miércoles, 31 de octubre de 2018

Ómnibus Jeeves.- Pelham Grenville Wodehouse (1881-1975)


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Júbilo matinal
10

«A todo el mundo le gusta un buen incendio, desde luego, y durante algún tiempo permanecí contemplando el holocausto con espíritu apreciativo. Se podía pagar por verlo. El techo de paja estaba en llamas y parecía probable que en poco tiempo el edificio, siendo la pieza de museo que era, medio podrido y carcomido, sería pasto de ellas hasta su entera consunción. Y así, como he dicho, durante el tiempo que un pato tarda en mover dos veces la cola, me quedé contemplando el espectáculo con tranquilo deleite.
 Entonces, nublando un poco la alegría del caso, acudió a mi mente la turbadora idea de que la última vez que había visto a Edwin fue cuando se dirigía a la cocina. Era de suponer, por lo tanto, que se hallase entre sus paredes y la conclusión a que uno debía forzosamente llegar era que, a menos que alguien tomase las medidas necesarias por los procedimientos oportunos, quedaría destruido por razones de consunción humana. Y este pensamiento fue seguido por otro más turbador todavía, y es que la única persona que estaba en situación de acudir al grito de "¡Señor bombero, salve usted a mi hijo!", era el buen Bertram Wooster.
 Reflexioné. Supongo que ustedes dirían que soy un hombre intrépido, tomado en el más amplio de los sentidos, pero me veo obligado a confesar que aquello no me entusiasmaba. Aparte de todo lo demás, mi actitud respecto del mozalbete que estaba a punto de ser asado por ambos lados había sufrido otro cambio.
 La última vez que lo vi, si recuerdan, había tenido halagüeños pensamientos respecto del joven Edwin y pensé incluso en hacerle algún regalo de poca importancia. Pero en ese momento me daba cuenta de que pensaba en él con el severo ojo de la censura. Quiero decir, que el cerebro más obtuso comprendería claramente que la conflagración que se había desencadenado era debida a alguna imbecilidad de su parte y sentí la fuerte tentación de abandonarlo a su suerte.
 No obstante, encontrándome en una de esas circunstancias en que noblesse más o menos oblige, decidí cumplir con mi deber, y me había quitado la chaqueta y me disponía a penetrar en el edificio en llamas, aunque pensaba que era injusto tener que chamuscarme por todas partes para salvar a un muchacho que merecía ser reducido a cenizas, cuando éste apareció. Tenía el rostro negro, y sus cejas habían desaparecido, pero todo lo demás parecía en perfecto estado. Incluso parecía más divertido que asustado por lo que había ocurrido.
 -¡Oh! -exclamó con voz complacida-. Vaya explosión, ¿eh?
 Lo miré severamente.
 -¿Qué demonios has hecho, imbécil? -le pregunté-. ¿Qué ha sido esa explosión?
 -La chimenea de la cocina. Estaba llena de hollín y le he echado un poco de pólvora. Tal vez puse demasiada, porque hay que ver la explosión que se ha producido. El fuego ha prendido por todas partes. ¡Oh, qué gracia ha tenido!
 -¿Y por qué no has echado agua a las llamas?
 -Ya le eché, pero resultó que era queroseno.
 Fruncí el ceño. Estaba profundamente emocionado. Acababa de ocurrírseme que aquella ardiente pira era la mansión destinada a ser el cuartel general de Bertram Wooster y el espíritu doméstico se había despertado en mí. Mi impulso me ordenaba arrearle a aquella repugnante criatura media docena de estacazos. Pero es imposible zumbarle a un chiquillo que acaba de perder las cejas. y, además, no tenía estaca.
 -Pues sí que lo has arreglado bien... -dije.
 -La cosa no ha ido exactamente como yo deseaba -admitió-, pero quería hacer mi última buena acción del viernes.
 Con estas palabras, lo comprendí todo claramente. Hacía tanto tiempo que no veía a aquel saco de veneno, que había olvidado la peculiaridad de su psicología, que hacía de él una grave amenaza para la sociedad.
 Recordaba en ese momento que Edwin era uno de esos muchachos enteros que nunca eluden un esfuerzo. Tenía el mismo curioso concepto de la vida que su hermana Florence. Y cuando se unió a los boy scouts, lo hizo resuelto a no rehuir una sola responsabilidad. El programa requería una buena acción diaria y se lanzó a ello con grave y voluntarioso espíritu. Desgraciadamente, entre una cosa y otra, obraba siempre a destiempo y ponía tanto celo en el cumplimiento de su cometido que el sitio en donde operaba se convertía rápidamente en un infierno para los hombres y los animales. Así ocurrió en la casa de Shropshire donde lo conocí y así ocurría evidentemente en ese momento.
 Con rostro pensativo y mordiéndome el labio inferior, cogí mi chaqueta y me la puse. Es muy probable que un hombre más débil que Bertram, ante la perspectiva de verse acorralado en una localidad en la que se hallaban no sólo Florence Craye, el agente de policía Cheesewright y el tío Percy, sino Edwin haciendo buenas acciones, hubiera caído de rodillas. Y no estoy seguro de que no lo hubiese hecho yo también de no haber realizado un espantoso descubrimiento, tan horrible que lancé un grito, y las imágenes de Florence, Stilton y el tío Percy y Edwin se borraron de mi mente.
 Acababa de recordar que mi maletita, que contenía el disfraz de Simbad el Marino, había quedado en el vestíbulo de Wee Nooke y que las llamas iban acercándose a ella.
 En mis actos no hubo ya vacilación ni duda. Cuando se trató de ir a salvar boy scouts pude rascarme un poco la barbilla, pero esa vez era diferente. Necesitaba mi disfraz de Simbad. Sólo recuperándolo podría asistir la noche siguiente al baile de disfraces de East Wibley, único punto brillante en el sombrío y amenazador futuro. Era posible, desde luego, ir a Londres en busca de otra cosa, pero probablemente hubiera hallado un simple Pierrot y todo mi corazón estaba puesto en aquel Simbad y sus patillas rojas.
 Edwin decía no sé qué respecto del cuerpo de bomberos y yo asentía distraídamente. Entonces, echando a correr como una liebre mecánica, encomendé mi alma a Dios y me metí dentro.»
 
    [El fragmento pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 2011, en traducción de Manuel Bosch Barrett. ISBN: 978-84-339-7603-1.]

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