miércoles, 13 de febrero de 2019

La guerra de la Independencia.- Fernando Díaz-Plaja (1918-2012)

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Tres ciudades sitiadas: Zaragoza, Gerona, Cádiz
Zaragoza

«En la sitiada Zaragoza la lucha fue de absoluta colaboración de todos los estamentos ciudadanos. Siendo la contienda tan patriótica como religiosa, el clero estuvo presente en todas partes; los sacerdotes mayores se encargaron de que prosiguiera el culto normal para consuelo de niños, mujeres y ancianos. Otros sacerdotes ejercieron su labor castrense en primera línea y en hospitales de sangre y, en fin, los más jóvenes lucharon directamente con las armas en la mano contra los franceses.
 Y si el clero se levantaba para apoyar la causa, el ejército no vacilaba en su misión. El culto al héroe, típico en cualquier contienda para robustecer la moral y ofrecer ejemplos, encuentra en el general Palafox, jefe de la ciudad sitiada, el paradigma perfecto. Se comenta el sentido del deber que inculcaba a sus tropas que no podían retroceder ante el enemigo porque según les advirtió en una orden del día: "Las tropas de segunda línea tienen orden de disparar contra quienes corrieren hacia ellos, sean amigos o enemigos."
 También circulaba la dura consigna dada a un oficial que, al serle encomendada una misión nada fácil, preguntaba: "Y si fracaso, ¿dónde me refugio?" "En el cementerio", contestó Palafox.
 Y sobre todo se repetían ejemplos de su digna actitud ante las presiones francesas que van desde el desafío abierto, a respuestas llenas de ironía, como cuando el general Lefebvre en el primer sitio (junio de 1808) intenta aplicar la tesis empleada por los franceses en aquellos momentos, es decir, dado que no hay más que un rey -José I- y un estado, los que nieguen obediencia a ambos, sólo son facciosos que perturban el buen orden.
 Contesta Palafox: "Excelentísimo Señor: Si S.M. el Emperador envió a Vuestra Merced a restablecer la tranquilidad que nunca ha perdido este país es bien inútil se tome V.M. estos cuidados."
 Y ante las amenazas veladas del francés en caso de no rendir la villa: "V.E. hará lo que quiera; yo lo que deba."
 Lefebvre sigue utilizando la propaganda clasista que, desde un principio, intentaba abrir una brecha entre el pueblo bajo y los burgueses y propietarios, a los que asustaba con la imagen de una masa armada en la calle. Era el temor que había obligado a las clases altas a encerrarse en sus casas cuando el dos de mayo en Madrid, pero que ya no se mantenía en pie ante la invasión general y los atropellos hechos por los franceses en hogares y templos. A esa propaganda contesta Palafox:
 "General: el Intendente de este ejército me ha transmitido las proposiciones que V.M. le ha hecho, reducidas a que yo permita la entrada en esta capital a las tropas francesas que están bajo su mando y que vienen con la idea de desarmar al pueblo, restablecer la quietud, respetar las propiedades y hacernos felices conduciéndose como amigos según lo han hecho en los demás pueblos de España que han ocupado. O bien, si no me conformo a eso, que rinda la ciudad a discreción."
 ...Y tras recordar el triste ejemplo de las ciudades europeas que confiaron en las amables palabras francesas para ser esclavizadas luego, lanza su desafío en nombre de Zaragoza y del país entero:
 "Esta ciudad, y las valerosas tropas que la guardan, ha jurado morir antes de sujetarse al yugo de la Francia, y la España toda, donde sólo quedan ya reliquias del ejército francés, está resuelta a lo mismo. 26 de junio de 1808."
 La verdad es que el general hablaba en nombre de toda Zaragoza al mencionar su defensa. Si el pueblo bajo está simbolizado por Agustina de Aragón, la aristocracia se retrata en la Condesa de Bureta, que atiende a las muchachas víctimas de la guerra y de la destrucción de sus hogares por el fuego enemigo.
 Por su parte la madre María Ráfols, al frente de las Hermanas de la Caridad de Santa Ana, cura a los heridos, ayuda a los pobres y desvalidos en una misión tan generosa que el propio general francés, Lannes, le concedió un salvoconducto para cruzar cuando quisiera sus líneas en busca de medicinas y alimentos para sus asilados. Era una completa unión en la resistencia pero no sirvió de nada cuando el francés en el tercer sitio de Zaragoza acabó con la ciudad físicamente. Sin ser un historiador profesional, Benito Pérez Galdós consiguió, indagando en archivos y hablando con supervivientes, componer una estampa verídica de lo que fueron los últimos momentos de la ciudad del Ebro cuando los hornillos (minas) iban acabando con los últimos reductos físicos y las postreras esperanzas:
 "Llegó el momento de la suprema desesperación. Francia ya no combatía, minaba. Era preciso desbaratar el suelo nacional para conquistarlo. Medio Coso era suyo, y España, destrozada, se retiró a la acera de enfrente. Por las Tenerías, por el arrabal de la izquierda, habían alcanzado también ventajas y sus hornillos no descansaban un instante.
 Al fin, ¡parece mentira!, nos acostumbramos a las voladuras, como antes nos habíamos hecho al bombardeo. A lo mejor se oía un ruido como el de mil truenos retumbando a la vez. ¿Qué ha sido? Nada: la Universidad, la capilla de la Sangre, la casa de Aranda, tal convento o iglesia que ya no existe. Aquello no era vivir en nuestro pacífico y callado planeta; era tener por morada las regiones del rayo, mundos desordenados donde todo es fragor y desquiciamiento. No había sitio alguno donde estar, porque el suelo ya no era suelo, y bajo cada planta se abría un cráter. Y sin embargo, aquellos hombres seguían defendiéndose contra la inmensidad abrumadora de un volcán continuo y de una tempestad incesante. A falta de fortaleza, habían servido los conventos; a falta de conventos, los palacios; a falta de palacios, las casas humildes. Todavía había algunas paredes.
 Y no se comía. ¿Para qué, si se esperaba la muerte de un momento a otro? Centenares, miles de hombres perecían en las voladuras y la epidemia había tomado carácter fulminante. Tenía uno la suerte de salir ileso de entre la lluvia de balas, y luego, al volver una esquina, el horroroso frío y la fiebre, apoderándose súbitamente de la naturaleza, le conducían en poco tiempo a la muerte. Ya no había parientes ni amigos; menos aún, ya los hombres no se conocían unos a otros; y ennegrecidos los rostros, desencajados y cadavéricos al juntarse después del combate se preguntaban: ¿Quién eres tu? ¿Quién es usted?"»
 
      [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Planeta-De Agostini, 1996. ISBN: 84-395-4593-2.]

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