viernes, 5 de octubre de 2018

La guarida.- Norman Manea (1936)


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Cuarta parte

«Hablé largo y tendido con Augustin Gora, en las semanas y meses que siguieron, sobre la vejez.
 El tema no le parecía sombrío, ni tras la confirmación, en circunstancias no elucidadas, del fallecimiento de nuestro amigo más joven, Peter Gaspar. No replicó ni cuando le confesé la sospecha de que redactaría ahora, tras aquella reciente y tardía noticia, su propio Obituario, no se sabe cuán fiel a la biografía. Habría sido presuntuoso por mi parte suponer -añadí- que, como consecuencia de nuestras conversaciones cada vez más frecuentes tras la desaparición de Peter, me hubiera convertido yo mismo en el protagonista de un texto similar. No contestó, retomó el tema de la vejez.
 -Hasta el shock de la angioplastia, no noté la edad. Al no tener hijos, ignoraba la velocidad del calendario. Mi cuarenta y mi cincuenta cumpleaños los registré y los eché en el olvido. El encuentro con los médicos, con sus aparatos y sus salas de hospital me despertó. Luego vino un año duro, muy duro. La Ninfómana, como la llamaba el difunto, seguía poniéndome a prueba: vivía en un continuo estado de tensión. Entonces sentí la enfermedad como una advertencia. Porque esto es la vejez, ¿no? La conciencia cada vez más aguda de la fragilidad, la iniciación en el desgaste, la iniciación en el final, el tiempo alertado, presuroso, empujándonos, día y noche, más cerca de la lejanía que nos aterra. Como si la vida no fuera también así. Cada nueva mañana es un umbral hacia lo desconocido que puede ser cualquier cosa: también, el final, pues.
 No le faltaba razón: la enfermedad te prepara para la extinción. Sin semejantes preliminares, uno piensa que puede prolongar cuanto quiera el equívoco.
 -¿Melancolía y vacío? Uno mira al horizonte en el que se desintegra como si no hubiera existido, pero la rutina es más fuerte. Lo devuelve a uno a la inmediatez. Los instintos siguen vivos. Uno ingresa de nuevo en el caos que consume el tiempo imperceptible e implacablemente.
 -Sólo en el momento en que se dicta con claridad el veredicto, cambia la percepción. Te comunican el final del trayecto. La caducidad. Como ocurre con cualquier producto. La fecha de caducidad: veintitrés años, treinta y cuatro años, sesenta y un años, tres meses, dos semanas y cinco días. El tumor es incurable: le quedan seis meses de vida. El último aplazamiento. Los médicos de hoy en día no tienen la libertad de mentirte en relación con el plazo.
 -Sí, cada día se convierte en un don, hasta entonces ignorado. Uno está pendiente de cada instante, de cada hoja, de cada brisa, de cada página, te gustaría sorberlo todo y conservarlo todo en ti hasta el final. ¿Tenías miedo? ¿Tienes miedo también ahora? ¿Del vacío? ¿De la nada en que te conviertes?
 -Entonces, sí. La sorpresa me cogió desprevenido, me revolvió las vísceras. Ahora, menos. Menos. Estoy tranquilo.
 -¿La maldad ayuda al final? ¿La furia, las decepciones, el cansancio, la repulsión por todo, incluso por la asquerosa muerte?
 -Puede ser. Pero la furia es vital, no es aceptación.
 -¿Y la bondad? Serenidad y gratitud. Resignación, sumisión al destino.
 -¿Como una iluminación? ¿Candor? ¿Abandono? ¿Cómo la fe?
 -La fe promete una esperanza. Imposible de comprobar. Puede que un día se llegue al estadio en que se pueda comprobar la promesa.
 -Palade no era creyente, pero creía en la transmigración de las almas. En reencarnaciones sucesivas.
 -No era el único. Él afirmaba que recibía signos codificados. Quienes no los reciben no pueden llevarle la contraria.
 Pedí a Gora que me describiera lo que veía por la ventana. Primero me dijo la hora: cuatro y ocho minutos de la tarde.
 -No podemos ignorar la hora. Hablamos de la vejez, de la muerte, o sea, del tiempo. El tiempo de la caducidad. -Tras una pausa, añadió-: Julio, 19 de julio.
 Esperaba que me dijera el año, pero no lo hizo. ¿Qué aspecto tenía en su ventana, el día del 19 de julio, cuando tanta gente muere y nace, como en cualquier otro día?
 Me describió el jardín, luego el valle reverdecido, verde vital, vigoroso y más allá, el bosque alto y verde. En el jardín de delante de la ventana, una familia de pavos salvajes. La madre y sus nueve crías, el padre ausente, en la biblioteca. Ardillas. Dos corzas jóvenes, indecisas. Un gato perezoso y gordo.
 -¡Paraíso! ¿El paraíso, no?
 -Sí, pero no me aburro. Tengo los libros en la estantería y las palabras dentro de mí.
 -Desaparecerán.
 -¿Que ya no estarán mis libros? ¿Qué ya no estaré entre ellos, quieres decir?
 -¿Envidias a la gente que se queda? ¿Te afecta separarte de ella?
 -¿Envidia? Los que se quedan no son inmortales. Se quedan provisionalmente. Cuando desaparezcan, también ellos serán recordados durante un tiempo. Por los familiares y los amigos, en libros y fotografías. Hasta que se borre la última huella. No importa cuándo. Sí, lo cierto es que te entra el mareo, como un vahído, cuando piensas en tus seres queridos. Aunque no los hayas visto desde hace tiempo. Sabes que están aquí, todavía aquí, en alguna parte. Nuestro cansado planeta también desaparecerá, ¿verdad? Terrible, ¿no?
 -¿Te gustaría volver a encontrarte con alguien en el más allá?
 -Pues sí. Con mis padres. De vez en cuando. Y con otros seres..., también así, de vez en cuando. Si los llevamos en nuestra memoria, es suficiente y es más seguro. Sin cambios deprimentes.
 Le pregunté cómo veía el instante final. ¿Extendiéndose hasta el infinito o breve, breve como un espasmo? [...]
 -No sé, no he pensado en el instante, es un pensamiento insoportable -me contestó, sin mucha convicción, Gora.
 De hecho, no hablábamos de la vejez, sino de la vida. La vejez era vida ralentizada, pero vida. Ahora frágil, disminuida, pero vida. La muerte no existe sin vida.
 -¿La muerte de la materia? De lo perecedero, lo orgánico. ¿Y con la trascendencia qué hacemos? Las oraciones, los libros, los manuscritos, las partituras los dibujos que intentan desafiar la materia, incluso cuando la representa. ¿Vanidades?
 -Intensidad. No es más vana que otras vanidades. Nuestra intensidad privilegiada. Nuestro don y nuestra donación.
 -¿Al igual que el amor?
 La pregunta lo había puesto fuera de sí, me di cuenta, oí el nervioso crujido de papeles y las gafas golpeando la mesa.»
 
   [El texto pertenece a la edición en español de Tusquets Editores, 2012, en traducción de Rafael Pisot y Cristina Sava. ISBN: 978-84-8383-389-6.]

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