domingo, 14 de octubre de 2018

La siesta.- Rosario de Acuña (1850-1923)


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Reflexionando

«Y sin embargo, el sol para todos sale de igual manera; las brisas murmuran para todos la misma canturia; los días se suceden con invariable regularidad; nuestro planeta ofrece los mismos dones al venturoso que al desdichado... ¿Dónde está, pues, la razón del desequilibrio? ¿Por qué causa el llanto y la pena? ¿Por qué motivo, al lado del bullicio, de la alegría, de la muchedumbre, se advierte la tristeza, el silencio, la soledad?...
 ¿Va en nosotros mismos ese desconcierto tan ajeno a la belleza o estamos dentro de él por designios supremos?... ¿Será la muerte en la naturaleza lo que es en nosotros el dolor?... ¡Imposible! La muerte no existe, sólo es transformación; el átomo en su eterno movimiento cambia de lugar pero jamás se aniquila en la nada; el latido que a través de las sienes marca nuestra sangre, lleva el mismo glóbulo rojo que más tarde circulará por el tronco del árbol, llevado por su abundante savia; la vida viaja eternamente y sin cansancio a través de nuestro universo: por lo tanto, la muerte no es el dolor... el dolor es ajeno a las leyes de la vida; el dolor es nuestro; de nuestra especie solamente... ¿Pero se trata del dolor físico o del dolor moral? ¿Se trata de esa perturbación del organismo que arranca el ¡ay! desgarrador de nuestros nervios conmovidos o de esa congoja del alma que no se traduce jamás ni en grito ni en palabra, pero que corroe, como lava ardiente, nuestra inteligencia, amengua nuestra voluntad, ofusca la razón y transforma el espíritu de la vida en asqueroso nido de ruines y miserables pensamientos?... ¿Cuál dolor de los dos es el ajeno a la ley de la armonía, el que se presenta como un horroroso sarcasmo de nuestra existencia?... ¡Ah! Puede ser que sean los dos.
 Dios... He aquí la primera palabra que el ignorante pronuncia cuando la monstruosidad se le presenta; todo lo que es dolor aparece fenómeno en la ley de la eterna belleza, y el necio exclama al verle: sólo Dios lo sabe; es decir, arroja como fardo enojoso la culpa que le pesa hacia el que Todo es perfección y Todo es bondad... ¡Pobre ignorante! 
 Cuando vemos delante de nosotros uno de esos seres raquíticos, contrahechos, llenos de todas las tristezas posibles, físicamente hablando después de un movimiento de repulsión, la primera idea que brota de nuestro cerebro es culpar a la Divinidad de tal desventura. ¿Por qué lo permite Dios? ¿Por qué (se pudiera decir a quien así pregunta), por qué ese afán de mezclar a Dios en todo cuanto nos rodea? ¿Le es imposible al hombre vivir, pensar, moverse, sin hacer factor de su existencia a esa incógnita soberanía que dio, o de la cual dimanan, leyes eternas, inmutables, por las cuales debiera regirse el hombre, pues para cumplirlas tiene libre la voluntad y la conciencia, sin profanar jamás al Gran Legislador con sus pretenciosas interrogaciones o blasfemas sentencias? ¡Oh! ¡Qué pobre idea de Dios tienen los que siempre le mezclan a los actos del existir!
 Yace en un pobre lecho un niño ciego, destinado irremisiblemente a comer el duro pan de la limosna; pues Dios tiene la culpa, que lo consiente. Muere entre agudísimos dolores el mancebo destinado por sus condiciones excepcionales a realizar grandes hechos; pues solamente Dios es el responsable de tal desventura. Agoniza entre angustias de dolor y de amargura la hermosa joven a quien la vida y el amor esperaban en los altares del desposorio; pues a Dios se le debe culpar de tan triste desgracia. Por todas partes por donde se encuentre el dolor, se ve como asociado inseparable a esa Divinidad tan acomodaticia a las desventuras de los mortales; cuando más favor se le hace es cuando, merced a su recuerdo, se torna en triste resignación el desesperado furor. ¡Siempre fuera de sus leyes! ¡Siempre rebeldes a nuestro destino terrenal!... En medio de esa resignación, acarreada al suponerle causante de nuestro dolor, hay una protesta rencorosa hacia Él: Sea lo que Dios quiera, se dice cuando el hecho está ya consumado; Será por nuestro bien, exclamamos mientras una amargura infinita inunda nuestro corazón... Y siempre, ¡siempre Dios empequeñecido a nuestro lado! ¡Hecho a nuestra imagen por nosotros mismos! ¡Gozándose con nuestros dolores, recreándose con nuestras tristezas, regulando con una minuciosidad degradante los actos más leves de nuestra vida!... ¡Pobre Dios nuestro, que no de la creación, pobre Dios imaginado por nosotros mismos; por nosotros mismos colocado como los antiguos penates en el umbral de nuestra morada! A ser tangible, ¡cómo se reiría de la mísera humanidad! ¡Con qué desprecio miraría a ese microscópico ser llamado hombre cuyo egoísmo reconcentrado le hace creer que su personalidad es el prototipo de Dios y que todo lo que de sí mismo deriva o a él converge es lo sumo de la omnipotencia!...
 No: Dios, el único poseedor del bien absoluto, de la absoluta belleza, no puede ser fuente de nuestros dolores; en cuanto a consentirlos, en cuanto a dejar, a permitir que se realicen, ¿cómo suponerle en la inmensidad de su grandeza entretenido en tan nimias ocupaciones? Códigos ha dado a los orbes, leyes al universo: por ellas deben regirse los hombres; en no acatarlas, en no cumplirlas están nuestros dolores, no en la sabiduría impenetrable de Dios; no profanemos el nombre excelso del Autor de los mundos infinitos, de la múltiple creación, de la fulgente luz de los cielos; no le hagamos responsable de nuestras miserias, de nuestras pequeñeces; separemos de su nombre el dolor, y aún en medio de los más penetrantes, jamás elevemos el pensamiento a su omnipotencia sino para bendecirla, como el centro de todas las venturas inmortales, como el santuario de todos los tesoros divinos...
 He aquí la necesidad de conocer el dolor; he aquí por qué es menester desentrañar del código de la naturaleza las causas de esas perturbaciones anormales que rodean la existencia del hombre... Es menester reconquistar la verdad de los antros donde la ha sumido el error; no puede haber idolatría entre los que se llaman creyentes, y mientras los creyentes profanen el excelso nombre de Dios serán empedernidos idólatras... ¿Cuál es, pues, la causa del dolor, la causa de todos los dolores, de todas las deformidades, de toda la fealdad manifiesta en los quejidos del organismo enfermo y en las tribulaciones del alma acongojada? ¿De qué fuente brota esa ponzoñosa linfa que envenena nuestra sangre y empobrece nuestro espíritu? ¿Por qué, en vez de ser el dolor el regulador de las fuerzas vivas, es el verdadero azote de la humanidad? [...] ¿Cuál es la causa del dolor? No la busquemos fuera de nosotros mismos; en el torbellino de nuestras pasiones, cuyos frenos se rompieron al peso de la superstición y bajo el poder de las tiranías; entre el rodar incansable de nuestros mal empleados y turbulentos días; en medio de las humanas sociedades, nombre bajo el cual se acumulan los odios, las vanidades y las lujurias, en los tiempos medidos por el hombre en eras y en siglos; entre las indómitas fierezas y torpes sensualismos del mancebo; al lado de las funestas ignorancias de la mujer; en medio de las egoístas desconfianzas del anciano; entre la precoz desenvoltura y pedante insolencia de la niñez; ¡solamente entre nosotros se debe buscar la causa del dolor!...»
 
   [El fragmento pertenece a la edición de la Biblioteca virtual Miguel de Cervantes.]

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