miércoles, 3 de octubre de 2018

Pensar el siglo XX.- Tony Judt (1948-2010)


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Epílogo

«De modo que ¿qué pasa con el siglo XX? ¿Qué podemos decir de él, o -como se dice que Chu En-lai comentó ingeniosamente sobre la Revolución francesa- es demasiado pronto para decirlo? La respuesta no puede aplazarse, porque precisamente el siglo XX ha sido el más etiquetado, interpretado, invocado y castigado de todos. El mejor relato reciente de él -de Eric Hobsbawn- describe el "breve siglo XX" (desde la revolución rusa de 1917 hasta el colapso del comunismo en 1989) como una "época de extremos". Esta sombría -o, en todo caso, desengañada- versión de los hechos encuentra eco en la obra de varios jóvenes historiadores: sirva como muestra el título que Mark Mazower dio a su obra sobre el siglo XX europeo: La Europa negra.
 El problema con estos, por otra parte creíbles, resúmenes de una historia sombría es precisamente que corren demasiado en paralelo con la forma en que la gente experimentó los hechos en aquel momento. La era comenzó con una catastrófica guerra mundial y terminó con el colapso de la mayoría de los sistemas de creencias de la época: difícilmente podía esperarse  un tratamiento amable en retrospectiva. Desde las masacres armenias hasta Bosnia, desde el ascenso de Stalin a la caída de Hitler; desde el frente occidental hasta Corea, el siglo XX es una constante relación de desdichas humanas y sufrimiento colectivo del que hemos salido más tristes pero también más sabios.
 Pero ¿y si no partiéramos de una narrativa del horror? En retrospectiva, pero no sólo en retrospectiva, el siglo XX asistió a importantes mejoras en la condición humana en general. Como consecuencia directa de sus descubrimientos médicos, cambios políticos e innovación institucional, la mayoría de la gente empezó a tener una vida más larga y más saludable de lo que nadie habría imaginado en 1900. Y, por extraño que pueda parecer a la luz de lo que acabo de escribir, más segura, al menos la mayor parte del tiempo.
 Tal vez esto debiera considerarse un rasgo paradójico de esa época: dentro de muchos Estados bien establecidos, la vida mejoró espectacularmente. Pero, debido a un aumento sin precedentes de los conflictos interestatales, los riesgos asociados a la guerra y la ocupación también aumentaron extraordinariamente. De modo que, desde cierta perspectiva, el siglo XX sencillamente continuó con las mejoras y los avances de los que el siglo XIX podía congratularse. Pero, desde otra, constituyó una reversión descorazonadora a la anarquía y la violencia internacional del siglo XVII, antes de que el tratado de Westfalia (1660) estabilizara el sistema internacional durante dos siglos y medio.
 El significado de los acontecimientos, según fueron desarrollándose para los contemporáneos de la época, se veía de una forma muy diferente a la que se ve ahora. Esto puede parecer obvio, pero no lo es. La Revolución rusa y la posterior expansión del comunismo hacia el este y el oeste, forjó una convincente narrativa inexorable, según la cual el capitalismo estaba condenado a la derrota, ya fuera en un futuro próximo o en algún momento todavía indeterminado. Incluso a aquellos a quienes esta perspectiva les llenaba de desesperanza, no les parecía ni mucho menos improbable, y sus implicaciones determinaron en gran medida la época.
 Parece que somos capaces de entender esto bastante bien: 1989 no está tan lejano como para que hayamos olvidado hasta qué punto la perspectiva comunista parecía plausible para muchos (al menos hasta que la experimentaban). Lo que hemos olvidado del todo es que la alternativa más creíble al comunismo durante los años de entreguerras no era el capitalismo liberal, sino el fascismo, especialmente en su versión italiana, que enfatizaba la relación entre el gobierno autoritario y la modernidad a la vez que adjuraba (hasta 1938) del racismo de la versión alemana. Para cuando llegó la Segunda Guerra Mundial, había mucha más gente de la que ahora nos gusta pensar para la cual la elección entre el fascismo o el comunismo era lo que importaba, con el fascismo como aspirante con más posibilidades.
 Dado que ambas formas de totalitarismo hoy en día ya están extintas (institucional si bien no intelectualmente) nos resulta difícil recordar una época en la que eran mucho más creíbles que las democracias constitucionales que ambas despreciaban. En ningún sitio estaba escrito que las últimas ganarían la batalla de corazones y mentes, y mucho menos, las guerras. En resumen, aunque estemos en lo cierto al suponer que el siglo XX estuvo dominado por la violencia y el extremismo ideológico, no podemos encontrarle sentido a menos que entendamos que atrajeron a un número mucho mayor de personas que el que nos gustaría pensar. Que el liberalismo acabara saliendo victorioso -si bien en gran medida gracias a su reconstrucción a partir de muy diferentes bases institucionales- fue uno de los acontecimientos más inesperados de la época. El liberalismo -como el capitalismo- demostró ser sorprendentemente adaptable: por qué esto acabó siendo así constituye uno de los temas principales de nuestro libro.
 Para los no historiadores, podría parecer una ventaja haber vivido los hechos que uno está narrando. El paso del tiempo supone hándicaps: las pruebas materiales pueden ser escasas, la cosmovisión de nuestros protagonistas puede resultarnos ajena, las categorías habituales ("Edad Media", "Edad Oscura", "Ilustración") pueden inducir a error más que explicar. La distancia también puede ser una desventaja: la falta de familiaridad con las lenguas y culturas puede hacer que hasta los más meticulosos yerren el camino. Tal vez los persas de Montesquieu puedan profundizar más en una cultura que los ciudadanos locales, pero no son infalibles.
 Sin embargo, la familiaridad también acarrea sus propios dilemas. El historiador puede incurrir en deslices biográficos para colorear el desapasionamiento analítico. Se nos enseña que los historiadores deberían mantenerse al margen de lo que escriben, y el consejo es prudente en general, basta con ver las consecuencias de que el historiador se convierta (al menos a sus propios ojos) en más importante que la historia. Pero todos somos producto de la historia y llevamos incorporados los prejuicios y los recuerdos de nuestra vida, e incluso a veces podemos dejarnos llevar por ellos.»
 
   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Taurus, 2012, en traducción de Victoria Gordo del Rey. ISBN: 978-84-306-0910-9.] 
 

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