Años de arroz y sal
Hijos
«Pasamos tres días charlando, riendo, comiendo y durmiendo; nadie discutía, murmuraba, condenaba ni acusaba. Para Flor de Nieve y para mí los mejores momentos eran los que pasábamos por la noche en la habitación de arriba. Poníamos a nuestros hijos en la cama, entre ambas. Al verlos juntos las diferencias eran aún más patentes. [...]
-¿Te gusta tener trato carnal? -preguntó Flor de Nieve tras asegurarse de que todos los demás dormían.
Durante años habíamos oído los chistes subidos de tono que contaban las ancianas y los comentarios jocosos de mi tía sobre lo bien que se lo pasaba en la cama con mi tío. Todo eso nos había resultado muy desconcertante cuando éramos niñas pero yo ya había entendido que no tenía nada de desconcertante.
-Mi esposo y yo somos como dos patos mandarines -añadió al ver que tardaba en contestar-. Ambos hallamos la felicidad volando juntos.
Sus palabras me sorprendieron. ¿Estaba mintiendo otra vez, como había hecho durante años? Me quedé callada y ella continuó:
-No obstante, aunque ambos gozamos mucho en la cama, me molesta que mi esposo no respete los períodos de purificación. Cuando di a luz sólo esperó veinte días. -Hizo otra pausa y luego admitió-: No le culpo por ello. Yo consentí. Quería que pasara.
Sentí alivio, aunque estaba muy asombrada por su deseo de tener trato carnal con su esposo. Debía de estar diciéndome la verdad porque nadie mentiría para encubrir una verdad peor. ¿Podía haber algo más vergonzoso que realizar un acto impuro?
-Eso está mal -susurré-. Debes cumplir las normas.
-¿Qué ocurrirá si no? ¿Me volveré tan impura como mi esposo?
Eso era algo que yo ya había pensado, pero contesté:
-Podrías enfermar o morir.
Flor de Nieve rio en la oscuridad.
-Nadie enferma por tener trato carnal. Sólo da placer. Me paso el día trabajando sin descanso para mi suegra. ¿Acaso no merezco los placeres de la noche? Y si tengo otro hijo, aún seré más feliz.
En eso tenía razón. El niño que dormía entre nosotras era difícil y débil. Flor de Nieve necesitaba tener otro hijo... por si acaso.
[...]
En los meses siguientes seguimos escribiéndonos; nuestras palabras atravesaban los campos en ambas direcciones, libres como dos pájaros que planean en una corriente alta. Sus quejas disminuyeron y también las mías. Éramos jóvenes madres y las aventuras cotidianas de nuestros hijos nos alegraban la vida: los primeros dientes, las primeras palabras, los primeros pasos. Yo pensaba que ambas estábamos satisfechas a medida que nos adaptábamos al ritmo de nuestro nuevo hogar, aprendíamos a complacer a nuestras suegras y nos habituábamos a los deberes de las esposas. Hasta me acostumbré a escribirle acerca de mi esposo y de nuestros momentos de intimidad. Por fin comprendía aquella antigua enseñanza: "Sube a la cama, pórtate como un esposo; baja de la cama, pórtate como un caballero". Yo prefería a mi marido cuando él bajaba de la cama. Durante el día él obedecía las Nueve Consideraciones. Era lúcido, escuchaba atentamente y se mostraba cariñoso. Era recatado, leal, respetuoso y honrado. Cuando tenía dudas, consultaba a su padre y en las raras ocasiones en que se enfadaba procuraba que no se notara. Así pues, por la noche, cuando subía a la cama, yo me alegraba de su goce, aunque sentía alivio cuando él terminaba. No entendía lo que había oído decir a mi tía cuando yo estaba en mis años de cabello recogido, ni que Flor de Nieve encontrara placer en el acto carnal. Pese a mi gran ignorancia, había una cosa que sí sabía: no se pueden infligir las normas sin pagar un alto precio.
Lirio Blanco:
Mi hija nació muerta. Se marchó sin haber echado raíces, de modo que no conoció los pesares de la vida. Le cogí los pies. Nunca conocerían la agonía del vendado. Le toqué los ojos. Nunca conocerían la tristeza de abandonar su hogar natal, de ver a su madre por última vez, de despedirse de un hijo muerto. Puse mis dedos sobre su corazón. Nunca conocería el dolor, la pena, la soledad, la tristeza. Me la imagino en el más allá. ¿Estará mi madre con ella? Ignoro cuál habrá sido el destino de ambas.
En mi casa todos me culpan. Mi suegra dice: "¿Para qué te casaste con mi hijo, si no vas a darle hijos varones?" Mi esposo dice: "Eres joven. Tendrás más hijos. La próxima vez me darás un varón."
No tengo forma de desahogarme. No tengo a nadie que me escuche. Ojalá te oyera subir por la escalera.
Imagino que soy un pájaro. Vuelo hacia las nubes y el mundo, abajo, parece muy lejano.
Me pesa el trozo de jade que llevaba colgado del cuello para proteger a mi bebé. No puedo dejar de pensar en mi niñita muerta.
Flor de Nieve
Los abortos eran muy frecuentes en nuestro condado y las mujeres no solían preocuparse demasiado si sufrían uno, sobre todo si el bebé era una niña. Los partos de niños muertos sólo se consideraban espantosos si el bebé era un varón. Si la criatura que nacía muerta era una niña, los padres solían agradecerlo. Nadie necesitaba más bocas inútiles que alimentar. En mi caso, pese a que durante el embarazo me había aterrado pensar que pudiera pasarle algo malo a mi bebé, la verdad es que no sabía cómo me habría sentido si hubiera resultado una niña y hubiera muerto antes de respirar el aire de este mundo. Lo que intento decir es que me había dejado perpleja que Flor de Nieve tuviera semejantes sentimientos.»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Salamandra, 2006, en traducción de Gemma Rovira Ortega. ISBN: 978-84-9838-052-1.]
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