1.-El desarrollo mental del niño
IV.-La adolescencia
B.-La afectividad de la personalidad en el mundo social de los adultos
«Con un perfecto paralelismo con la elaboración de operaciones formales y la finalización de las construcciones del pensamiento, la vida afectiva de la adolescencia se afirma mediante la doble conquista de la personalidad y de su inserción en la sociedad adulta.
En efecto, ¿qué es la personalidad y por qué su elaboración final se sitúa únicamente en la adolescencia? Los psicólogos acostumbran a distinguir el yo y la personalidad e incluso a oponerlos en uno u otro sentido. El yo es un dato que si bien no es inmediato al menos es relativamente primitivo: en efecto, el yo es como el centro de la actividad propia y se caracteriza precisamente por su egocentrismo, inconsciente o consciente. La personalidad resulta, al contrario, de la sumisión o, más bien, de la autosumisión del yo a una disciplina cualquiera: se dirá, por ejemplo, de un hombre que posee una fuerte personalidad, no cuando lo refiere todo a su egoísmo y es incapaz de dominarse a sí mismo, sino cuando encarna un ideal o defiende una causa con toda su actividad y voluntad. Se ha llegado incluso a convertir la personalidad en un producto social, estando relacionada la persona con el papel (persona = máscara teatral) que representa en la sociedad. Y, efectivamente, la personalidad implica la cooperación: la autonomía de la persona se opone a veces a la anomía, o ausencia de reglas (el yo), y a la heteronomía, o sumisión a las coacciones impuestas por el exterior: en este sentido la persona es solidaria de las relaciones sociales que mantiene y promueve.
La personalidad se inicia, pues, a partir de la infancia (de los ocho a los doce años), con la organización autónoma de las reglas, los valores y la afirmación de la voluntad como regulación y jerarquización moral de las tendencias. Pero la persona no se limita a estos únicos factores. También incluye la subordinación a un sistema único que asimila el yo de forma sui generis: existe, por lo tanto, un sistema "personal" en el doble sentido de lo particular a un individuo dado e implicador de una coordinación autónoma. Pero este sistema personal no puede construirse precisamente más que al nivel mental de la adolescencia, puesto que este nivel supone la existencia del pensamiento formal y de las construcciones reflexivas a las que acabamos de referirnos (en A). Así pues, podríamos decir que hay personalidad a partir del momento en que se constituye un "programa de vida" (Lebensplan) que sea a la vez fuente de disciplina para la voluntad e instrumento de cooperación; pero este plan de vida supone la intervención del pensamiento y de la reflexión libres, y a ello se debe que no se elabore más que cuando se cumplen determinadas condiciones intelectuales, como son precisamente el pensamiento formal o hipotético-deductivo.
Pero si la personalidad implica una especie de descentralización del yo que se integra en un programa de cooperación y se subordina a disciplinas autónomas y libremente construidas, está claro que entre los dos polos de la persona y del yo son posibles las oscilaciones a todos los niveles. De ello proviene, en particular, el egocentrismo de la adolescencia, del que acabamos de ver su aspecto intelectual y cuyo aspecto afectivo es aún más conocido. El niño lo remite todo a sí mismo sin saberlo, sintiéndose inferior, sin embargo, a los adultos y niños mayores a los que imita: de esta forma se construye una especie de mundo aparte, a una escala inferior a la del mundo de los mayores. El adolescente, al contrario, mediante su naciente personalidad, se sitúa como un igual de sus mayores, pero se siente distinto, diferente a ellos, debido a la nueva vida que se agita en él. Y entonces, tal como es debido, quiere superarlos y sorprenderlos transformando el mundo. Esto es lo que hace que los sistemas o planes de vida de los adolescentes estén llenos, simultáneamente, de sentimientos generosos, proyectos altruistas o fervor místico y de inquietantes megalomanías o un egocentrismo consciente. Cuando llevó a cabo una discreta y anónima encuesta sobre los sueños nocturnos de los alumnos de una clase de quince años, un maestro francés encontró entre los niños más tímidos y serios a futuros mariscales de Francia o presidentes de la República, grandes hombres de todo tipo, algunos de los cuales veían ya su estatua en las plazas de París, o sea, resumiendo, a individuos que si hubieran pensado en voz alta habrían podido ser calificados como paranoicos. La lectura de los diarios íntimos de algunos adolescentes muestra esta misma mezcla constante de entrega a la humanidad y de agudo egocentrismo: tanto si se trata de incomprendidos o de ansiosos convencidos de su fracaso, que ponen en entredicho teóricamente el valor mismo de la vida o de espíritus activos convencidos de su genialidad, el fenómeno es el mismo tanto en lo negativo como en lo positivo.
La síntesis de estos proyectos de cooperación social y de esta valoración del yo que indican los desequilibrios de la personalidad naciente adquieren a menudo la forma de una especie de mesianismo: el adolescente se atribuye con toda modestia un papel esencial en la salvación de la humanidad y organiza su plan de vida en función de esta idea. Resulta interesante, a este respecto, notar las transformaciones del sentimiento religioso durante la adolescencia. Tal como ha demostrado P. Bovet, la vida religiosa empieza durante la primera infancia, confundiéndose con el sentimiento filial: el niño atribuye espontáneamente a sus padres las diversas perfecciones de la divinidad, como por ejemplo la omnipotencia, la omnisciencia y la perfección moral. Cuando el niño descubre poco a poco las imperfecciones reales del adulto entonces sublima sus sentimientos filiales para transferirlos a los seres sobrenaturales que le presenta la educación religiosa. Pero, aun cuando se observe excepcionalmente una vida mística activa hacia el final de la infancia, es generalmente durante la adolescencia cuando esta vida mística adquiere un valor real al integrarse en los sistemas de vida cuya función formadora acabamos de ver. Pero el sentimiento religioso del adolescente, por intenso que suela ser (a veces, también de forma negativa), se colorea a menudo de cerca o de lejos con la preocupación mesiánica a la que acabamos de referirnos. A veces el adolescente establece un pacto con su Dios, comprometiéndose a servirle siempre, pero pensando a su vez representar, por este mismo hecho, un papel decisivo en la causa que quiere defender.
En total, vemos cómo el adolescente lleva a cabo su inserción en la sociedad de los adultos: lo hace mediante proyectos, programas de vida, sistemas que a menudo son teóricos, planes de reformas sociales o políticas, etc. Resumiendo, lo hace mediante el pensamiento y podría casi decirse que mediante la imaginación, debido a lo mucho que esta forma de pensamiento hipotético-deductivo se aleja a veces de lo real.»
[El fragmento pertenece a la edición en español de Editorial Labor, 1991, en traducción de Jordi Marfá. ISBN: 84-335-3502-1.]
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