Mayo, 1º de 19**
«La generosidad que consiste
en ocuparse del bien de los demás, engendra muchos egoísmos. El hombre hace el
bien, mediante un jornal de aplausos. Encarando las cosas de otra suerte, podríamos
decir que compra una cantidad determinada de aplausos, mediante una suma
convenida de “bien”. Los que no tienen talla de benefactores, no se resignan a
renunciar a la gloria, y se la procuran mediante un puñado de moneda falsa. Así
se forman las que podríamos llamar reputaciones de escalera de servicio, que
gozan de las mismas ventajas que las de ley, pero que no se ven sacudidas por
los mismos vuelcos.
Para los hombres hábiles, las multitudes son como
el teclado de un piano: basta herirlas en un sitio convenido, para arrancarles
la vibración deseada. Porque en la humanidad, como en el hombre, encontramos el
cerebro que ordena, los nervios que transmiten y los miembros que ejecutan. Sustraerse
a esa ley, es mas difícil que cambiar el rumbo de los planetas. Las mayorías reciben el impulso de un
pequeño grupo de seres más inteligentes, transmitido por un pequeño grupo de
seres más decididos. El pueblo ha obedecido hasta ahora a esas fuerzas, y si ha
llegado a libertarse de una, ha
sido para caer bajo la dominación de otra. Sólo cambiando las bases de la
sociedad, será posible acabar con esa explotación del hombre por el hombre.
Dadas estas leyes, no es de extrañar que la
influencia de los periódicos y de los hombres públicos sea decisiva. Cada uno
de ellos almacena la cantidad de “pueblo” necesaria para dar lastre a su voz, y
se hace gerente de un gran número de vidas, a las cuales se substituye. De manera
que los luchas quedan circunscriptas a una cantidad determinada de hombres que
representan muchedumbres y que, como los generales de los ejércitos, asumen
toda la gloria o toda la vergüenza de la acción.
Para hacer la historia de un pueblo, quizá baste
hacer la de sus directores intelectuales, puesto que aquél se divide siempre en
grupos que visten el uniforme de ideas de éstos. Cada dirigente adopta una
actitud que es el símbolo de los vicios o cualidades que le dominan. El grupo
de pueblo que se ha dejado sugestionar por su voz y que le sigue creyendo
guiarle, sólo exige que sea consecuente con su manera de obrar y que si se
apercibe de su error, lejos de confesarlo, persista en él. De ahí que el hombre
público sea en cierto modo el esclavo de sus esclavos, en el sentido de que la
multitud a la cual emborrachó un día con un litro de ideas, exige que se le
sirva siempre del mismo licor, amenazando, si así no se hace, con pasar a la taberna
de enfrente. Y como no es posible que un hombre tenga invariablemente razón o
esté de acuerdo siempre consigo mismo, resultan esas situaciones falsas y
contradictorias, a raíz de las cuales los dirigentes se ven arrastrados a
persistir en el error, por imposición tiránica de aquéllos a quienes dominan.
Así se comprende que durante el asunto
Dreyfus, Drumont se viera obligado a exagerar su teoría para conservar su
popularidad. De no haberlo hecho así, todos le hubieran abandonado, aplicándole
el mote de traidor que él prodigó con tanta largueza. Cada hombre público tiene
una especialidad, como los médicos; Drumont se ha dedicado a los odios. El
programa de su partido se reduce a “destruir al adversario”. Se dirige a la
parte carnicera de la población... Hay innumerable cantidad de gentes que
tienen un odio y no saben contra quien dirigirlo. Drumont se ha encargado de
acabar con esas vacilaciones, ofreciéndoles la raza judía como blanco
favorable. Y ha sabido plantear su tesis con tanta habilidad, que no son pocos
los que hoy creen que si el granizo destruye las sementeras, es porque el gran
rabino predica la circuncisión. La actitud de Drumont en el asunto Dreyfus fue
perfectamente normal, dentro de la vida anormal en que nos agotamos. Si el célebre
polemista hubiere admitido que un judío puede ser inocente, la base fundamental
de su sistema estaba rota. Drumont necesitaba que Dreyfus fuese culpable. Y aun
en el caso de estar convencido de su inocencia, tenia que seguir proclamando lo
contrario, porque de ello dependía su
fortuna.
La actitud de Rochefort fue más compleja. La personalidad
del fogoso polemista ha sido apreciada por Alphonse Daudet en una página
inolvidable. Nadie ha sabido sacar mejor partido de las circunstancias, ni
explotar con más éxito un destierro que el marqués de Rochefort. Cuando Blanqui
murió, dejando como herencia un haz de revoluciones irrealizables, puso en
juego toda su astucia para sucederle; y cuando Boulanger, camino de la
dictadura se hacia vocear emperador de mañana, hizo una hábil maniobra y cayó
de pie sobre el partido que parecía destinado a triunfar. En los comienzos del
asunto Dreyfus, nada indicaba que los partidarios de la revisión llegarían a reunir
fuerzas tan considerables, y Rochefort creyó prudente declararse contra ellos.
Todo su pasado y toda su idiosincrasia le designaban para figurar entre los
dreyfusistas. Su pluma, habituada a levantar polvaredas de escándalo, tenía allí
un filón de explotación ruidosa. Pero no quiso aventurar su capital en una
empresa que juzgó insensata. Y al servicio de la mala causa que abrazó, puso la
intemperancia y la violencia que todos le conocen. Nadie ignora en París cómo
se adereza un articulo de Rochefort. El “rey del epíteto”, como le llaman
algunos, no admite jamás que su enemigo pueda equivocarse. Todo ciudadano que
no comparte sus ideas es un granuja, vendido, según los casos, a un banco, a un
país o a una gavilla de malhechores...
Los dos polemistas que trataron de equilibrar
la influencia de Rochefort y de Drumont, fueron Clemenceau y Jaurés. El primero
operaba sobre los hombres de razón, y su público no era por lo tanto numeroso.
El segundo es colectivista, y su acción sólo abarcaba el radio de un partido. Los
dos se colocaron en posiciones muy definidas, que no fueron las más propias
para aumentar el número de sus partidarios. La multitud adora el equívoco y lo
premia, porque en un principio de dos caras o en un territorio de doctrinas cuyos
límites son tinieblas, caben todas las suposiciones y, especialmente, todos los
odios. Clemenceau y Jaurés se sirvieron sin embargo de todas esas pequeñas
habilidades de polemista, que consisten en callar lo que puede poner en peligro
nuestra argumentación, exagerar la importancia de lo que la sostiene, insinuar vagamente
lo que sólo podría afirmarse faltando abiertamente a la verdad, y presentar los
hechos tras un vidrio de aumento que agiganta a la vez los vicios de la
doctrina adversa y los méritos de la propia. Pero como la opinión exige licores
fuertes y estocadas decisivas, no es posible acantonarse en la verdad. La
generalidad de los lectores no percibe más que la carne de las cosas y sólo se
asimila el rasgo hiriente. Si una palabra filosa, un calificativo mordaz o una
calumnia diestra tienen sobre ella más influencia que una argumentación
irrefutable, parece casi lícito utilizar, para defender la justicia, las mismas
artes que otros emplean para combatirla.
Pero, ¿por que extraña obsesión resurgen hoy,
en mí, estos recuerdos de aquellos días oleosos y memorables en que la multitud
intentaba volcar el carruaje de Zola para arrojarle al Sena? Verdad es que en
drama tan enorme, no cabe el olvido... En la tranquilidad del taller por donde pasan
en un atropello las visiones tumultuosas de aquellas horas de fiebre, siento
como una bocanada de aire fresco sobre la cara. Me parece que una época en que
ha sido posible tan hondo debate, tiene que preparar tiempos de libertad y de
clemencia, y que una aurora se levanta sobre los techos de la
ciudad... Debemos confesarnos felices, porque veremos dos mundos: el que
declina y el que asoma.»
[El fragmento pertenece a la Biblioteca virtual Miguel de Cervantes, en base a la edición de Garnier Hermanos-Libreros Editores, París, 1903.]
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