miércoles, 17 de octubre de 2018

Una cuestión de honor.- Yúsuf Idrís (1927-1991)


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Los envites a la novia

«Que los habitantes de Esharquía -la provincia a la que yo pertenezco- son generosos es una cuestión que no admite duda ni discusión. Pero que esa generosidad llegue al extremo de la temeridad y de hacer un "envite", desviando a la novia de su camino, ésa es otra cuestión, como se suele decir. En realidad, es una extraña costumbre que no ha dejado de practicarse en la provincia de Esharquía hasta hace sólo un par de años, aproximadamente.
 Es sabido que, cuando la campesina moza se casa en una localidad diferente a la suya, salen todos los del pueblo, sin excepción, el día del enlace para llevarla al pueblo del novio. Puesto que antaño no había seguridad en esas extensas y distantes regiones, existía la costumbre de salir un gran número de vecinos con la novia para acompañarla durante el camino, formando su cortejo una larguísima caravana encabezada por el camello de la novia, que generalmente guiaba el novio o aquél en quien éste delegara.
 Hasta aquí la cuestión entra dentro de lo normal y sucede así en todos los distritos rurales del país. Pero lo que no sucedía más que en Esharquía era que, cuando el cortejo de la novia pasaba de pueblo en pueblo o de aldea en aldea, salía la gente del pueblo o la aldea, con sus autoridades, sus ancianos y sus jóvenes, a invitar a la novia y a los de su municipio. Y, para demostrar que la invitación iba en serio, sacrificaban un animal y colgaban su cabeza sobre una estaca que sostenía uno de ellos, esperando a que se acercara el cortejo. Entonces, lo abordaban y le exponían la situación diciendo:
 -¡Tengan la amabilidad de pasar! La cena está preparada, el animal ya ha sido degollado y pasarán la noche con nosotros.
 Y claro, los acompañantes de la novia rehusaban enérgicamente, pues era la noche de la consumación del matrimonio y no era momento de invitaciones ni estaba la cosa para prestarse a demasiadas generosidades. Pero los que hacían la invitación no aceptaban la negativa, considerándola un serio desprecio a su capacidad de ejercer la hospitalidad con la novia y con los suyos. Por lo tanto, los vecinos del pueblo insistían en su invitación, a la vez que los acompañantes de la novia insistían en su negativa, y cada una de las partes se empecinaba más y más. La cosa llegaba al final al punto de recurrir a los insultos y a las manos. Pero no se quedaba ahí, sino que no tardaban en alzarse las porras y estallaba una gran reyerta que podía tener como resultado algunos muertos y heridos y, una de dos, o ganaban los acompañantes de la novia y seguían el camino hasta el pueblo del novio, o ganaban los del pueblo en cuestión y conducían al cortejo derrotado hacia su pueblo, obligándolo a aceptar la hospitalidad.
 La mayoría de las veces ganaban los acompañantes de la novia ya que se apoderaba de ellos el fervor y el asunto se convertía en una cuestión de dignidad y honor que podía defenderse hasta la muerte. Pocas eran las veces que vencían los del pueblo, pues la cuestión para ellos era un simple alarde de su gran generosidad y, en tal caso, quizá el hombre no se ve impelido a tomar posiciones extremas que pongan en riesgo su propia vida.
 Esta costumbre ha seguido viva durante siglos hasta que fue suprimida hace poco tiempo. El motivo de su desaparición fue que una de las muchachas del pueblo de Kafr El Azab se había casado con un hombre de otro pueblo lejano. El día de la consumación del matrimonio salieron todos los del pueblo para llevar a la novia como de costumbre. Pero en el camino fueron sorprendidos por un hombre negro gigantesco que les salió al paso acompañado de los de su banda. Había colocado una estaca más alta que una palmera por encima de su cabeza y se había puesto en mitad del camino sin mediar palabra. Apenas los componentes del cortejo vieron al hombre, una gran desazón comenzó a apoderarse del nutrido grupo. Así ocurrió porque los vecinos de Kafr el Azab y el valor, desde antiguo, no habían hecho buenas migas. El pueblo estaba compuesto por grandes familias que después se desintegraron; las desintegró la pobreza y la escasez de tierras. Y se transformó en un poblado repleto de camorristas dispuestos a comerse los unos a los otros sin consideraciones de ningún tipo. Los habitantes de Kafr El Azab eran pequeños propietarios. El que tenía propiedades no poseía más de unos cuantos cientos de metros cuadrados y todo lo que esperaba en la vida era llegar a tener una fanega entera. Los comerciantes -si se les puede llamar así- eran simples vendedores ambulantes que daban vueltas con los fardos y hatillos de ropa sobre sus espaldas el día en que se celebraba el mercado. El pueblo contaba con más de cincuenta tiendas de comestibles y el valor de las mercancías que tenía cualquiera de ellas no sobrepasaba las cinco libras egipcias.
 Había cientos que tenían como oficio hacer té o café y cuyo único capital no iba más allá de la tetera y la casucha en ruinas que usaban como establecimiento. Había también alfaquíes, recitadores del Corán y los que hacían taameyas y con estas tortitas de habas fritas espolvoreadas con sésamo se ponían en la puerta de las mezquitas después de la oración. Había tejedores de cestas, narradores de cuentos, rateros y ladrones a gran escala. Todos ellos, gracias a Dios, abundaban por decenas y centenares. Cuando había un puesto de trabajo vacante de guarda, se presentaban más de cien solicitudes utilizando los enchufes y las mediaciones que hicieran falta. Y el que conseguía encontrar trabajo de capataz para supervisar la limpieza de los gusanos en la temporada de recolección del algodón, era porque su madre debía de haber rezado por él. A pesar de la precaria situación económica, o quizá más bien a causa de ella, las denuncias de unos contra otros no cesaban. Los partes procedentes de Kafr El Azab referidos a intentos de asesinato, robo a mano armada y violaciones llovían en las dependencias de la policía. Y allí, el más listo, lógicamente, era el que echaba unas perras al bolsillo sin tener en consideración cómo llegaban a él. Cuando alguien actuaba de forma cicatera y conseguía ahorrar un céntimo se consideraba una persona de talento. Si el encargado de rellenar las ayudas fiscales que se pedían al gobierno se quedaba un chelín o medio franco al firmar la solicitud, era considerado un hombre inteligente. Hasta el cacique era considerado un hombre de talento porque se ganó tal rango negociando con el algodón, nominalmente adquirido en segunda cosecha, pero realmente robado de los campos.
 Por tanto, no era extraño que cuando se le mencionara a alguien en Kafr El Azab algo que tuviera que ver con la hombría y el valor, agachara la cabeza y comentara:
 -Y eso, amigo, ¿a cuánto está en el mercado?
 Además, aquel día, en realidad, no querían preocupaciones. Los cientos de personas no habían salido para acompañar a la novia sino, por el contrario, pensaban en disfrutar de un banquete en el que esperaban encontrar pollo de primera calidad con patatas y montones de carne cocida cubierta con hogazas de pan recién hecho, si contar con los dulces y la diversión gratuita. Además, ¿quién sabe? ¡A lo mejor alguno tenía suerte y el destino le reservaba algún cigarrillo hecho a máquina!
 Podemos, por tanto, imaginar la gran desazón que se apoderó del cortejo de los azabíes al aparecer el gigantesco negro y cómo se extendieron sus murmullos de desaprobación, se rompió la larga cola del cortejo, se afligieron sus corazones y estiraron los cuellos tratando de descubrir qué estaba pasando, al tiempo que intentaban encontrar una solución y se preguntaban:
 -¿Quién va a ser el interlocutor? ¿Quién puede serlo?
 Y es que el cortejo no tenía líder o jefe, pues los azabíes aborrecían el liderazgo que no fuera el de uno mismo.»
 
  [El fragmento pertenece a la edición en español de Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, 2002, en traducción de Pilar y Jorge Lirola Delgado. ISBN: 84-87198-76-7.]

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