24 de Octubre
«Sauro me explicó que no era alemán, aunque era hijo de padre italiano y madre alemana. Que habían matado a su padre en Tobruk, tras lo cual sus abuelos lo habían llevado a Alemania, donde habían forzado un poco las normas para que él pudiera ingresar en las juventudes hitlerianas. Ya había cumplido diecisiete años, pero representaba unos quince; tenía un agradable rostro consumido de muchacho y los ojos oscuros perfectos clavados con evidente complacencia en la visión del martirio. Se había entregado a ese destino y estaba virtuosamente dispuesto a evitar todo compromiso o cualquier suerte de trato que nos ayudara a encontrar una excusa para no matarle. Prefería que su muerte recayera en nuestra conciencia y se negaba a considerar cualquier forma de excusa que pudiera mitigar la dureza del castigo.
-Hice todo el daño que pude. Sólo lamento que no fuera más. Lo hice todo por el führer. Pueden fusilarme cuando quieran.
Era todo un dilema. Por mucho que agrade a los generales que los consideren capaces de actos implacables, en la práctica a veces parecen deseosos de delegar la responsabilidad moral de las decisiones de este género. Habían encargado el caso a un tal comandante Davis y noté su renuencia a dar la orden de ejecutar a Sauro. También advertí, aunque no dieran ninguna muestra clara de ello, que la sección no me lo tendría en cuenta si encontraba alguna salida que permitiera evitar el pelotón de fusilamiento. Esto se ceñía perfectamente a mi modo de ver, pues no estaba dispuesto a responsabilizarme de la muerte de un fanático de diecisiete años. Así que informé que Sauro padecía un desequilibrio mental. El veredicto se aceptó sin comentarios, y probablemente con disimulado alivio.
25 de Octubre
Es asombroso presenciar las luchas de esta ciudad tan destrozada, con tanta hambre, tan despojada de todo cuanto justifica la existencia de una ciudad, para adaptarse al hundimiento en unas condiciones que parecen de la edad de las tinieblas. La gente acampa como beduinos en desiertos de ladrillo. Escasean los alimentos y el agua y no hay sal ni jabón. Muchos napolitanos han perdido en los bombardeos cuanto tenían, incluida casi toda la ropa, y he visto por las calles extraños atuendos, como por ejemplo a un hombre con un viejo esmoquin, pantalones bombachos y botas militares y a algunas mujeres con prendas de encaje que podrían haber confeccionado con cortinas. No se ven automóviles, pero sí muchos carros y algunos coches antiguos como faetones y birlochos tirados por jamelgos. Hoy me paré en Posilippo a observar el desguace de un auto-oruga alemán por un grupo de jóvenes que salían del mismo como hormigas parasol, transportando piezas de metal de todas las formas y tamaños. A unos cincuenta metros de distancia, una señora bien vestida y con una pluma en el sombrero, ordeñaba una cabra en cuclillas. Y abajo, a la orilla del agua, dos pescadores habían atado con cuerdas varias puertas rescatadas de las ruinas, habían amontonado sobre ellas sus aparejos y se disponían a salir de pesca. Inexplicablemente, aún no se permite que ninguna barca salga a la mar, pero la proclama no dice nada de las balsas. Aquí todos improvisan y se adaptan.
Esta noche he cenado por primera vez en una casa particular, invitado por una tal signora Gentile, liberada por un miembro de la sección hace poco de la cárcel Filangieri, donde la habían encerrado con otras muchas mujeres los partisanos, sirviéndose de vagas acusaciones de colaboracionismo. En la cena imperaba un ambiente de escapismo, incluso de frivolidad nostálgica. Nuestros amigos habían hecho un esfuerzo enorme por borrar de la mente todo lo desagradable del pasado inmediato. Asistieron a la cena varias mujeres hermosas, una de las cuales lucía una blusa confeccionada con una bandera del Reino Unido. Toda la afectación anticuada barrida por Mussolini había vuelto. Los hombres besaban la mano a las mujeres, se llamaban unos a otros "egregio caballero" y todos empleaban la forma culta de tratamiento lei en vez del directo voi romano de los fascistas.
Tomamos embutido y sorbitos de aguardiente y vino en vasos de la forma y el color adecuados; alguien rasgueaba una mandolina y hablamos de Nápoles y de sus tradiciones: la ciudad que había hecho caso omiso y vencido finalmente a todos sus conquistadores, consagrada plena y perennemente a las cosas agradables de la vida. Se mencionaron de pasada otras guerras, pero no ésta. Ni la política, Mussolini, la escasez de alimentos ni el rumoreado brote de tifus.
La grata irrealidad de la velada transcurrió rápidamente, pues le puso fin el toque de queda. Cuando nos disponíamos a marcharnos, nuestra anfitriona me llevó a un lado y, con cierta vacilación, me dijo que tenía que pedirme un favor. Me confesó que tenía un soldado alemán enterrado en el jardín y que no sabía qué hacer. La historia era que un par de días antes del desembarco de los aliados, cuando los partisanos y los alemanes luchaban en las calles, un alemán perseguido por italiano armados había llamado a su puerta y le había pedido que le dejara refugiarse en su casa. No se había sentido capaz de hacerlo y, al día siguiente, encontró el cuerpo sin vida del soldado en la puerta. Lo había arrastrado hasta el jardín, había agarrado una pala y lo había enterrado. Y ahora quería encontrar a alguien que la ayudara a desenterrar el cadáver y sacarlo de allí, porque había pensado que algún día, quizá dentro de años incluso, tal vez quisiera vender la casa e imaginaba la embarazosa situación que se plantearía si el comprador descubría por casualidad al soldado enterrado en el jardín. Le dije que podía averiguar qué jurisdicción se encargaba de aquellos asuntos y que se ocuparan de ello. Entonces se mostró decepcionada y me dijo que quería que todo se hiciera con discreción y que tal vez fuera mejor dejar las cosas como estaban. Un asunto misterioso.
28 de Octubre
Los napolitanos se toman realmente muy en serio su vida sexual. Una mujer llamada Lola, a quien conocí en la cena de la signora Gentile, se presentó en el cuartel general con una denuncia que fue a la papelera en cuanto se dio la vuelta. Luego me preguntó si yo podía ayudarla. Por lo visto, se había buscado un amante que es un capitán del Cuerpo de Intendencia del ejército británico, pero que no hablaba una palabra de italiano, así que se comunicaban por señas y eso daba lugar a malentendidos. ¿Estaría dispuesto yo a servirles de intérprete para que pudieran aclarar ciertas cuestiones fundamentales?
El capitán Frazer resultó ser un individuo alto y apuesto, unos años más joven que Lola. Como tenía a su cuidado las provisiones del ejército, podía hacerla feliz con cantidades ilimitadas de pan blanco, que para los napolitanos en general (que llevan dos años in probar pan decente) ha llegado a simbolizar todo el lujo y la abundancia de la paz.»
[El fragmento pertenece a la edición en español de Ediciones Folio,2004, en traducción de Ángela Pérez Gómez. ISBN: 84-413-1992-8.]
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