domingo, 15 de abril de 2018

Historias de la Inquisición.- Juan Eslava Galán (1948)

 
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Capítulo primero
La Inquisición medieval

«Cuando el cristianismo se convirtió en religión oficial del Imperio Romano, los santos padres recomendaron la estaca como supremo argumento para convertir a los paganos que se resistían a abrazar la religión del amor. Ya lo decía San Agustín: A muchos aprovechó el haber sido forzados con el temor y el dolor y, recordando a Platón, proponía que nadie se quede sin tener su guardián. Pero, ¿qué hacer cuando el disidente invitado a reincorporarse al rebaño de los justos se obstina en su error?  En tal caso, esa manzana podrida debe ser suprimida para que el mal que lleva dentro no se propague a las sanas.
 Por espacio de un milenio, los partidarios de la estaca tomaron a San Agustín como santo patrón y fueron proclives a citarlo. Un texto de 1612: como dijo san Agustín, ningún médico curó jamás el cáncer con unciones y remedios blandos, sino con navaja y botones de fuego que abrasando y cortando atajen el contagio. Prisciliano fue torturado y ejecutado por hereje en el 380.  Siglos después, santo Tomás hizo doctrina de la represión cuando señaló que es más grave corromper la fe, la vida del alma, que alterar la moneda. Y ya se sabe que en aquellos tiempos recios el delito de falsificar moneda se penaba con la hoguera.
 El fundamentalismo cristiano medieval convirtió al hereje en el máximo delincuente social. El Edicto de Verona (1184) estableció que los obispos, en sus visitas pastorales a parroquias, concederían audiencias a vecinos de confianza, buenos cristianos, que desearan colaborar con el sostenimiento de la fe denunciando a los feligreses sospechosos de herejía. El concilio de Narbona (1227) estableció que en cada parroquia hubiese testigos o testes synodales encargados de espiar las desviaciones doctrinales de la comunidad. La medida no dio el resultado apetecido. El mismo individuo que, cuando le robaban una gallina, era capaz de revolver Roma con Santiago para que la justicia prendiera al culpable y rescatara su patrimonio, se mostraba renuente a denunciar a un vecino sospechoso de herejía. La Iglesia se vio obligada a idear una figura jurídica desconocida en el derecho romano: la acusación por la autoridad. El párroco que conocía a su grey tenía la obligación de denunciar ante el obispo a cualquier feligrés sospechoso de herejía. Al obispo correspondía interrogar e investigar al acusado en una inquisitio o pesquisa. Pero los obispos de entonces eran, en su mayoría, personas ignorantes, apenas curas de misa y olla, ayunos de latines y teología. Por lo tanto, su labor policíaca progresaba poco. Mientras tanto las herejías iban en aumento, principalmente la cátara que infectaba el sur de Francia, donde muchos católicos apostataban para abrazar la nueva religión y, lo que es más grave, dejaban de pagar diezmos y primicias a los recaudadores eclesiásticos. Era más de lo que la Iglesia podía tolerar. Se imponía tomar medidas enérgicas, había que instituir una policía teológica, un cuerpo de especialistas en catecismo capaces de husmear el rastro del hereje, de seguirle la pista, de acorralarlo hábilmente y de hacerle confesar su delito. Santo Domingo de Guzmán consiguió que la magna empresa fuese confiada a su Orden. Los dominicos poseían los conocimientos teológicos necesarios para detectar las herejías y, al propio tiempo, estaban libres de compromisos monásticos. Ellos fueron los campeones de la fe y luces verdaderas del mundo.
 El rey recibía su autoridad de Dios; por lo tanto, el hereje amenazaba con su disidencia no sólo el orden religioso sino el orden civil y la estabilidad del Estado. Es natural que los reyes colaboraran en la labor de represión. El obispo o inquisidor condenaba al hereje, pero, dado que el concilio de Letrán (1179) había prohibido que los clérigos mataran a sus semejantes, era el gobernador civil el que oportunamente se encargaba de quemar al hereje en la plaza pública para general escarmiento de sus súbditos. El desprecio a la vida humana que caracterizaba aquella sociedad determinó una feroz represión. En una sola sesión, en Viterbo, año 1273, fueron quemados más de doscientos herejes.
 La Inquisición pontificia actuó en Francia, Alemania, Italia, Polonia y Portugal. En España se circunscribió al reino de Aragón, refugio de muchos cátaros franceses que huían de la persecución. Faltaban todavía casi tres siglos para que los Reyes Católicos instituyeran la Inquisición en sus reinos, pero en la Inquisición medieval encontramos ya la coacción y la amenaza que constituyen procedimientos comunes de la moderna: hay un tiempo de gracia para las autoinculpaciones voluntarias, seguido de un Edicto de Fe que obliga a los ciudadanos a denunciar a los sospechosos, hay detenciones en cárceles secretas, interrogatorios con tortura, pena de muerte en la hoguera e incluso la cremación de los huesos del hereje fallecido hace tiempo, que debe ser perseguido incluso más allá de la muerte.
 Cada Inquisición fue hija de su tiempo, la medieval más severa que la moderna. En el siglo XIII, además de quemar a los herejes demolían las casas que los hubieran albergado, para que no quedase de ellos ni el recuerdo. La Inquisición española, más moderna, no sólo no destruía los bienes del difunto sino que se lucraba con ellos. En Sevilla, en 1936, se registra un caso de demolición, a cañonazos, de la casa que había albergado un cenáculo republicano, pero hay que atribuirlo a la genialidad del general Queipo de Llano y no a pervivencia inquisitorial.
 La Inquisición medieval no sobrevivió a las herejías que persiguió. En el siglo XV, sus tribunales habían dejado prácticamente de funcionar. Pero, un siglo más tarde, el luteranismo y las contiendas religiosas favorecieron la creación de inquisiciones nacionales en algunos países de Europa, incluidos los protestantes. Una de las víctimas de las inquisiciones protestantes fue el científico español Miguel Servet, quemado en Ginebra por los calvinistas, en 1553, por negar el dogma de la Santísima Trinidad. Otra famosa víctima de la Inquisición fue el monje Savonarola, que había declarado al papa Alejandro VI simoniaco, hereje e incrédulo y había impuesto una férrea dictadura religiosa sobre la permisiva y alegre Florencia. En 1498 el monje y sus secuaces ardieron en la hoguera en el centro de la plaza de la Señoría, justamente donde ellos mismos solían quemar libros heréticos y obras de arte inmorales.
 Inglaterra no fue a la zaga. Los británicos aficionados a la vida larga y sin sobresaltos se vieron impelidos a cambiar de religión dos veces para complacer a los sucesivos monarcas reinantes. Cuando Enrique VIII, el de las seis esposas, se enemistó con el Papa por un quítame allá una nulidad matrimonial, tuvieron que hacerse anglicanos. Los que se resistieron fueron sañudamente perseguidos. En el reinado siguiente, María Tudor, hija y sucesora de Enrique, restauró el catolicismo y no tuvo inconveniente en ejecutar a más de trescientos disidentes en sólo cinco años ganándose el título de Bloody Mary (Mary la Sangrienta). Por cierto que ahora, con la frivolidad de los tiempos que corren, ese terrible sobrenombre sirve para denominar una bebida de moda. "Mary la Sangrienta" estuvo casada con nuestro Felipe II, un rey que, aunque de natural severo y más papista que el Papa (Prefiero perder mis Estados a gobernar sobre herejes), aconsejó a su esposa, infructuosamente, que moderara su celo inquisitorial.»
 
 [El extracto pertenece a la edición en español de Editoral Planeta-De Agostini, 1996. ISBN: 84-395-4581-9.]
 

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