domingo, 17 de febrero de 2019

Las chicas.- Emma Cline (1989)


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Segunda parte: Me desperté con una capa de niebla
1969
7
«Estábamos fundando, decía Russell, un nuevo tipo de sociedad. Sin racismo, sin exclusiones, sin jerarquías. Estábamos al servicio de un amor más profundo. Así lo decía él: un amor más profundo; su voz retumbaba en aquella casa destartalada de las praderas californianas, y jugábamos todos juntos como perros, revolcándonos, mordiendo y jadeando por el impacto del sol. Éramos apenas adultos, la mayoría, y aún teníamos los dientes lechosos y nuevos. Comíamos cualquier cosa que nos pusieran delante. Gachas que se nos quedaban atascadas en la garganta. Pan con kétchup, virutas de carne ahumada de lata. Patatas empapadas en aceite de colza en espray.
 "Miss 1969 -me llamaba Suzanne-. Nuestra miss particular."
 Y así era como me trataban, como a un juguete nuevo: hacían turnos para cogerme del brazo, se peleaban por trenzar mi largo pelo. Me hacían bromas sobre el internado que había mencionado, sobre mi abuela famosa, cuyo nombre algunas recordaban. Sobre mis calcetines blancos y limpios. Las otras llevaban con Russell meses, años, incluso. Y ésa fue la primera preocupación que los días fueron disolviendo en mi interior. ¿Dónde estaban sus familias, las familias de chicas como Suzanne? ¿O como Helen, con esa voz de niña? A veces hablaba de una casa en Eugene. De un padre que le aplicaba enemas una vez al mes y frotaba sus pantorrillas con bálsamo mentolado después de los enfrentamientos de tenis, entre otras prácticas higiénicas dudosas. Pero ¿dónde estaba? Si alguno de sus hogares les hubiese dado lo que necesitaban, ¿por qué iban a estar allí, día tras día, alargando infinitamente su estancia en el rancho?
 Suzanne dormía hasta tarde, se levantaba hacia el mediodía. Lenta y atontada, los movimientos a media velocidad. Como si siempre hubiese más tiempo. A estas alturas, yo dormía en la cama de Suzanne cada pocas noches. Su colchón no era cómodo, y estaba lleno de tierra, pero a mí me daba igual. A veces se estiraba a ciegas en pleno sueño para rodearme con el brazo, y su cuerpo despedía una calidez como de pan recién salido del horno. Me quedaba despierta, dolorosamente atenta a su cercanía. Ella se destapaba al moverse durante la noche, y dejaba sus pechos desnudos al descubierto.
 [...] Suzanne había sido bailarina en San Francisco. Una serpiente de neón intermitente en la puerta del club, una manzana roja que proyectaba un resplandor sobrenatural sobre los transeúntes. Una de las chicas le quemó todos los lunares con un lápiz cáustico.
 -Algunas chicas odiaban estar allí arriba -me dijo, cubriendo con un vestido su desnudez-. Bailar..., todo. Pero a mí no me parecía tan mal.
 Evaluó el vestido en el espejo y sostuvo sus pechos en las manos a través de la tela.
 -Hay gente tan mojigata...
 Puso una cara lasciva, soltó una risita para sí y dejó caer los pechos. Me contó, luego, que a veces Russell se la follaba suavemente y a veces no, y que te podía gustar de las dos maneras.
 -No tiene nada de retorcido -dijo-. ¿Esa gente tan estirada, la que actúa como si fuera algo malo?: ésos sí que son unos pervertidos. Como algunos tíos que venían a vernos bailar. Enfadadísimos con nosotras. Como si los hubiésemos engañado para que fueran.
 Suzanne no hablaba muy a menudo de su pueblo o de su familia, y yo no preguntaba. Tenía una cicatriz brillante y fruncida en la muñeca que le había visto acariciar alguna vez con un orgullo trágico, y un día tuvo un desliz y mencionó una calle húmeda a las afueras de Red Bluff. Pero luego se contuvo. "Esa hija de puta", dijo de su madre, en tono pacífico. Sentí una solidaridad desbordante: esa justicia cansada en su tono... Creía que las dos sabíamos lo que era estar solas, aunque ahora me parece una tontería: pensar que éramos tan parecidas, cuando yo había crecido con amas de llaves y con padres y ella me contó que había vivido alguna temporada en un coche, y que dormía en el asiento del pasajero, reclinado, y su madre en el del conductor... Si yo tenía hambre, comía. Pero teníamos otras cosas en común, nosotras dos, un hambre distinta. A veces deseaba que me tocasen con tal desesperación que el ansia me arañaba. Veía eso mismo en Suzanne, tiesa como un animal que huele comida siempre que se acercaba Russell.»
 
   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 2016, en traducción de Inga Pellisa. ISBN: 978-84-339-7958-2.]

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