domingo, 24 de febrero de 2019

Perdón.- Ida Hegazi Hoyer (1981)


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«No fue un frenazo gradual, no habíamos llegado a una estación. De pronto el tren frenó en seco, con toda la sequedad de que es capaz un tren, y el metal chirrió bajo nuestros pies. [...]
¿Sabes lo que ha sido eso?, me preguntaste. Y mi cara sólo debía expresar caos y rechazo, porque sonreíste y me pusiste la mano en el muslo, como para calmarme. No hay por qué preocuparse, dijiste, no es más que un suicidio.
 Y así empezaste. estabas enardecido. ¿Te cuento una cosa?
 Mueren innumerables personas en las vías de tren noruegas. Prácticamente a diario, hay alguien esperando su tren. Mujeres y hombres, jóvenes y ancianos, por todas partes en el país entero, prácticamente a diario. Se tumban sobre las vías y se ponen a esperar a la locomotora. A veces saltan. se sitúan sobre un puente o a la salida de un túnel y saltan en el momento en que llega el tren. Sucede rápido. A una velocidad vertiginosa, me imagino. La mayoría acaba despedazada mucho antes de que le dé tiempo a sentir el dolor. Como es bien sabido, los trenes no pueden frenar, no frenan del mismo modo que los coches. Y como es bien sabido, los trenes tampoco pueden desviarse, por mucho que quisiera el conductor. Cuando viene el tren, viene el tren. Y si se quiere morir, se quiere morir.    
 Tenías una neutralidad soberbia de la que creo que te enorgullecías. De hecho, en ese momento, te mostraste casi chulo. Trabajabas en la NSB, manejabas información reservada y lo que contabas no te daba ningún miedo, quizá incluso te hiciera cierta gracia. Ya sabes, dijiste, NSB no son las siglas de Norges StatsBaner, las líneas estatales noruegas, sino de Norges SelvmordsBaner, las líneas de suicidios noruegas.
 Pero, ¿cómo sabes que es eso lo que ha ocurrido ahora?, te pregunté. Habrá otros motivos por los que puede detenerse un tren, ¿no?
 No, me atajaste, no los hay, ¡ya lo verás! Y seguiste contándome cosas sobre los procedimientos y las rutinas que te habían enseñado. Como, por ejemplo, que los trenes nunca frenan por animales, que entrenan a los conductores para eso, paras ser capaces de atravesar una manada de renos o un rebaño de ovejas, una familia de alces o una jauría de perros salvajes, han de mantener la mirada al frente, pero acordarse siempre de llevar el tren a lavar una vez que llegan a su destino final. Hay un equipo especial de limpiadores de trenes, dijiste, es obligatorio que lo haya en todas las estaciones principales, un grupo de empleados que asumen la responsabilidad de la limpieza, y los mandan a cursos y a terapia, al igual que al hombre de la cabina de mando. Y ahora, dijiste, ahora nos hemos parado, así que puedes estar segura de que hay una persona tirada en las vías, quizá justamente aquí, debajo de nuestros pies y, antes de continuar, volviste a sonreír: Aunque persona, lo que se dice persona... Quizá ya no se la pueda llamar así.
 Vamos a quedarnos aquí media hora como mínimo, anunciaste. Por los altavoces dirán que tenemos problemas técnicos y en la próxima estación tendremos que cambiar de tren. Ya lo verás, repetiste. Y tuviste razón.
 Yo era incapaz de comprender que alguien se quitara la vida de esta manera, hablamos de eso durante la espera. Pero la conversación fue breve. ¿Qué tiene de incomprensible?, preguntaste y, en el fondo, nunca me atrevía a acercarme al lado opuesto de la comprensión.
 Con eso terminó la conversación. Con eso empezó tu monólogo.
 Me contaste que la Agencia Estatal de Estadística clasifica los suicidios en siete categorías distintas. No son demasiado minuciosos, se atienen a los siete métodos más frecuentes: el envenenamiento, el ahorcamiento o asfixia, y el disparo o materiales explosivos. Al decir materiales explosivos te reíste un poco y preguntaste: ¿Crees que hay mucha gente que se mata con dinamita? ¿O que celebra su propio festín de TNT? Luego están el ahogamiento, claro, las herramientas cortantes o punzantes, el salto desde lugares elevados y, por último, lo que llaman otros métodos o métodos no especificados. ¿Y qué falta entonces?, preguntaste, mirándome como para comprobar que te estaba siguiendo antes de contestarte a ti mismo: Pues lo que falta en la estadística son precisamente los trenes. Los ferrocarriles estatales no quieren hacer público que en el fondo son líneas de suicidios, por eso ocultan las cifras. Es cierto que los casos más evidentes se computan bajo la última categoría, pero para eso el sujeto prácticamente tiene que haberse atado a las vías, haber escrito una carta que no deje lugar a dudas y además tener una familia que no se oponga a reconocer un suicidio entre sus filas. Y con frecuencia no quieren. Con mucha frecuencia la familia prefiere creer, o prefiere hacer creer a los demás, que el hombre que paseaba a lo largo de las vías del tren sólo tuvo mala suerte, que se tropezó o se mareó y no logró apartarse a tiempo, que el zapato se le enganchó a la vía, algo así, lo que sea, y la compañía de ferrocarriles está más que dispuesta a colaborar, de modo que lo registran juntos como un "accidente". ¿Eres consciente de la cantidad de números opacos que hay?, me preguntaste. Se dice que hay números opacos en la evasión fiscal y en la violencia doméstica, pero, por Dios, ¡las mayores cifras opacas se esconden aquí! Ya te puedes imaginar, continuaste. Si son capaces de denominarlo accidente cuando una persona se planta en medio de las vías y se queda mirando apáticamente la locomotora que se precipita hacia ella, imagínate sobre cuántas otras cosas dan explicaciones incorrectas, todo lo que descartan de un plumazo como percances casuales. Y a continuación me hiciste una lista: Sobredosis, mediación errónea, lesiones por cortes, caídas, colisiones de coches, caminos resbaladizos, mala visibilidad, fallos técnicos, accidentes deportivos, accidentes laborales y tragedias festivas, no hay cifras, dijiste, de la cantidad de gente que se quita realmente la vida en nuestro precioso, sano y pequeño país. Por Dios, hay incluso gente que se prende fuego y aun así seguro que hay quien se empeña en malinterpretarlo. ¡Somos capaces de creernos cualquier cosa, coño! Verás, concluiste negando con la cabeza, sólo hay una manera de matarse sin dejar lugar a dudas y es la soga. Cuando la gente se cuelga del techo, es bastante difícil eludir la verdad, ¿no?
 Me sonreíste y me diste una palmada en el muslo. Tu ligereza resultaba excepcionalmente suave y tranquilizadora. Tenías ese don, esa especie de libertad intrínseca que nunca iba en serio, o que quizá fuera en serio, pero no al modo serio. Estás como una cabra, te dije, y creo que pudo sonar como algo positivo, al menos así te lo tomaste tú y, un poco más tarde, mientras esperábamos la llegada del siguiente tren en una estación intermedia, éramos esa pareja que se besa, se morrea y se mete mano en el andén, esa pareja sana y vitalista de veinteañeros despreocupados. Esos éramos nosotros.»
 
      [El texto pertenece a la edición en español de Nórdica Libros, 2017, en traducción de Cristina Gómez-Baggethun. ISBN: 978-84-16830-36-7.]
 

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