6
«Y cuénteme, ¿a quién veremos esta noche?
—preguntó la señorita Isabelle.
—¡Oh!
—dijo Rosine—, algunas personas encantadoras, también algunos vejestorios, como
la vieja marquesa de San Palacio, a quien debo devolver la cortesía; además, le
gusta tanto venir a casa... La vi ayer, tenía que irse; me dijo: “Querida mía,
he retrasado ocho horas mi partida al Midi por su velada: se pasa tan bien en
su casa...”
—¡Ah!, ¿ha organizado ya otros bailes? —preguntó
la señorita Isabelle, y apretó los labios.
—No, no —se apresuró a decir la señora Kampf—,
simplemente algunos tés; no la he invitado porque sé que está usted tan ocupada
durante el día...
—Sí, en efecto; además, el año que viene pienso
también dar unos conciertos...
—¿En serio? ¡Qué excelente idea!
Callaron.
La
señorita Isabelle examinó una vez más las paredes de la estancia.
—Encantadora,
encantadora de verdad, con mucho gusto...
De nuevo
se hizo el silencio. Las dos mujeres emitieron una tosecilla. Rosine se alisó
el cabello. La señorita Isabelle se ajustó la falda minuciosamente.
—Qué buen
tiempo hemos tenido estos días, ¿verdad?
Kampf
intervino de pronto:
—Vamos,
no podemos quedarnos así, con los brazos cruzados, ¿no? ¡Sí que tarda la gente,
por eso! Porque en las tarjetas pusiste a las diez, ¿verdad, Rosine?
—Veo que
me he adelantado mucho.
—Qué va,
querida, ¿qué dice? Es una costumbre horrible la de llegar tan tarde, es
deplorable...
—Propongo
que bailemos —dijo Kampf dando una palmada jovialmente.
—¡Por
supuesto, qué buena idea! Pueden empezar a tocar —exclamó la señora Kampf a la
orquesta—: Un charlestón.
—¿Sabe
bailar el charlestón, Isabelle?
—Claro
que sí, un poco, como todo el mundo...
—Ah, pues
no le faltarán acompañantes. El marqués de Itcharra, por ejemplo, el sobrino
del embajador de España, siempre gana todos los premios en Deauville, ¿verdad,
Rosine? Mientras esperamos, abramos el baile...
Se
alejaron, y la orquesta bramó en el salón desierto. Antoinette vio que su madre
se levantaba, corría a la ventana y pegaba —también ella, pensó la niña— el
rostro a los cristales fríos. El reloj de pared dio las diez y media.
—Dios
mío, Dios mío, pero ¿qué pretenden? —susurró la señora Kampf agitadamente—. Que
el diablo se lleve a esta vieja loca —añadió, casi en voz alta, y al punto
aplaudió y exclamó entre risas—: ¡Ah!, estupendo, estupendo; no sabía que
bailaba tan bien, Isabelle.
—Pero si baila como Joséphine Baker —afirmó
Kampf desde el otro lado del salón.
Terminado
el baile, el anfitrión dijo:
—Rosine,
voy a llevar a Isabelle al bar, no se ponga celosa.
—Pero
¿usted no nos acompaña, querida?
—Un
instante si me lo permite, tengo que dar unas órdenes a los criados y enseguida
me reúno con ustedes...
—Voy a
coquetear con Isabelle durante toda la velada, está avisada, Rosine.
La señora
Kampf tuvo fuerzas para reírse y amenazarles con el dedo; pero no pronunció una
palabra y, en cuanto se quedó sola, se pegó de nuevo a la ventana. Se oían los
automóviles que subían por la avenida; algunos ralentizaban la marcha delante
de la casa; entonces ella se inclinaba y devoraba con los ojos la oscura calle
invernal, pero los automóviles se alejaban, se perdían entre las sombras. A
medida que transcurría el tiempo, los automóviles eran cada vez más escasos y
durante largos minutos no se oía ni un solo ruido en la avenida desierta, como
en provincias; apenas el ruido del tranvía en la calle de al lado, y bocinazos
distantes, suavizados, amortiguados por la distancia...
Rosine
hacía rechinar las mandíbulas como presa de la fiebre. Once menos cuarto. Once
menos diez. En el salón vacío, un pequeño reloj daba la hora con pequeños
toques acuciantes, de timbre agudo y claro; el del comedor respondió, insistió,
y al otro lado de la calle, el gran reloj del frontispicio de una iglesia
tocaba lenta y gravemente, cada vez más fuerte a medida que desgranaba las
horas.
—...
nueve, diez, once —contó con desesperación, levantando al cielo los brazos
llenos de diamantes—. Pero ¿qué pasa? ¿Qué ha ocurrido, Jesús bendito?
Alfred
regresó con Isabelle y los tres se miraron sin hablar.
La anfitriona rió con nerviosismo.
—Es un
poco raro, ¿no? A menos que haya ocurrido algo...
—¡Oh!
Querida mía, a menos que haya habido un terremoto —dijo la invitada con tono
triunfal.
Pero la
señora Kampf no se rindió todavía. Jugueteando con sus perlas, pero con la voz
ronca por la angustia, dijo:
—¡Oh!, no
significa nada; imagínese, el otro día estaba en casa de mi amiga la condesa de
Brunelleschi y los primeros invitados empezaron a llegar a las doce menos
cuarto. Así que...
—Pues es
bastante molesto para la señora de la casa, irritante —murmuró la señorita
Isabelle con dulzura.
—¡Oh!,
es... es una costumbre que hay que imitar, ¿no es así?
En aquel
instante sonó el timbre. Alfred y Rosine se abalanzaron hacia la puerta.
—Toquen
—ordenó Rosine a los músicos.
Ellos
atacaron un blues briosamente. No aparecía nadie. Rosine no pudo soportarlo
más. Interpeló:
—Georges,
Georges, han llamado a la puerta, ¿no lo ha oído?
—Son los
helados que traen de chez Rey.
La señora
Kampf estalló:
—Les digo
que ha ocurrido algo, un accidente, un malentendido, una confusión de fechas,
de hora, ¡yo qué sé! Las once y diez, son la once y diez —repitió con
desesperación.
—¿Las
once y diez ya? —exclamó la señorita Isabelle—. Sí, ya lo creo, tiene usted
razón, el tiempo pasa deprisa en su casa, felicidades... Son y cuarto ya, creo,
¿lo oye?
—¡Bueno,
pues no tardarán en llegar! —dijo Kampf con voz resonante.
De nuevo se sentaron; pero no dijeron nada más.
Se oía a los criados riéndose a carcajadas en la antecocina.
—Ve y
hazlos callar, Alfred —dijo finalmente Rosine con voz temblorosa de ira—: ¡Ve!
A las
once y media apareció la pianista.
—¿Tenemos
que esperar más, señora?
—¡No,
váyanse, váyanse todos! —exclamó ella bruscamente, a punto de precipitarse a
una crisis nerviosa—. ¡Les pagamos y se van! No habrá baile, no habrá nada. ¡Es
una afrenta, un insulto, una conspiración de nuestros enemigos para
ridiculizarnos, para acabar conmigo! Si viene alguien ahora, no quiero verlo,
¿me oyen? —prosiguió con violencia creciente—. Les dicen que me he ido, que hay
un enfermo en la casa, un muerto, ¡lo que quieran!
La
señorita Isabelle se mostró solícita:
—Vamos,
querida, no pierda la esperanza. No se atormente así, enfermará...
Naturalmente, comprendo cuánto debe de estar sufriendo, querida, mi pobre
amiga. ¡El mundo es tan malvado, por desgracia!... Debería decirle usted alguna
cosa, Alfred, mimarla, consolarla...
—¡Menuda
comedia! —siseó Kampf entre dientes, con el semblante pálido—. ¿Quieren
callarse de una vez?
—Vamos,
Alfred, no grite. Al contrario, tiene que mimarla...
—¿Eh? ¡Si
a ella le gusta hacer el ridículo!
Giró
bruscamente sobre los talones e interpeló a los músicos:
—¿Qué
hacen ustedes aquí todavía? ¿Cuánto se les debe? Y váyanse inmediatamente, por
amor de Dios...
La señorita
Isabelle recogió despacio su boa de plumas, sus impertinentes, su bolso.
—Será
mejor que me retire, Alfred, a menos que pueda serles útil en lo que sea, mi
pobre amigo...
Al ver
que él no respondía, se inclinó, besó en la frente a Rosine, que permanecía
inmóvil y ni siquiera lloraba, con los ojos fijos y secos.
—Adiós,
querida, créame que estoy desolada, que lo siento muchísimo —musitó
maquinalmente, como en el cementerio—. No, no; no me acompañe, Alfred, salgo,
me voy, ya me he ido, llore a sus anchas, mi pobre amiga, desahóguese —soltó
una vez más con todas sus fuerzas en medio del salón desierto.
Alfred y
Rosine la oyeron decir a los criados, cuando cruzaba el comedor:
—Sobre
todo, no hagan ruido; la señora está muy nerviosa, muy afectada.
Y,
finalmente, el zumbido del ascensor y el golpe sordo de la puerta cochera al
abrirse y volver a cerrarse.
—Vieja
pajarraca —murmuró Kampf—, si al menos...
No
terminó. Rosine, puesta en pie de repente, con el rostro brillante de lágrimas,
le mostró el puño gritando:
—¡Tú
tienes la culpa, imbécil, por tu sucia vanidad, tu orgullo de pavo real, es
cosa tuya!... ¡El señor quiere dar bailes! ¡Recibir! ¡Es para desternillarse de
risa! ¡Por Dios! ¿Crees que la gente no sabe quién eres, de dónde sales? ¡Nuevo
rico! ¡Te la han jugado bien, eh, tus amigos, tus queridos amigos, ladrones,
estafadores!
—¡Y los
tuyos, tus condes, tus marqueses, tus gigolós!
Continuaron
gritándose un tropel de palabras desbocadas, violentas, que fluían como un
torrente. Después Kampf, con los dientes apretados, dijo bajando la voz:
—¡Cuando
te recogí, Dios sabe por dónde te habías arrastrado ya! ¡Crees que no sé nada,
que no me daba cuenta de nada! Yo pensaba que eras guapa, inteligente, que si
me hacía rico me honrarías... Buen negocio hice, desde luego, menuda con la que
fui a dar, modales de verdulera, una solterona con modales de cocinera...
—Otros
quedaron satisfechos...
—Lo dudo.
Pero no me des detalles. Mañana lo lamentarías.
—¿Mañana?
¿Y tú te has creído que me quedaré una hora siquiera contigo después de todo lo
que me has dicho? ¡Animal!
—¡Vete!
¡Vete al diablo!
El señor
Kampf salió dando portazos.
Rosine lo
llamó:
—¡Alfred,
vuelve!
Y esperó,
la cabeza vuelta hacia el salón, anhelante, pero él ya estaba lejos... Bajaba
por la escalera. En la calle, su voz furiosa gritó un rato: «¡Taxi, taxi!»,
luego se alejó, se apagó a la vuelta de una esquina.
Los
criados habían subido a su apartamento, dejando por todas partes las luces
encendidas, las puertas golpeando... Rosine permaneció inmóvil, con su vestido
brillante y sus perlas, hundida en un sofá.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Salamandra, 2006, en traducción de Gema Moral Bartolomé. ISBN: 84-9838-023-5.]
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