, situadas bajo el sobrado de una tienda, invadidas por el ruido de la calle y aisladas con unas cuantas lonas, escuetamente amuebladas con una silla para el maestro, unos bancos o taburetes para los alumnos, un encerado, algunas repisas y varios ábacos, las escuelas funcionaban con desesperante monotonía durante todo el año, exceptuando las nundinae, los Quinquatrus y las vacaciones de verano. Las ambiciones del instructor se limitaban a enseñar a sus alumnos a leer mecánicamente, a escribir y a contar; y puesto que disponía de varios años para llevar adelante su tarea, no se preocupaba en absoluto de perfeccionar sus pobres métodos o de poner al día su monótono sistema. De este modo, con unas técnicas que Quintiliano condenaba, enseñaba a sus oyentes el orden y los nombres de las letras antes de mostrarles su grafía, y cuando a duras penas lograban distinguir los caracteres, les hacía agruparlos en sílabas y palabras a costa de un nuevo esfuerzo. Así, retrasaba el aprendizaje a placer. Cuando los alumnos ya pasaban a la escritura, se valía de los mismos métodos irracionales para hacerles avanzar. De buenas a primeras, les colocaba delante de un modelo; pero, como nadie les había preparado para poder reproducirlo, necesitaban que el maestro les guiase la mano para dibujar las líneas del boceto, de modo que se requerían innumerables sesiones antes de que los alumnos pudieran realizar por sí solos la copia que se les exigía. Finalmente, el estudio de la aritmética no les proporcionaba mayor interés ni les enseñaba a reflexionar. Durante horas contaban con los dedos las unidades, uno y dos con la mano derecha, tres y cuatro con la izquierda, después de lo cual se aplicaban en el cálculo de las decenas, centenas y millares, pasando pequeños guijarros o calculi por las correspondientes líneas de los ábacos.
Sin duda hay indicios, aunque no fuera más que por la inscripción de Aljustrel, de que los príncipes del siglo II de nuestra era, y en particular Adriano, se preocuparon de que las escuelas primarias se expandieran a las provincias más lejanas del Imperio, y que alentaron, prometiéndoles inmunidad fiscal, a los pedagogos interesados en la educación a instalarse en pueblos recónditos, lugares como el distrito minero de Vipasca, en Lusitania. [...] En general, nos vemos obligados reconocer que, a pesar de ser la época más hermosa del Imperio, la escuela romana no cumplió con la función que hoy cumplen las nuestras. En lugar de fomentar la moralidad, la debilitaron. En vez de fortalecer el cuerpo, lo magullaron. Y si es cierto que amueblaron un poco el espíritu, también lo es que fueron incapaces de embellecerlo. Los alumnos dejaban la escuela con un bagaje conseguido a costa de enormes esfuerzos, unas discretas y prosaicas nociones, tan ligeras que Vegecio, en el siglo IV, se mostrará desolado ante la cantidad de iletrados que llegan a las legiones, individuos incapaces de contar siquiera el número de cuerpos del ejército. En lugar de desarrollar imágenes creativas, ideas serias y prolíficas o la capacidad intelectual de la que se nutre una vocación, los romanos adquirieron en sus escuelas el moroso recuerdo de unos años perdidos en reiteraciones y torpes balbuceos, puntualizados por crueles castigos. Así pues, la educación popular romana fracasó; y si en realidad hubo una auténtica pedagogía, no fue gracias a los "pedagogos", sino a los gramáticos y los retóricos que, guardando las debidas distancias, fueron para la aristocracia y la burguesía imperiales lo que en la actualidad es la enseñanza secundaria y superior para nuestras sociedades.»
[El texto pertenece a la edición en español de Círculo de Lectores, 2004, en traducción de Mercedes Fernández Cuesta. ISBN: 84-672-0799-X.]
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