La gran ruina
«Ver la Ciudad
Eterna fue uno de los ensueños de mi existencia; uno de los deseos de mi corazón.
Niño, la religión romana me habla de Dios, de la inmortalidad, de la redención,
de todas las ideas que ensanchan hasta lo infinito los horizontes del alma.
Adulto, la lengua del Lacio fue mi estudio exclusivo, estudio que a una imaginación
de suyo plástica, le presentaba como en relieve, entre los dulces versos de
Virgilio, los concisos períodos de Tácito, y
los rotundos de Tito Livio, aquellos héroes antiguos, que sólo habían vivido para
la libertad y para la patria. Ya en la juventud, al penetrar por la puerta de
las Universidades, la literatura romana y el derecho romano habían acabado de
inspirar al ánimo un anhelo vivísimo por ver las colinas de donde tantas ideas
descendieron sobre la conciencia humana; los sepulcros que guardan tantos
huesos ilustres, los cuales han servido como de abono a la planta de la civilización
sobre la faz del planeta; las piedras bruñidas por el sol y por el tiempo,
donde el cónsul y el tribuno han esculpido sus nombres, y el apóstol y el
mártir su cruz, verdaderos fragmentos, no de la tierra, sino del espíritu universal,
en su trabajo constante por adquirir la conciencia plena de sí mismo, y por
realizar ese ideal, que le desasosiega y le atormenta, pero que también le
eleva y le transfigura, obligándole a ser, si soldado de una lucha sin tregua,
agente y sacerdote de un progreso sin término.
Yo, que cansado un poco de la política en
Madrid, de la industria en Londres, de la vida en París, hasta de la naturaleza
en Ginebra; disgustado un tanto de las tendencias positivistas que en nuestro
tiempo a cada minuto, y en nuestra sociedad a cada paso descubro; me refugiaba en
Roma para consumir algunos momentos en éxtasis ante la historia, ante el arte,
ante la religión, ante todo lo ideal, no pude cierto día desasirme de un
republicano, muy mi amigo, que, seguro de la complicidad de mi alma con sus
ideas, y de mi alejamiento naturalísimo del Santo Oficio, desahogaba su
conciencia pecadora y su forzoso silencio de veinte años, pasados bajo la
férula pontificia, en mi amistad, pintándome los abusos del absolutismo romano,
que yo de oídas conocía, y de corazón detestaba; pero cuyo relato en aquella
hora no se compadecía bien con mis deseos de peregrinar entre las ruinas, ajeno
a todo trabajo político, entregado al curso libre de mis ensueños y de mis
pensamientos.
-A buena ciudad venís en busca de idealismo, decíame,
frío por costumbre, en presencia de las maravillas que yo, transeúnte, admiraba
en Roma. Aquí todo el mundo se interesa por un número de la fatal lotería;
nadie por una idea del humano cerebro. La conmemoración del aniversario de
Shakespeare se ha prohibido en esta ciudad del arte. Su censura es tan sabia,
que como cierto escritor publicara un libro sobre el voltaismo, lanzólo al
purgatorio del Índice, creyendo que se trataba del volterianismo, filosofía que
no deja ni descansar ni digerir a nuestros monseñores. En cambio, un libro de
cábalas y astrologías para adivinar los caprichos del bombo lotérico ha sido
impreso y publicado con el placet pontificio, por no
contener nada contrario a la religión, ni a la moral, ni a los derechos de la soberanía.
-Sé todo eso, decíale yo. Lo he leído cien
veces en Dumesnil, en Kauffman, en Sthendal, en Edmundo About.
- Pues sabiéndolo, ¿buscáis aquí ideas? Rabelais conocia esta ciudad, Rabelais. Al llegar, en vez de escribir una disertación sobre sus dogmas, la escribió
sobre sus lechugas, única cosa que hay buena y fresca en este maldito calabozo.
Y cura y todo como era, cura del siglo decimosexto, más religioso que el
nuestro, tenía una correspondencia larga y
tendida con el piadoso obispo de Maillerais, sobre los hijos del Papa; porque el
reverendo le había encargado muy especialmente averiguar si el caballero Pedro
Luis Farnesio era hijo legítimo o bastardo de su Santidad. Creedme; Rabelais
conocía a Roma.
En esto dimos vuelta a una encrucijada, y nos
encontramos en modestísima plazuela. Un balcón de la casa que más descollaba en
aquel sitio, aparecía colgado con rico tapiz de damasco carmesí. Fuertemente
ajustado al balcón brillaba un globo de cristal con
filetes dorados, a uno de cuyos extremos veíase áureo manubrio. Frente a la casa,
inmensa multitud desarrapada, miserable, se apiñaba. En todos los ojos,
convertidos al balcón, veíase algo de extraño; en las manos papeles, santos,
escapularios; un silencio sepulcral reinaba, silencio incomprensible en los
locuaces pueblos del Mediodía, silencio, del que deduje haber topado con una ceremonia
religiosa. Mi deducción se confirmó cuando un monago salió al balcón; y tras el
monago algunos eclesiásticos de rubicunda cara y obesa respetable figura; y
tras los eclesiásticos todo
un príncipe de la Sacra Romana Iglesia, vestido de crujiente seda morada adornado
con su roquete de blanco encaje, y cubierto con un solideo morado también,
sobre el cual flotaba al cefirillo, como roja flor de granado, lustrosísima
borla. Rompióse el silencio de la multitud en espantoso alarido. Unos de
aquellos campesinos, que todavía conservan reflejos de la antigua belleza
escultórica en su frente despejada, en su nariz aguileña, en sus labios
gruesos, se postraban de hinojos, plegadas las manos, extática la mirada, profiriendo
oraciones que parecían conjuros. Otros sacaban las estampas de sus santos
protectores, casi todas mugrientas, y las besuqueaban con verdaderos
transportes. Algunos daban saltos, tendían los brazos, pronunciaban frases
incoherentes. Era sábado, sábado de sortilegios. El mediodía se acercaba. Un
cañonazo suena en el punto que las campanas dan las doce. Al cañonazo sigue en
la multitud otro alarido increíble. El cardenal coge el manubrio
y da vueltas al globo cristalino. El monago mete la mano y saca un número. Era
la lotería oficial, la lotería
pontificia. Huyamos. Tenía razón el garibaldino. ¿Esta es la ciudad del
espíritu?
Sumerjámonos en los antiguos tiempos, como un
buzo en el mar. Nuestra vida es tan corta, nuestro ser tan pequeño, que para
tocar esa idea de lo
infinito, a la cual estamos como unidos por lazos invisibles; para entrar en esta inmortalidad
con que soñamos siempre, tenemos necesidad de poner, como tras el limitado
horizonte sensible el ilimitado horizonte racional, tras cada momento de la
vida, perspectivas inacabables, lejos inmensos,
celajes que matizan de belleza las notas escapadas de unas cuerdas vibrantes,
los colores descompuestos en mágicas paletas, las inspiraciones desprendidas de
la celeste poesía, los recuerdos por nuestra evocación alzados
del polvo de los siglos y de los abismos de la
historia.
¿Es verdad que tenemos aquí en la frente una luz
pálida, trémula, casi imperceptible, como la luz de la luciérnaga, una luz que
se llama idea'? ¿Es verdad que en esta luz podemos abrasar el mundo material,
disiparlo, ofrecérselo al espíritu como el humo de un sacrificio?
Indudable. La naturaleza aparece a nuestros ojos mil veces, cual una imagen
multiforme de la conciencia. La luz no es más que el yelo
de oro tras el cual se oculta el pensamiento
infinito que agrupa en escalas de música armoniosa los planetas y sus
soles. El universo, ese universo que nos abruma con su grandeza, es el poema
de nuestras ideas, el apocalipsis misterioso que hemos escrito con palabras
de estrellas, con líneas de constelaciones en esa inmensidad,
de cuya existencia real no
estamos seguros, en esa inmensidad sin orillas y sin fondo que se llama
espacio. Dejadme, dejadme, pues, soñar; que así como a los pies del hombre han
caído muertos los dioses paganos, los dioses inmortales, creados y destruidos por
el espíritu, los dioses inmortales, cuyos esqueletos amontonados descubro en
esta inmensa necrópolis de la campiña romana, así pueden caer en ruinas los
mundos, y quedar entre sus cenizas frías, como un rescoldo, el calor de nuestro
espíritu.
Cuando protestaba yo con estas orgullosas
reflexiones contra las miserias humanas, sin darme de ello casi cuenta, había
llegado solo, absorto, frente a frente del Coliseo Romano. La primera impresión
que me produjo fue de asombro. Si yo no naciera a las orillas del mar, y no me
connaturalizara con su infinita superficie desde niño, tal impresión me hubiera
causado, viéndolo por vez primera en edad madura. Mi memoria un tanto viva y
cambiante me trasladó súbita a mi cátedra de latín, donde traducíamos los epigramas
de Marcial, y me trajo a los labios estos dos versos, que suelen repetir los
eruditos itinerarios publicados por los arqueólogos romanos:
Barbara Piramidum silcant miracula Memphis
Omnis Caesaree cedat labor
Amphitheatro.
Eran estos los jardines de Nerón. Por aquí
andaba vestido de púrpura, calzado de borceguíes celestes, la sien coronada de
laureles, los ojos fijos en el cielo, las manos en la cítara, henchidos los labios
de antiguos versos griegos, y el corazón de pasiones contrarias, como un
demonio que se esforzara por ser Dios, y se acogiera momentáneamente al cielo
del arte, para tornar a caer en los abismos.
Él era cónsul, tribuno, dictador, césar, pontífice máximo; todos le bendecían, todos
le adoraban; y no le estimaba ¡oh dolor! su propia
conciencia. La posteridad no ha sido para él tan despiadada como para los demás
césares, porque Nerón fue siempre un tirano con remordimiento. ¡Ha habido tantos
en quienes se borró por completo la conciencia! ¡Ha habido tantos que, al
matar, al quemar, al destruir ciudades enteras, han creído obrar meritoriamente
a los ojos de Dios!»
[El fragmento pertenece a la edición electrónica de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.]
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