miércoles, 31 de octubre de 2018

Ómnibus Jeeves.- Pelham Grenville Wodehouse (1881-1975)


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Júbilo matinal
10

«A todo el mundo le gusta un buen incendio, desde luego, y durante algún tiempo permanecí contemplando el holocausto con espíritu apreciativo. Se podía pagar por verlo. El techo de paja estaba en llamas y parecía probable que en poco tiempo el edificio, siendo la pieza de museo que era, medio podrido y carcomido, sería pasto de ellas hasta su entera consunción. Y así, como he dicho, durante el tiempo que un pato tarda en mover dos veces la cola, me quedé contemplando el espectáculo con tranquilo deleite.
 Entonces, nublando un poco la alegría del caso, acudió a mi mente la turbadora idea de que la última vez que había visto a Edwin fue cuando se dirigía a la cocina. Era de suponer, por lo tanto, que se hallase entre sus paredes y la conclusión a que uno debía forzosamente llegar era que, a menos que alguien tomase las medidas necesarias por los procedimientos oportunos, quedaría destruido por razones de consunción humana. Y este pensamiento fue seguido por otro más turbador todavía, y es que la única persona que estaba en situación de acudir al grito de "¡Señor bombero, salve usted a mi hijo!", era el buen Bertram Wooster.
 Reflexioné. Supongo que ustedes dirían que soy un hombre intrépido, tomado en el más amplio de los sentidos, pero me veo obligado a confesar que aquello no me entusiasmaba. Aparte de todo lo demás, mi actitud respecto del mozalbete que estaba a punto de ser asado por ambos lados había sufrido otro cambio.
 La última vez que lo vi, si recuerdan, había tenido halagüeños pensamientos respecto del joven Edwin y pensé incluso en hacerle algún regalo de poca importancia. Pero en ese momento me daba cuenta de que pensaba en él con el severo ojo de la censura. Quiero decir, que el cerebro más obtuso comprendería claramente que la conflagración que se había desencadenado era debida a alguna imbecilidad de su parte y sentí la fuerte tentación de abandonarlo a su suerte.
 No obstante, encontrándome en una de esas circunstancias en que noblesse más o menos oblige, decidí cumplir con mi deber, y me había quitado la chaqueta y me disponía a penetrar en el edificio en llamas, aunque pensaba que era injusto tener que chamuscarme por todas partes para salvar a un muchacho que merecía ser reducido a cenizas, cuando éste apareció. Tenía el rostro negro, y sus cejas habían desaparecido, pero todo lo demás parecía en perfecto estado. Incluso parecía más divertido que asustado por lo que había ocurrido.
 -¡Oh! -exclamó con voz complacida-. Vaya explosión, ¿eh?
 Lo miré severamente.
 -¿Qué demonios has hecho, imbécil? -le pregunté-. ¿Qué ha sido esa explosión?
 -La chimenea de la cocina. Estaba llena de hollín y le he echado un poco de pólvora. Tal vez puse demasiada, porque hay que ver la explosión que se ha producido. El fuego ha prendido por todas partes. ¡Oh, qué gracia ha tenido!
 -¿Y por qué no has echado agua a las llamas?
 -Ya le eché, pero resultó que era queroseno.
 Fruncí el ceño. Estaba profundamente emocionado. Acababa de ocurrírseme que aquella ardiente pira era la mansión destinada a ser el cuartel general de Bertram Wooster y el espíritu doméstico se había despertado en mí. Mi impulso me ordenaba arrearle a aquella repugnante criatura media docena de estacazos. Pero es imposible zumbarle a un chiquillo que acaba de perder las cejas. y, además, no tenía estaca.
 -Pues sí que lo has arreglado bien... -dije.
 -La cosa no ha ido exactamente como yo deseaba -admitió-, pero quería hacer mi última buena acción del viernes.
 Con estas palabras, lo comprendí todo claramente. Hacía tanto tiempo que no veía a aquel saco de veneno, que había olvidado la peculiaridad de su psicología, que hacía de él una grave amenaza para la sociedad.
 Recordaba en ese momento que Edwin era uno de esos muchachos enteros que nunca eluden un esfuerzo. Tenía el mismo curioso concepto de la vida que su hermana Florence. Y cuando se unió a los boy scouts, lo hizo resuelto a no rehuir una sola responsabilidad. El programa requería una buena acción diaria y se lanzó a ello con grave y voluntarioso espíritu. Desgraciadamente, entre una cosa y otra, obraba siempre a destiempo y ponía tanto celo en el cumplimiento de su cometido que el sitio en donde operaba se convertía rápidamente en un infierno para los hombres y los animales. Así ocurrió en la casa de Shropshire donde lo conocí y así ocurría evidentemente en ese momento.
 Con rostro pensativo y mordiéndome el labio inferior, cogí mi chaqueta y me la puse. Es muy probable que un hombre más débil que Bertram, ante la perspectiva de verse acorralado en una localidad en la que se hallaban no sólo Florence Craye, el agente de policía Cheesewright y el tío Percy, sino Edwin haciendo buenas acciones, hubiera caído de rodillas. Y no estoy seguro de que no lo hubiese hecho yo también de no haber realizado un espantoso descubrimiento, tan horrible que lancé un grito, y las imágenes de Florence, Stilton y el tío Percy y Edwin se borraron de mi mente.
 Acababa de recordar que mi maletita, que contenía el disfraz de Simbad el Marino, había quedado en el vestíbulo de Wee Nooke y que las llamas iban acercándose a ella.
 En mis actos no hubo ya vacilación ni duda. Cuando se trató de ir a salvar boy scouts pude rascarme un poco la barbilla, pero esa vez era diferente. Necesitaba mi disfraz de Simbad. Sólo recuperándolo podría asistir la noche siguiente al baile de disfraces de East Wibley, único punto brillante en el sombrío y amenazador futuro. Era posible, desde luego, ir a Londres en busca de otra cosa, pero probablemente hubiera hallado un simple Pierrot y todo mi corazón estaba puesto en aquel Simbad y sus patillas rojas.
 Edwin decía no sé qué respecto del cuerpo de bomberos y yo asentía distraídamente. Entonces, echando a correr como una liebre mecánica, encomendé mi alma a Dios y me metí dentro.»
 
    [El fragmento pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 2011, en traducción de Manuel Bosch Barrett. ISBN: 978-84-339-7603-1.]

martes, 30 de octubre de 2018

Primera crónica general.- Alfonso X, "el sabio" (1221-1284)


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558.- Del loor de Espanna como es complida de todos bienes

«Pues que el rey Rodrigo et los cristianos fueron venzudos et muertos, la muy noble yente de los godos que muchas batallas crebantara, et abaxara muchos regnos, fue entonces crebantada et abaxada, et las sus preciadas señas abatidas. [...]
 Todos deben por esto aprender que non se deba ninguno preciar: nin el rico en riqueza, nin el poderoso en su poderio, nin el fuert en su fortaleza, nin el sabio en su saber, nin preciar, preciese en servir a Dios, ca él fiere et pon melezina, éll llaga et él sanna, ca toda la tierra suya es; e todos pueblos et todas las yentes, los regnos, los lenguages, todos se mudan et se camian, mas Dios criador de todo siempre dura et está en un estado.
 E cada una tierra de las del mundo et a cada provincia honró Dios en señas guisas et dio su don; mas entre todas las tierras que éll honró más, España la de occidente fue; ca a esta abastó él de todas aquellas cosas que homne suel cobdiciar. Ca desde que los godos andidieron por las tierras de la una parte et de la otra provándolas por guerras et por batallas et conquiriendo muchos logares en las provincias de Asia et de Europa, asi como dixiemos probando muchas moradas en cada logar et catando bien et escogiendo entre todas las tierras el mas provechoso logar, fallaron que España era el meior de todos, e muchol preciaron más que a ninguno de los otros, ca entre todas las tierras del mundo España ha una estremanza de abondamiento et de bondad más que otra tierra ninguna.
 Demás es cerrada toda en derredor: dell un cabo de los montes Pireneos  que llegan fasta la mar, de la otra parte del mar Occeano, de la otra del mar Tirreno. Demas es en esta España la Gallia Gotica que es la provincia de Narbona desouno con las cibdades Rodes, Albia et Beders, que en el tiempo de los godos pertenescien a esta mism provincia. Otrosi en Africa habie una provincia señora de diez cibdades que fue llamada Tingintana, que era so el señorio de los godos asi como todas estas otras.
 Pues esta España que decimos tal es como el paraíso de Dios, ca riega se con cinco ríos cabdales que son Ebro, Duero, Tajo, Guadalquivil, Guadiana; e cada uno dellos tiene entre si et ell otro grandes montañas et tierras; et los valles et los llanos son grandes et anchos, et por la bondat de la tierra et ell humor de los ríos lievan muchos frutos et son abondados. España la mayor parte della se riega de arroyos et de fuentes et nuncual minguan pozos cada logar o los ha mester.
 España es abondada de mieses, deleitosa de fructas, viciosa de pescados, sabrosa de leche et de todas las cosas que se della facen; lena de venados et de caza, cubiertas de ganados, lozana de caballos, provechosa de mulos, segura et bastida de castiellos, alegre por buenos vinos, folgada de abondamiento de pan; rica de metales, de plomo, de estaño, de argent vivo, de fierro, de arambre, de plata, de oro, de piedras preciosas, de toda manera de piedra mármol, de sales de mar et de salinas de tierra et de sal en peñas, et dotros mineros muchos: azul, almagra, greda, alumbre et otros muchos de cuantos se fallan en otras tierras; briosa de sirgo et de cuanto se face dél, dulce de miel et de azucar, alumbrada de cera, complida de olio, alegre de azafrán.
 España sobre todas es engeñosa, atrevuda et mucho esforzada en lid, ligera en afán, leal al señor, afincada en estudio, palaciana en palabra, complida de todo bien; non ha tierra en el mundo que la semeje en abondanza, nin se eguale ninguna a ella en fortalezas et pocas ha en el mundo tan grandes como ella. España sobre todas es adelantada en grandez et mas que todas preciada por lealtad. ¡Ay España! non ha lengua nin engeño que pueda contar tu bien.
 Sin los ríos cabdales que dixiemos de suso, muchos otros hay que en su cabo entran en la mar non perdiendo el nombre, que son otrosi rios cabdales, asi como es Miño, que nasce et corre por Gallicia et entra en la mar; e deste rio lieva nombre aquella provincia Miñea, e muchos otros ríos que ha en Galicia et en Asturias et en Portogal et en ell Andalucia, et en Aragon et en Catalona et en las otras partidas de España que entran en su cabo en la mar. Otrosi Alvarrecen et Segura que nascen en esa misma sierra de Segura, que es en la provincia de Toledo, et entran en el mar Tirreno, et Mondego en Portogal que non son nombrados aquí.
 Pues este regno tan noble, tan rico, tan poderoso, tan honrrado, fue derramado et astragado en una arremesa por desavenencia de los de la tierra que tornaron sus espaldas en si mismos unos contra otros, asi como si les minguasen enemigos; et perdieron y todos, ca todas las cibdades de España fueron presas de los moros et crebantadas et destroidas de mano de sus enemigos.
 
559.-Del duelo de los godos de España et de la razón porque ella fue destroida
 
 Pues que la batalla fue acabada desaventuradamientre et fueron todos muertos, los unos et los otros -ca en verdad non fincara ninguno de los cristianos en la tierra que a la batalla non viniese, qué dell un cabo qué dell otro, dellos en ayuda del rey Rodrigo, dellos del cuende Julián- fincó toda la tierra vacia del pueblo, lena de sangre, bañada de lágrimas, conplida de apellidos, huéspeda de los estraños, enagenada de los vecinos, desamparada de los moradores, viuda et desolada de sus fijos, confonduda de los bárbaros, esmedrida por la llaga, fallida de fortaleza, flaca de fuerza, menguada de conort, et desolada de solaz de los suyos.
 Alli se renovaron las mortandades del tiempo de Hércules, allí se refrescaron et podrescieron las llagas del tiempo de los uvandalos, de los alanos et de los suevos que comenzaran ya a sanar. España que en ell otro tiempo fuera llagada por la espada de los romanos, pues que guresciera et cobrara por la melezina et la bondad de los godos, estonces era crebantada, pues que eran muertos et aterrados cuantos ella criara.
 Oblidados le son los sus cantares et el su lenguaje ya tornado es en ageno et en palabra estraña. Los moros de la hueste todos vestidos del sirgo et de lo paños de color que ganaran; las riendas de los sus caballos tales eran como de fuego, las sus caras dellos negras como la pez, el más fremoso dellos era negro como la olla, asi lucien sus ojos como candelas; el su caballo dellos ligero como leopardo e el su caballero mucho más cruel et más dañoso que es el lobo en la grey de las ovejas en la noche.
 La vil yente de los africanos que se non solie preciar de fuerza nin de bondad, et todos sus fechos facie con art et a engaño, et non se solien amparar si non pechando grandes riquezas et grand haber, esora era exaltada, ca crebantó en un hora más aina la nobleza de los godos que lo non podrie homne decir por lengua.»
 
 [El texto pertenece a la edición en español de Espasa-Calpe, 1980, al cuidado de Antonio G. Solalinde. ISBN: 84-239-0169-6.]

lunes, 29 de octubre de 2018

El loco de las rosas.- Mohamed Chukri (1935-2003)


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El loco de las rosas

«Embellece su cara de trasnochadora con polvos. Una gota de un líquido azul en cada ojo devuelve el brillo a su mirada. Derrama por su cuerpo la fragancia de un perfume caro.
 Saca de su pequeño armario el mejor vestido, el más transparente, el más suave y ajustado. Elige unos preciosos zapatos de tacón plateados. Los envuelve en las páginas de una revista extranjera que tan sólo compra para esconder sus zapatos, los nuevos y los viejos.
 Se pone los viejos y se lleva envueltos los nuevos bajo el brazo. Antes de salir, saluda a una enorme y elegante muñeca que compró con su dinero, cuando tuvo edad de ganarse la vida.
 Su hermano más pequeño está sentado bajo el quicio de la puerta. Juega con una gatita a la que le ha atado una bola de papel. Enfrente, un perro enfermo y tumbado a la sombra, lucha desesperadamente contra el sueño.
 El pequeño para de jugar y se despide de su hermana. Ella le da una moneda y un beso. Él le suplica que vuelva temprano antes de que se duerma. Su otro hermano juega al balón con los amigos del barrio.
 Niños y mujeres aguardan su turno en la fuente para llenar los cubos, en medio de gritos e insultos. Una pequeña caga cerca de un seto. Revuelve su caca con un palito y lo huele. Un perro esquelético da vueltas a su alrededor, moviendo la cola. Dos muchachas se pelean por su turno. Una de ellas se levanta el vestido enseñando su trasero desnudo.
 -¿Sabes lo que te digo? Esto es lo que vales -dice provocando a su contrincante.
 La otra le hace un gesto desafiante con la mano y se arroja sobre su rival. Puñetazos, tirones, insultos. Sentados en el suelo y apoyados en un muro, unos chicos fuman desganados. Observan la pelea sin ningún interés.
 Uno de ellos silba al verla pasar y le lanza piropos. Dos niños le tienden la mano pidiendo dinero. Ella les da una moneda a cada uno y, cabizbaja y molesta, continúa su camino en medio del barro. Algunas chicas la miran con admiración; otras con amargura y envidia.
 Al salir del barrio enfangado, se cambia de zapatos. Esconde los zapatos en un seto. Ahora ya está lista para caminar por la calle asfaltada que lleva a la ciudad nueva.
 El poeta tullido escribe acerca de todo lo que sucede en el barrio. Pero, a veces, anota también algunos hechos acontecidos en la ciudad aunque él no los haya vivido, porque escuchó a quien los vio y los contó.
 Éste es un extracto de su diario:
 "Ayer reflexioné de nuevo, a través de los ceros, sobre mi vida. Medité sobre el valor del cero según su posición, de izquierda a derecha. Pensé en todo a través de nada.
 A Él no se le pedirán explicaciones de lo que hace, pero ellos sí serán preguntados.
 Lo que te alcanza por la derecha es de Dios; lo que te sobreviene por la izquierda, tuyo es. Dios reparte y vosotros acumuláis. No sois equitativos en nada. Sólo Dios es justo. Aniquilar los ídolos, es todo a lo que podéis aspirar. Dios os mostrará el camino si destruís aquello que habéis erigido por vosotros mismos.
 ¡Sexo! ¡Sexo! ¡Sexo! Es vuestra perdición. Pedid pues la felicidad de la promesa si sois pacientes y creyentes. Estoy lleno de cólera contra esa hambre humana que sólo la muerte puede saciar.
 Ya no me acuerdo del orgullo que me impedía amar. El dulce distanciamiento era mi único consuelo. Me ha vencido siempre la lujuria, es más fuerte que la castidad.
 No he tenido a la mujer que he deseado ardientemente. Aquella cuya ausencia hace sufrir y su presencia se convierte en suplicio. ¡La belleza! ¡Oh, la belleza que me devora y pertenece a otro, que se burla de mí! Jamás he comprendido a una sola mujer sino en los caprichos de mi imaginación: tras varios sorbos, no en uno. Quizás porque pensé en todas ellas y esparcí mi deseo. Pensé en mi vida sin llegar a vivirla. Éste es el consuelo del que la vivió y no pensó en ella. [...]
 Tengo un amigo que, como a mí, le subyuga la belleza. Me odia en los ojos de su mujer y me quiere en los ojos de aquéllas que pasan por mi vida. Éste es el consuelo del que se aburre del rostro familiar. Pero yo me vi empujado por el deseo a dar vueltas alrededor de la 'sagrada morada' de su mujer durante tres días. Ahora, tan sólo le consagro un día: en su sol o en su luna. Y a él, la única honra que le queda es la ceremonia de consumar. Acostumbro a hablar de eso al final de la noche, tras la última copa y el último céntimo. Si no respeto el fard, ¿quién me va a juzgar por no hacerlo con la sunna? Somos hermanos por elección y enemigos por obligación.
 Los solteros de esta ciudad se entregaron a la vida nocturna y a la bebida, como yo. Otros optaron por emigrar antes de los treinta, huyendo de la locura, de la ignorancia y de la propia muerte. Hoy estoy solo con mi copa como aquellos que corren hacia los burdeles esperando recuperar la llama de su soltería. […]
 He encontrado en los burdeles a todas mis hermanas y a las hermanas de mis amigos. He visto al delirio nocturno fundir su maquillaje y desgarrar sus máscaras. La caries carcome sus dientes en la flor de la juventud. Las he oído evocar la inocencia de su infancia a través de canciones escolares medio olvidadas, de historias tristes, de películas de amor y de unos recuerdos pasados y presentes". [...]
 Entra en un banco del boulevard. Abre su precioso bolso de cuero, saca un cheque y lo firma con mano temblorosa. El cajero lo examina y la mira. Parece inquieta. Retira doscientos dírhams y se marcha. En el quiosco, compra una revista femenina y un paquete de tabaco rubio.
 En el salón de té de Madame Porte, la guapa y amable camarera le toma nota. Sabe lo generosa que es con ella.
 -Quisiera un zumo de naranja, leche fría y tostadas con mantequilla y mermelada.- Tiene todavía la voz ronca por el cansancio de la noche anterior.
   [...]
 Mientras, su hermano más pequeño juega con la gatita cerca del poeta tullido y frente a ellos el perro enfermo dormita. Sin soltar el gorrión que agoniza en sus manos, un niño mea, deliberadamente, sobre los zapatos que ella había escondido en el seto.»
 
   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Cabaret Voltaire, 2015, en traducción de Rajae Boumediane El Metni. ISBN: 978-84-942185-8-3.]

domingo, 28 de octubre de 2018

El baile.- Irène Némirovsky (1903-1942)


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6
«Y cuénteme, ¿a quién veremos esta noche? —preguntó la señorita Isabelle.
 —¡Oh! —dijo Rosine—, algunas personas encantadoras, también algunos vejestorios, como la vieja marquesa de San Palacio, a quien debo devolver la cortesía; además, le gusta tanto venir a casa... La vi ayer, tenía que irse; me dijo: “Querida mía, he retrasado ocho horas mi partida al Midi por su velada: se pasa tan bien en su casa...”
—¡Ah!, ¿ha organizado ya otros bailes? —preguntó la señorita Isabelle, y apretó los labios.
—No, no —se apresuró a decir la señora Kampf—, simplemente algunos tés; no la he invitado porque sé que está usted tan ocupada durante el día...
—Sí, en efecto; además, el año que viene pienso también dar unos conciertos...
—¿En serio? ¡Qué excelente idea!
 Callaron.
 La señorita Isabelle examinó una vez más las paredes de la estancia.
 —Encantadora, encantadora de verdad, con mucho gusto...
 De nuevo se hizo el silencio. Las dos mujeres emitieron una tosecilla. Rosine se alisó el cabello. La señorita Isabelle se ajustó la falda minuciosamente.
 —Qué buen tiempo hemos tenido estos días, ¿verdad?
 Kampf intervino de pronto:
 —Vamos, no podemos quedarnos así, con los brazos cruzados, ¿no? ¡Sí que tarda la gente, por eso! Porque en las tarjetas pusiste a las diez, ¿verdad, Rosine?
 —Veo que me he adelantado mucho.
 —Qué va, querida, ¿qué dice? Es una costumbre horrible la de llegar tan tarde, es deplorable...
 —Propongo que bailemos —dijo Kampf dando una palmada jovialmente.
 —¡Por supuesto, qué buena idea! Pueden empezar a tocar —exclamó la señora Kampf a la orquesta—: Un charlestón.
 —¿Sabe bailar el charlestón, Isabelle?
 —Claro que sí, un poco, como todo el mundo...
 —Ah, pues no le faltarán acompañantes. El marqués de Itcharra, por ejemplo, el sobrino del embajador de España, siempre gana todos los premios en Deauville, ¿verdad, Rosine? Mientras esperamos, abramos el baile...
 Se alejaron, y la orquesta bramó en el salón desierto. Antoinette vio que su madre se levantaba, corría a la ventana y pegaba —también ella, pensó la niña— el rostro a los cristales fríos. El reloj de pared dio las diez y media.
 —Dios mío, Dios mío, pero ¿qué pretenden? —susurró la señora Kampf agitadamente—. Que el diablo se lleve a esta vieja loca —añadió, casi en voz alta, y al punto aplaudió y exclamó entre risas—: ¡Ah!, estupendo, estupendo; no sabía que bailaba tan bien, Isabelle.
  —Pero si baila como Joséphine Baker —afirmó Kampf desde el otro lado del salón.
 Terminado el baile, el anfitrión dijo:
 —Rosine, voy a llevar a Isabelle al bar, no se ponga celosa.
 —Pero ¿usted no nos acompaña, querida?
 —Un instante si me lo permite, tengo que dar unas órdenes a los criados y enseguida me reúno con ustedes...
 —Voy a coquetear con Isabelle durante toda la velada, está avisada, Rosine.
 La señora Kampf tuvo fuerzas para reírse y amenazarles con el dedo; pero no pronunció una palabra y, en cuanto se quedó sola, se pegó de nuevo a la ventana. Se oían los automóviles que subían por la avenida; algunos ralentizaban la marcha delante de la casa; entonces ella se inclinaba y devoraba con los ojos la oscura calle invernal, pero los automóviles se alejaban, se perdían entre las sombras. A medida que transcurría el tiempo, los automóviles eran cada vez más escasos y durante largos minutos no se oía ni un solo ruido en la avenida desierta, como en provincias; apenas el ruido del tranvía en la calle de al lado, y bocinazos distantes, suavizados, amortiguados por la distancia...
 Rosine hacía rechinar las mandíbulas como presa de la fiebre. Once menos cuarto. Once menos diez. En el salón vacío, un pequeño reloj daba la hora con pequeños toques acuciantes, de timbre agudo y claro; el del comedor respondió, insistió, y al otro lado de la calle, el gran reloj del frontispicio de una iglesia tocaba lenta y gravemente, cada vez más fuerte a medida que desgranaba las horas.
 —... nueve, diez, once —contó con desesperación, levantando al cielo los brazos llenos de diamantes—. Pero ¿qué pasa? ¿Qué ha ocurrido, Jesús bendito?
 Alfred regresó con Isabelle y los tres se miraron sin hablar.
La anfitriona rió con nerviosismo.
 —Es un poco raro, ¿no? A menos que haya ocurrido algo...
 —¡Oh! Querida mía, a menos que haya habido un terremoto —dijo la invitada con tono triunfal.
 Pero la señora Kampf no se rindió todavía. Jugueteando con sus perlas, pero con la voz ronca por la angustia, dijo:
 —¡Oh!, no significa nada; imagínese, el otro día estaba en casa de mi amiga la condesa de Brunelleschi y los primeros invitados empezaron a llegar a las doce menos cuarto. Así que...
 —Pues es bastante molesto para la señora de la casa, irritante —murmuró la señorita Isabelle con dulzura.
 —¡Oh!, es... es una costumbre que hay que imitar, ¿no es así?
 En aquel instante sonó el timbre. Alfred y Rosine se abalanzaron hacia la puerta.
 —Toquen —ordenó Rosine a los músicos.
 Ellos atacaron un blues briosamente. No aparecía nadie. Rosine no pudo soportarlo más. Interpeló:
 —Georges, Georges, han llamado a la puerta, ¿no lo ha oído?
 —Son los helados que traen de chez Rey.
 La señora Kampf estalló:
 —Les digo que ha ocurrido algo, un accidente, un malentendido, una confusión de fechas, de hora, ¡yo qué sé! Las once y diez, son la once y diez —repitió con desesperación.
 —¿Las once y diez ya? —exclamó la señorita Isabelle—. Sí, ya lo creo, tiene usted razón, el tiempo pasa deprisa en su casa, felicidades... Son y cuarto ya, creo, ¿lo oye?
 —¡Bueno, pues no tardarán en llegar! —dijo Kampf con voz resonante.
De nuevo se sentaron; pero no dijeron nada más. Se oía a los criados riéndose a carcajadas en la antecocina.
 —Ve y hazlos callar, Alfred —dijo finalmente Rosine con voz temblorosa de ira—: ¡Ve!
 A las once y media apareció la pianista.
 —¿Tenemos que esperar más, señora?
 —¡No, váyanse, váyanse todos! —exclamó ella bruscamente, a punto de precipitarse a una crisis nerviosa—. ¡Les pagamos y se van! No habrá baile, no habrá nada. ¡Es una afrenta, un insulto, una conspiración de nuestros enemigos para ridiculizarnos, para acabar conmigo! Si viene alguien ahora, no quiero verlo, ¿me oyen? —prosiguió con violencia creciente—. Les dicen que me he ido, que hay un enfermo en la casa, un muerto, ¡lo que quieran!
 La señorita Isabelle se mostró solícita:
 —Vamos, querida, no pierda la esperanza. No se atormente así, enfermará... Naturalmente, comprendo cuánto debe de estar sufriendo, querida, mi pobre amiga. ¡El mundo es tan malvado, por desgracia!... Debería decirle usted alguna cosa, Alfred, mimarla, consolarla...
 —¡Menuda comedia! —siseó Kampf entre dientes, con el semblante pálido—. ¿Quieren callarse de una vez?
 —Vamos, Alfred, no grite. Al contrario, tiene que mimarla...
 —¿Eh? ¡Si a ella le gusta hacer el ridículo!
 Giró bruscamente sobre los talones e interpeló a los músicos:
 —¿Qué hacen ustedes aquí todavía? ¿Cuánto se les debe? Y váyanse inmediatamente, por amor de Dios...
 La señorita Isabelle recogió despacio su boa de plumas, sus impertinentes, su bolso.
 —Será mejor que me retire, Alfred, a menos que pueda serles útil en lo que sea, mi pobre amigo...
 Al ver que él no respondía, se inclinó, besó en la frente a Rosine, que permanecía inmóvil y ni siquiera lloraba, con los ojos fijos y secos.
 —Adiós, querida, créame que estoy desolada, que lo siento muchísimo —musitó maquinalmente, como en el cementerio—. No, no; no me acompañe, Alfred, salgo, me voy, ya me he ido, llore a sus anchas, mi pobre amiga, desahóguese —soltó una vez más con todas sus fuerzas en medio del salón desierto.
 Alfred y Rosine la oyeron decir a los criados, cuando cruzaba el comedor:
 —Sobre todo, no hagan ruido; la señora está muy nerviosa, muy afectada.
 Y, finalmente, el zumbido del ascensor y el golpe sordo de la puerta cochera al abrirse y volver a cerrarse.
 —Vieja pajarraca —murmuró Kampf—, si al menos...
 No terminó. Rosine, puesta en pie de repente, con el rostro brillante de lágrimas, le mostró el puño gritando:
 —¡Tú tienes la culpa, imbécil, por tu sucia vanidad, tu orgullo de pavo real, es cosa tuya!... ¡El señor quiere dar bailes! ¡Recibir! ¡Es para desternillarse de risa! ¡Por Dios! ¿Crees que la gente no sabe quién eres, de dónde sales? ¡Nuevo rico! ¡Te la han jugado bien, eh, tus amigos, tus queridos amigos, ladrones, estafadores!
 —¡Y los tuyos, tus condes, tus marqueses, tus gigolós!
 Continuaron gritándose un tropel de palabras desbocadas, violentas, que fluían como un torrente. Después Kampf, con los dientes apretados, dijo bajando la voz:
 —¡Cuando te recogí, Dios sabe por dónde te habías arrastrado ya! ¡Crees que no sé nada, que no me daba cuenta de nada! Yo pensaba que eras guapa, inteligente, que si me hacía rico me honrarías... Buen negocio hice, desde luego, menuda con la que fui a dar, modales de verdulera, una solterona con modales de cocinera...
 —Otros quedaron satisfechos...
 —Lo dudo. Pero no me des detalles. Mañana lo lamentarías.
 —¿Mañana? ¿Y tú te has creído que me quedaré una hora siquiera contigo después de todo lo que me has dicho? ¡Animal!
 —¡Vete! ¡Vete al diablo!
 El señor Kampf salió dando portazos.
 Rosine lo llamó:
 —¡Alfred, vuelve!
 Y esperó, la cabeza vuelta hacia el salón, anhelante, pero él ya estaba lejos... Bajaba por la escalera. En la calle, su voz furiosa gritó un rato: «¡Taxi, taxi!», luego se alejó, se apagó a la vuelta de una esquina.
 Los criados habían subido a su apartamento, dejando por todas partes las luces encendidas, las puertas golpeando... Rosine permaneció inmóvil, con su vestido brillante y sus perlas, hundida en un sofá.»
 
   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Salamandra, 2006, en traducción de Gema Moral Bartolomé. ISBN: 84-9838-023-5.]

sábado, 27 de octubre de 2018

Los mitos de la Guerra Civil.- Pío Moa (1948)


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Primera parte.
11.-Consideraciones generales sobre las causas de la guerra

«Primera, si la república llegó pacíficamente no se debió a los republicanos, que intentaron imponerla por un golpe militar o pronunciamiento, sino a los monárquicos, los cuales permitieron presentarse a las elecciones a republicanos y socialistas, sólo cuatro meses después del fallido pronunciamiento. Y pese a tener aquellas elecciones carácter municipal, no parlamentario, y perderlas los republicanos, la reacción se apresuró a entregar el poder, renunciando a la violencia. No importan aquí las causas del hecho, sino el hecho indudable, reconocido por todos los testimonios, empezando por el de Miguel Maura. ¡Sorprendentemente la oligarquía había abierto el paso a la república! ¿Cómo hablar de generosidad republicana por no haber recurrido al "cortejo sangriento de la venganza y la represalia"?
 Segunda, los republicanos mostraron nula generosidad con quienes les habían regalado el poder, en expresión de Maura. Pusieron al monarca fuera de la ley, confiscaron sus bienes y procesaron a políticos de la dictadura... con la cual habían colaborado varios de los ahora republicanos. Mucho peor fue la magna quema de edificios religiosos y culturales antes de que los conservadores hubieran mostrado la menor hostilidad al régimen. El gobierno "modernizador", permisivo con los vándalos y punitivo con sus víctimas, reveló nulo espíritu democrático o respeto a los derechos ciudadanos, por decirlo de modo muy suave.
 Tercera, si bien los monárquicos optaron entonces por la subversión, la respuesta muy mayoritaria de los conservadores fue pacífica y legalista. Por ello, la rebelión de Sanjurjo quedó aislada y Azaña pudo felicitarse en las Cortes por el frustrado golpe, y explotarlo para perseguir a la derecha en general.
 Cuarta, la CEDA, sin ser republicana ni demócrata, poseía una cualidad que hubiera permitido la convivencia ciudadana: la moderación. Sus adversarios acusaban y acusan a Gil-Robles de doblez y de aspirar a destruir el régimen desde dentro, pero la realidad prueba otra cosa. Al revés que los supuestos adalides de la democracia y el progreso, la CEDA no predicó ni organizó la violencia, que sí sufrió de las izquierdas y sus milicias. Y cuando éstas se alzaron, en octubre de 1934, mantuvo la legalidad republicana, que tan poco le gustaba. Hechos demostrativos, a juicio de Madariaga y de cualquiera a quien no cieguen los prejuicios y en los que debe insistir todo historiador veraz, dada la enorme masa de desvirtuaciones al respecto.
 Quinta, no existió la sanguinaria y brutal represión en Asturias después de la revolución del 34, mencionada en cientos de libros. Los excesos -inferiores a los cometidos por los revolucionarios- no guardan la menor relación con las acusaciones de la izquierda, como he mostrado más por extenso en otro libro. Éste sigue siendo uno de los mitos fundamentales de la guerra, e impresiona constatar cómo una campaña basada en falsedades y exageraciones tuvo tan inmensa trascendencia histórica, al articular el Frente Popular y su propaganda electoral de 1936, y exaltar terriblemente los odios.
 Sexta, tampoco puede aceptarse la versión de que eran los propios conservadores quienes, bajo el Frente Popular, fomentaban el desorden a fin de justificar el golpe. Ni siquiera la Falange actuó antes de verse acosada mortalmente y fueron Gil-Robles y Calvo Sotelo quienes en las Cortes acuciaron al gobierno a reprimir la ola de crímenes. Prueba de que las izquierdas conocían el origen de los desmanes, aunque sembrasen confusión al respecto, es la respuesta del Frente Popular a dichas peticiones: justificar los crímenes aludiendo a las pretendidas atrocidades de Asturias, y rechazar las peticiones, con amenazas públicas a sus promotores. Si los desmanes hubieran venido de la derecha, sin duda el gobierno los habría reprimido y así lo hacía con la Falange, a la que persiguió con dureza y discutible legalidad. Dejaba impunes, en cambio, a los revolucionarios, evidentes autores de la gran mayoría de los atentados. Ello hundía la legitimidad democrática del gobierno.
 Estos y otros muchos datos prueban que los conservadores, lejos de obstruir la instauración republicana, la facilitaron y mantuvieron una moderación y legalismo mayoritarios, defendiendo la legalidad y la democracia frente a la insurrección armada izquierdista: los monárquicos y la Falange constituían grupos muy minoritarios, como probaron las elecciones de 1933 y luego las de 1936.
 Así pues, en al alzamiento militar de julio del 36 no puede verse la culminación de una sorda subversión antirrepublicana desde el mismo nacimiento del régimen, sino una rebelión ante una situación juzgada insoportable no sólo por las derechas sino también por políticos izquierdistas, empezando por Prieto. Y si en octubre del 34 un contragolpe derechista tenía casi seguridad de vencer, en 1936 casi todo estaba en contra: el poder en manos de la izquierda y el ejército más dividido que nunca. Fue, por tanto, un movimiento azaroso, casi a la desesperada, apoyado por casi toda la derecha -incluyendo a una CEDA frustrada en sus propósitos legalistas-, convencida de que la marea revolucionaria estaba a punto de ahogarla.
 No hubo en esos años, pues, peligro fascista real. ¿Era real, a su vez, el peligro revolucionario? Del carácter revolucionario de las ideas y estrategias de las fuerzas principales de la izquierda no cabe duda alguna. Los ácratas intentaron su revolución desde el principio de la república y, luego, con mucho mayor peligro, los socialistas, en octubre del 34; y la amenaza no desapareció, sino que se agravó desde febrero del 36. El caos y el doble poder de aquellos meses lo admiten implícitamente La Pasionaria o Azaña, y explícitamente Prieto o Zugazagoitia, los republicanos Martínez Barrio, Alcalá-Zamora, Madariaga, etc. Por tanto, la masa conservadora del país se alzó en 1936 contra un peligro revolucionario real y muy avanzado, y su rebelión no puede equipararse a la de octubre del 34 contra un peligro fascista inexistente y que la izquierda sabía inexistente. Luego, la pasión de la lucha, la crisis mundial del liberalismo y el influjo de los fascismos europeos dio a la rebelión algunos rasgos más o menos fascistas, nunca completos al estilo italiano, y mucho menos al alemán. Pero ello ocurrió a última hora y como reacción a una amenaza que ya nadie esperaba frenar mediante la democracia liberal.»
 
   [El texto pertenece a la edición en español de La Esfera de los Libros, 2005. ISBN: 84-9734-187-2.]

viernes, 26 de octubre de 2018

La hija de Homero.- Robert Graves (1895-1985)


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1.-El collar de ámbar

«Una desdichada tarde, hace tres años, cuando hacía aún muy poco tiempo que mi hermano Laodamante estaba casado, comenzó a soplar el viento que llamamos siroco y una enorme nube se echó pesadamente sobre los hombros del monte Erix. Como de costumbre, se agostaron las plantas de mi jardín, mi cabello perdió sus rizos y todos se volvieron quisquillosos y pendencieros; mi cuñada Ctimene no menos que los demás. Esa noche, en cuanto se encontró a solas con Laodamante en el asfixiante dormitorio, que estaba en el piso superior y daba al patio de los banquetes, comenzó a reprocharle su pereza y falta de espíritu emprendedor. Ctimene habló en detalle sobre el valor de su dote y le preguntó si no le avergonzaba pasarse los días cazando o pescando, en lugar de conquistar riquezas mediante audaces aventuras al otro lado del mar.
 Laodamante rio y respondió, con tono ligero, que la única culpable era ella: su rozagante belleza era lo que lo retenía en el hogar.
 -En cuanto me canse de tu delicioso cuerpo, esposa mía, emprenderé viaje... Me iré tan lejos como pueda llevarme un barco, a la Tierra de Cólquida y a los Establos del Sol, si hace falta; pero ese momento no ha llegado aún.
 -Sí -respondió Ctimene, malhumorada-; pareces destinado a no cansarte de mis abrazos durante mucho tiempo, a juzgar por la forma en que me importunas con tus atenciones nocturnas. Pero en cuanto raya el alba sales corriendo, preocupado sólo por tus sabuesos, tu lanza de cazar jabalíes y tu arco. Y no vuelvo a verte hasta el anochecer y entonces comes como un lobo, bebes como una marsopa, juegas una o dos partidas de ajedrez, en las que empleas la astucia de un zorro, y te diriges una vez más, tambaleándote, a la cama, donde vuelves a ahogarme con tus calurosas caricias osunas.
 -No me tendrías en muy elevada opinión si no cumpliera con mis deberes maritales.
 -Los deberes de un esposo no se cumplen sólo entre las sábanas.
 Fue como si un pugilista de brazos largos tratase de mantener a distancia a su rival, pequeño y que golpeaba duro, sólo con algunos breves puñetazos de izquierda, hasta que al cabo el contricante se desliza bajo la guardia del hombre de más estatura y lo aporrea bajo el corazón. Laodamante se encolerizó, pero demostró que tampoco él era un novicio en materia de luchas cuerpo a cuerpo.
 -¿Pretendes que haraganee por la casa todo el día -preguntó-, que te narre historias mientras tú hilas la lana; que la enmadeje y lleve recados de tu parte? Pienso quedarme en Drépano hasta que me hayas complacido quedando embarazada (eso, siempre que no seas estéril, como tu tía y tu hermana mayor), pero mientras esté aquí considero que es más varonil cazar cabras salvajes o jabalíes que matar el tiempo entre el almuerzo y la cena como lo hacen la mayoría de los jóvenes de mi edad y rango: es decir, bebiendo, jugando a los dados, bailando, chismorreando en el mercado, pescando con línea, anzuelo y flotador desde el muelle y jugando al tejo en el patio. O quizá prefieras que yo mismo hile y teja, como lo hizo Hércules en Lidia, cuando la reina Onfalia lo hechizó...
 -Quiero un collar -dijo Ctimene de pronto-. Quiero un hermoso collar de ámbar hiperbóreo, con gruesas cuentas de oro entre las de ámbar, y un broche de oro en forma de dos serpientes entrelazadas por la cola.
 -Si, ¿eh? ¿Y dónde encontrar semejante tesoro?
 -La madre de Eurímaco ya tiene uno y el capitán Dimas le ha prometido otro a su hija Procne, la amiga de Nausícaa, cuando regrese de su próximo viaje a la arenosa Pilos.
 -¿Deseas que le tienda una emboscada al barco cuando pase ante Motia y le robe el collar para ti... al estilo de Bucinna?
 -Me niego a entender tu chiste sobre mi isla... si hay que considerarlo un chiste. ¡No, no te atrevas a besarme! El viento es tremendo y me duele la cabeza. Vete a dormir a otra parte. Espero que el alba te encuentre en un estado de ánimo más razonable.
 -No puedo darle las buenas noches a mi esposa con un beso: ¿es eso lo que quieres decir? ¡Ten cuidado, no sea que te devuelva a la casa de tus padres, con dote y todo!
 -¿Con dote y todo? Eso no sería fácil. De los doscientos lingotes de cobre y las veinte balas de lienzo rescatadas del barco sidonio que mi padre encontró a la deriva, sin tripulación, frente a Bucinna...
 -¿A la deriva, dices? Asesinó a toda la tripulación al estilo tradicional de Bucinna, como de sobra se sabe en todos los mercados de Sicilia.
 -... de los lingotes de cobre y balas de lienzo, repito, invertiste casi la mitad en una empresa comercial en Libia. Querías trocarlos por benjuí, polvo de oro y huevos de avestruz, pero dudo que alguna vez vuelvas a verlos.
 -Las mujeres jamás pueden creer que una vez que un barco ha levado anclas y enarbolado el velamen llega siempre a puerto.
 -No pongo en duda las condiciones marineras del barco, sino sólo la integridad de su capitán, en quien confiaste como un tonto, por consejo de tu amigo Eurímaco. No sería la primera vez que un libio delinquiera y si alguien me dice que Eurímaco exigió una comisión por su participación en el fraude, me sentiré dispuesta a creerle.
 -Mira, esta discusión no puede hacerle mucho bien a tu jaqueca -replicó Laodamante-. Deja que te traiga un cuenco de agua y una tela suave para humedecerte las sienes. El siroco nos está matando a todos.
 Ella tomó como una ironía lo que él había dicho por bondad. Se quedó echada, inmóvil y silenciosa, hasta que Laodamante le llevó el tazón de plata y entonces se incorporó de repente, se lo arrebató de las manos y le arrojó el agua.
 -¡Para refrescarte los acalorados muslos, Príapo! -exclamó.
 Laodamante no perdió los estribos ni la tomó del cuello, como habrían hecho muchos hombres más impetuosos. Nunca he sabido que tratase con violencia a mujer alguna, ni siquiera a una esclava descarada, para castigarla. No hizo más que lanzarle a Ctimene una mirada incendiaria y decirle:
 -Muy bien. Tendrás tu collar, no te aflijas, ¡y ojalá traiga a nuestra casa menos dolor que el de la tebana Erífile de la canción de Homero!»
 
    [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones RBA, 2001,  en traducción de Floreal Mazia. Depósito legal: B-19672-2001.]