sábado, 27 de octubre de 2018

Los mitos de la Guerra Civil.- Pío Moa (1948)


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Primera parte.
11.-Consideraciones generales sobre las causas de la guerra

«Primera, si la república llegó pacíficamente no se debió a los republicanos, que intentaron imponerla por un golpe militar o pronunciamiento, sino a los monárquicos, los cuales permitieron presentarse a las elecciones a republicanos y socialistas, sólo cuatro meses después del fallido pronunciamiento. Y pese a tener aquellas elecciones carácter municipal, no parlamentario, y perderlas los republicanos, la reacción se apresuró a entregar el poder, renunciando a la violencia. No importan aquí las causas del hecho, sino el hecho indudable, reconocido por todos los testimonios, empezando por el de Miguel Maura. ¡Sorprendentemente la oligarquía había abierto el paso a la república! ¿Cómo hablar de generosidad republicana por no haber recurrido al "cortejo sangriento de la venganza y la represalia"?
 Segunda, los republicanos mostraron nula generosidad con quienes les habían regalado el poder, en expresión de Maura. Pusieron al monarca fuera de la ley, confiscaron sus bienes y procesaron a políticos de la dictadura... con la cual habían colaborado varios de los ahora republicanos. Mucho peor fue la magna quema de edificios religiosos y culturales antes de que los conservadores hubieran mostrado la menor hostilidad al régimen. El gobierno "modernizador", permisivo con los vándalos y punitivo con sus víctimas, reveló nulo espíritu democrático o respeto a los derechos ciudadanos, por decirlo de modo muy suave.
 Tercera, si bien los monárquicos optaron entonces por la subversión, la respuesta muy mayoritaria de los conservadores fue pacífica y legalista. Por ello, la rebelión de Sanjurjo quedó aislada y Azaña pudo felicitarse en las Cortes por el frustrado golpe, y explotarlo para perseguir a la derecha en general.
 Cuarta, la CEDA, sin ser republicana ni demócrata, poseía una cualidad que hubiera permitido la convivencia ciudadana: la moderación. Sus adversarios acusaban y acusan a Gil-Robles de doblez y de aspirar a destruir el régimen desde dentro, pero la realidad prueba otra cosa. Al revés que los supuestos adalides de la democracia y el progreso, la CEDA no predicó ni organizó la violencia, que sí sufrió de las izquierdas y sus milicias. Y cuando éstas se alzaron, en octubre de 1934, mantuvo la legalidad republicana, que tan poco le gustaba. Hechos demostrativos, a juicio de Madariaga y de cualquiera a quien no cieguen los prejuicios y en los que debe insistir todo historiador veraz, dada la enorme masa de desvirtuaciones al respecto.
 Quinta, no existió la sanguinaria y brutal represión en Asturias después de la revolución del 34, mencionada en cientos de libros. Los excesos -inferiores a los cometidos por los revolucionarios- no guardan la menor relación con las acusaciones de la izquierda, como he mostrado más por extenso en otro libro. Éste sigue siendo uno de los mitos fundamentales de la guerra, e impresiona constatar cómo una campaña basada en falsedades y exageraciones tuvo tan inmensa trascendencia histórica, al articular el Frente Popular y su propaganda electoral de 1936, y exaltar terriblemente los odios.
 Sexta, tampoco puede aceptarse la versión de que eran los propios conservadores quienes, bajo el Frente Popular, fomentaban el desorden a fin de justificar el golpe. Ni siquiera la Falange actuó antes de verse acosada mortalmente y fueron Gil-Robles y Calvo Sotelo quienes en las Cortes acuciaron al gobierno a reprimir la ola de crímenes. Prueba de que las izquierdas conocían el origen de los desmanes, aunque sembrasen confusión al respecto, es la respuesta del Frente Popular a dichas peticiones: justificar los crímenes aludiendo a las pretendidas atrocidades de Asturias, y rechazar las peticiones, con amenazas públicas a sus promotores. Si los desmanes hubieran venido de la derecha, sin duda el gobierno los habría reprimido y así lo hacía con la Falange, a la que persiguió con dureza y discutible legalidad. Dejaba impunes, en cambio, a los revolucionarios, evidentes autores de la gran mayoría de los atentados. Ello hundía la legitimidad democrática del gobierno.
 Estos y otros muchos datos prueban que los conservadores, lejos de obstruir la instauración republicana, la facilitaron y mantuvieron una moderación y legalismo mayoritarios, defendiendo la legalidad y la democracia frente a la insurrección armada izquierdista: los monárquicos y la Falange constituían grupos muy minoritarios, como probaron las elecciones de 1933 y luego las de 1936.
 Así pues, en al alzamiento militar de julio del 36 no puede verse la culminación de una sorda subversión antirrepublicana desde el mismo nacimiento del régimen, sino una rebelión ante una situación juzgada insoportable no sólo por las derechas sino también por políticos izquierdistas, empezando por Prieto. Y si en octubre del 34 un contragolpe derechista tenía casi seguridad de vencer, en 1936 casi todo estaba en contra: el poder en manos de la izquierda y el ejército más dividido que nunca. Fue, por tanto, un movimiento azaroso, casi a la desesperada, apoyado por casi toda la derecha -incluyendo a una CEDA frustrada en sus propósitos legalistas-, convencida de que la marea revolucionaria estaba a punto de ahogarla.
 No hubo en esos años, pues, peligro fascista real. ¿Era real, a su vez, el peligro revolucionario? Del carácter revolucionario de las ideas y estrategias de las fuerzas principales de la izquierda no cabe duda alguna. Los ácratas intentaron su revolución desde el principio de la república y, luego, con mucho mayor peligro, los socialistas, en octubre del 34; y la amenaza no desapareció, sino que se agravó desde febrero del 36. El caos y el doble poder de aquellos meses lo admiten implícitamente La Pasionaria o Azaña, y explícitamente Prieto o Zugazagoitia, los republicanos Martínez Barrio, Alcalá-Zamora, Madariaga, etc. Por tanto, la masa conservadora del país se alzó en 1936 contra un peligro revolucionario real y muy avanzado, y su rebelión no puede equipararse a la de octubre del 34 contra un peligro fascista inexistente y que la izquierda sabía inexistente. Luego, la pasión de la lucha, la crisis mundial del liberalismo y el influjo de los fascismos europeos dio a la rebelión algunos rasgos más o menos fascistas, nunca completos al estilo italiano, y mucho menos al alemán. Pero ello ocurrió a última hora y como reacción a una amenaza que ya nadie esperaba frenar mediante la democracia liberal.»
 
   [El texto pertenece a la edición en español de La Esfera de los Libros, 2005. ISBN: 84-9734-187-2.]

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