jueves, 18 de octubre de 2018

La revolución jacobina.- Maximilien Robespierre (1758-1794)


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Sobre el gobierno representativo

«El hombre ha nacido para la felicidad y para la libertad: ¡y, sin embargo, en todas partes, es esclavo y desgraciado! La sociedad tiene por objeto la conservación de sus derechos y la perfección de su ser: ¡y no obstante, en cualquier lugar, ésta le degrada y le oprime!
 Pero ha llegado el tiempo de recordarle su verdadero destino: los progresos de la razón humana han preparado esta gran Revolución y a vosotros corresponde especialmente el deber de acelerarla.
 Para cumplir vuestra misión, tenéis que hacer todo lo contrario de lo que se ha hecho antes de vosotros.
 Hasta este momento, el arte de gobernar no ha sido más que el arte de despojar y de esclavizar a la mayoría en provecho de una minoría; y la legislación, el medio para reducir estos atentados, ha sido únicamente su método.
 Los reyes y los aristócratas han desempeñado a la perfección su oficio; ahora os corresponde a vosotros el desempeñar el vuestro, es decir, hacer felices y libres a los hombres mediante las leyes.
 Dar al gobierno la fuerza necesaria para que los ciudadanos respeten siempre los derechos de los ciudadanos y hacer de modo que el gobierno no pueda violarlos: este es, a mi parecer, el doble problema que el legislador debe procurar resolver.
 El primero me parece muy simple. En cuanto al segundo, estaríamos tentados de declararlo insoluble si al consultar los acontecimientos pasados o presentes no nos remontásemos a las causas.
 Repasad la Historia: en todas partes veréis a los magistrados oprimiendo a los ciudadanos y al gobierno aniquilando a la soberanía. Los tiranos hablan de sedición; el pueblo se lamenta de la tiranía, cuando osa hacerlo, sólo cuando una opresión excesiva le proporciona su energía y su independencia.
 ¡Quiera Dios que pudiera conservarlas siempre! Pero el dominio del pueblo es de un día, mientras que el de los tiranos dura siglos.
 Se ha hablado mucho de anarquía después de la Revolución del 14 de julio de 1789 y, sobre todo, después de la Revolución del 10 de agosto de 1792; pero yo afirmo que la anarquía no es el origen de la enfermedad de los cuerpos políticos, sino el despotismo y la aristocracia.
 Considero -por más que hayan dicho- que es sólo a partir de esta época, tan calumniada, cuando hemos tenido un comienzo de leyes y de gobierno, a pesar de los disturbios, que no son otra cosa que las últimas convulsiones de la Monarquía agonizante y la lucha de un gobierno infiel contra la igualdad.
 La anarquía ha reinado siempre en Francia, desde Clodoveo hasta el último Capeto. Porque, ¿qué es la anarquía sino la tiranía, que hace descender del trono a la naturaleza y a la ley para colocar en su lugar a unos hombres?
 Los males de la sociedad nunca vienen del pueblo, sino del gobierno. ¿Acaso podría ser de otro modo? El interés del pueblo es el bien público; el interés de un solo hombre es, por el contrario, un interés privado. El pueblo para ser bueno sólo necesita preferirse a sí mismo antes que todo lo que no sea él; mientras que para que el magistrado sea bueno tiene que sacrificar, necesariamente, su interés al pueblo.
 Si me dignase responder a determinados prejuicios absurdos e inhumanos demostraría que no son sino el poder y la opulencia los que engendran el orgullo y los restantes vicios; que los guardianes de la virtud sólo son el trabajo, la mediocridad y la pobreza; que los deseos del débil sólo tienen por objeto la justicia y la protección de leyes bienhechoras; que el débil sólo estima las pasiones de la honestidad; y que, por el contrario, las pasiones de los poderosos tienden a elevarse por encima de las leyes justas o bien a crear leyes tiránicas; demostraría, en fin, que la miseria de los ciudadanos no es más que el crimen de los gobernantes. Pero fundo en un solo razonamiento la base de mi teoría.
 El gobierno ha sido instituido para hacer respetar la voluntad general pero los hombres que gobiernan poseen una voluntad individual y toda voluntad tiende a dominar sobre las demás.
 Ahora bien, si se emplease la fuerza pública con ese fin, el gobierno se convertiría en el azote de la libertad. Debéis, por consiguiente, concluir que el primer objetivo de toda Constitución tiene que ser el de defender la libertad pública e individual contra el propio gobierno.
 Y precisamente éste es el objetivo que han olvidado los legisladores. Todos ellos se han ocupado del poder del gobierno, pero ninguno ha pensado en cómo hacerle volver a su auténtica significación.
 Se han tomado infinitas precauciones contra la insurrección del pueblo, a la par que se ha estimulado -con todo su poder- la rebelión de sus delegados.
 Ya he indicado las razones de ello: la ambición, la fuerza y la perfidia han sido siempre las legisladoras del mundo.
 Estas legisladoras han esclavizado hasta la razón humana al depravarla y la han hecho cómplice de la miseria del hombre. El despotismo ha producido la corrupción de las costumbres y la corrupción de las costumbres ha sostenido al despotismo. En tal estado de cosas prevalecerán los que vendan su alma al más fuerte para legitimar la justicia y consolidar la tiranía. Y entonces la razón no será más que locura; la igualdad, anarquía; la libertad, desorden; la naturaleza, una quimera; el recuerdo de los derechos de la humanidad, sedición. Con él existirán sólo Bastillas y cadalsos para la virtud, palacios para el libertinaje, tiranos y carros triunfales para el crimen. Con él habrá reyes, curas, nobles, burgueses y canalla; no habrá pueblo ni habrá hombres.
 Observar a aquellos legisladores a quienes el progreso de los acontecimientos públicos parece haber obligado a rendir algunos homenajes a los principios, observad si no han empleado su habilidad en eludirlos cuando ya no podían acompasarlos a sus ambiciones personales. Observad si han hecho otra cosa que modificar las formas del despotismo y los matices de la aristocracia. Han proclamado fastuosamente la soberanía del pueblo pero, en realidad, lo han encadenado. Incluso reconociendo que los magistrados son sus mandatarios, los han tratado como si fueran sus dominadores y como sus ídolos.
 Todos han coincidido en suponer al pueblo insensato y sedicioso y esencialmente sabios y virtuosos a los funcionarios públicos.»
 
   [El fragmento pertenece a la edición en español de Ediciones Península, 1973, en traducción de Jaime Fuster. ISBN: 84-297-0897-9.]
 

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