lunes, 22 de octubre de 2018

La novela de las horas y de los días.- Manuel Baldomero Ugarte (1875-1951)


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Mayo, 1º de 19**

«La generosidad que consiste en ocuparse del bien de los demás, engendra muchos egoísmos. El hombre hace el bien, mediante un jornal de aplausos. Encarando las cosas de otra suerte, podríamos decir que compra una cantidad determinada de aplausos, mediante una suma convenida de “bien”. Los que no tienen talla de benefactores, no se resignan a renunciar a la gloria, y se la procuran mediante un puñado de moneda falsa. Así se forman las que podríamos llamar reputaciones de escalera de servicio, que gozan de las mismas ventajas que las de ley, pero que no se ven sacudidas por los mismos vuelcos.
  Para los hombres hábiles, las multitudes son como el teclado de un piano: basta herirlas en un sitio convenido, para arrancarles la vibración deseada. Porque en la humanidad, como en el hombre, encontramos el cerebro que ordena, los nervios que transmiten y los miembros que ejecutan. Sustraerse a esa ley, es mas difícil que cambiar el rumbo de los planetas. Las mayorías reciben el impulso de un pequeño grupo de seres más inteligentes, transmitido por un pequeño grupo de seres más decididos. El pueblo ha obedecido hasta ahora a esas fuerzas, y si ha llegado a libertarse de una, ha sido para caer bajo la dominación de otra. Sólo cambiando las bases de la sociedad, será posible acabar con esa explotación del hombre por el hombre.
  Dadas estas leyes, no es de extrañar que la influencia de los periódicos y de los hombres públicos sea decisiva. Cada uno de ellos almacena la cantidad de “pueblo” necesaria para dar lastre a su voz, y se hace gerente de un gran número de vidas, a las cuales se substituye. De manera que los luchas quedan circunscriptas a una cantidad determinada de hombres que representan muchedumbres y que, como los generales de los ejércitos, asumen toda la gloria o toda la vergüenza de la acción.
   Para hacer la historia de un pueblo, quizá baste hacer la de sus directores intelectuales, puesto que aquél se divide siempre en grupos que visten el uniforme de ideas de éstos. Cada dirigente adopta una actitud que es el símbolo de los vicios o cualidades que le dominan. El grupo de pueblo que se ha dejado sugestionar por su voz y que le sigue creyendo guiarle, sólo exige que sea consecuente con su manera de obrar y que si se apercibe de su error, lejos de confesarlo, persista en él. De ahí que el hombre público sea en cierto modo el esclavo de sus esclavos, en el sentido de que la multitud a la cual emborrachó un día con un litro de ideas, exige que se le sirva siempre del mismo licor, amenazando, si así no se hace, con pasar a la taberna de enfrente. Y como no es posible que un hombre tenga invariablemente razón o esté de acuerdo siempre consigo mismo, resultan esas situaciones falsas y contradictorias, a raíz de las cuales los dirigentes se ven arrastrados a persistir en el error, por imposición tiránica de aquéllos a quienes dominan.
    Así se comprende que durante el asunto Dreyfus, Drumont se viera obligado a exagerar su teoría para conservar su popularidad. De no haberlo hecho así, todos le hubieran abandonado, aplicándole el mote de traidor que él prodigó con tanta largueza. Cada hombre público tiene una especialidad, como los médicos; Drumont se ha dedicado a los odios. El programa de su partido se reduce a “destruir al adversario”. Se dirige a la parte carnicera de la población... Hay innumerable cantidad de gentes que tienen un odio y no saben contra quien dirigirlo. Drumont se ha encargado de acabar con esas vacilaciones, ofreciéndoles la raza judía como blanco favorable. Y ha sabido plantear su tesis con tanta habilidad, que no son pocos los que hoy creen que si el granizo destruye las sementeras, es porque el gran rabino predica la circuncisión. La actitud de Drumont en el asunto Dreyfus fue perfectamente normal, dentro de la vida anormal en que nos agotamos. Si el célebre polemista hubiere admitido que un judío puede ser inocente, la base fundamental de su sistema estaba rota. Drumont necesitaba que Dreyfus fuese culpable. Y aun en el caso de estar convencido de su inocencia, tenia que seguir proclamando lo contrario, porque de ello dependía su fortuna.
  La actitud de Rochefort fue más compleja. La personalidad del fogoso polemista ha sido apreciada por Alphonse Daudet en una página inolvidable. Nadie ha sabido sacar mejor partido de las circunstancias, ni explotar con más éxito un destierro que el marqués de Rochefort. Cuando Blanqui murió, dejando como herencia un haz de revoluciones irrealizables, puso en juego toda su astucia para sucederle; y cuando Boulanger, camino de la dictadura se hacia vocear emperador de mañana, hizo una hábil maniobra y cayó de pie sobre el partido que parecía destinado a triunfar. En los comienzos del asunto Dreyfus, nada indicaba que los partidarios de la revisión llegarían a reunir fuerzas tan considerables, y Rochefort creyó prudente declararse contra ellos. Todo su pasado y toda su idiosincrasia le designaban para figurar entre los dreyfusistas. Su pluma, habituada a levantar polvaredas de escándalo, tenía allí un filón de explotación ruidosa. Pero no quiso aventurar su capital en una empresa que juzgó insensata. Y al servicio de la mala causa que abrazó, puso la intemperancia y la violencia que todos le conocen. Nadie ignora en París cómo se adereza un articulo de Rochefort. El “rey del epíteto”, como le llaman algunos, no admite jamás que su enemigo pueda equivocarse. Todo ciudadano que no comparte sus ideas es un granuja, vendido, según los casos, a un banco, a un país o a una gavilla de malhechores...
  Los dos polemistas que trataron de equilibrar la influencia de Rochefort y de Drumont, fueron Clemenceau y Jaurés. El primero operaba sobre los hombres de razón, y su público no era por lo tanto numeroso. El segundo es colectivista, y su acción sólo abarcaba el radio de un partido. Los dos se colocaron en posiciones muy definidas, que no fueron las más propias para aumentar el número de sus partidarios. La multitud adora el equívoco y lo premia, porque en un principio de dos caras o en un territorio de doctrinas cuyos límites son tinieblas, caben todas las suposiciones y, especialmente, todos los odios. Clemenceau y Jaurés se sirvieron sin embargo de todas esas pequeñas habilidades de polemista, que consisten en callar lo que puede poner en peligro nuestra argumentación, exagerar la importancia de lo que la sostiene, insinuar vagamente lo que sólo podría afirmarse faltando abiertamente a la verdad, y presentar los hechos tras un vidrio de aumento que agiganta a la vez los vicios de la doctrina adversa y los méritos de la propia. Pero como la opinión exige licores fuertes y estocadas decisivas, no es posible acantonarse en la verdad. La generalidad de los lectores no percibe más que la carne de las cosas y sólo se asimila el rasgo hiriente. Si una palabra filosa, un calificativo mordaz o una calumnia diestra tienen sobre ella más influencia que una argumentación irrefutable, parece casi lícito utilizar, para defender la justicia, las mismas artes que otros emplean para combatirla.
  Pero, ¿por que extraña obsesión resurgen hoy, en mí, estos recuerdos de aquellos días oleosos y memorables en que la multitud intentaba volcar el carruaje de Zola para arrojarle al Sena? Verdad es que en drama tan enorme, no cabe el olvido... En la tranquilidad del taller por donde pasan en un atropello las visiones tumultuosas de aquellas horas de fiebre, siento como una bocanada de aire fresco sobre la cara. Me parece que una época en que ha sido posible tan hondo debate, tiene que preparar tiempos de libertad y de clemencia, y que una aurora se levanta sobre los techos de la ciudad... Debemos confesarnos felices, porque veremos dos mundos: el que declina y el que asoma.»
 
   [El fragmento pertenece a la Biblioteca virtual Miguel de Cervantes, en base a la edición de Garnier Hermanos-Libreros Editores, París, 1903.]

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