martes, 3 de abril de 2018

El prisionero de Zenda.- Anthony Hope (1863-1933)


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13.-Una mejora en la escala de Jacob

«A la mañana siguiente de hacer mi juramento contra los Seis di ciertas órdenes y después sentí una tranquilidad que no había experimentado durante los últimos tiempos. Había puesto manos a la obra, y, aunque el trabajo no pueda curar el amor, es una droga que lo aplaca. Sapt, cuya inquietud crecía por momentos, se maravilló al verme cómodamente sentado al sol escuchando cantar dulces baladas de amor a uno de mis amigos y dejándome invadir por una grata melancolía. En eso estaba ocupado cuando el joven Rupert Hentzau, que no temía a Dios ni al diablo, y cabalgaba por la propiedad, donde cada árbol podía ocultar a un tirador, como si fuese el parque de Strelsau, llegó a medio galope hasta donde yo estaba, se inclinó con burlona deferencia, y pidió hablar conmigo a solas para transmitirme un mensaje del duque de Strelsau. Hice que todos se retiraran y entonces, sentándose a mi lado, dijo:
 -Según parece el rey está enamorado.
 -No de la vida, señor -contesté, sonriendo.
 -Bueno, ya está bien -replicó-; ahora estamos solos. Rassendyll...
 Me incorporé con brusquedad.
 -¿Qué sucede? -inquirió.
 -Estaba a punto de llamar a uno de mis caballeros para que le trajera el caballo, señor. Si no sabe cómo dirigirse al rey, mi hermano deberá buscar otro mensajero.
 -¿Por qué mantener la farsa? -preguntó, sacudiéndose el polvo de la bota con el guante.
 -Porque aún no ha terminado; y mientras tanto yo escogeré mi propio nombre.
 -¡Oh, está bien! Sin embargo, sólo pretendía ayudarle; porque, en realidad, somos dos almas gemelas.
 -Dejando aparte que yo guardo lealtad a los hombres y respeto a las mujeres, quizá lo seamos, señor.
 Me lanzó una mirada, una mirada de cólera.
 -¿Vive su madre? -le pregunté.
 -No, está muerta.
 -Puede dar gracias a Dios -dije, y le oí maldecirme en voz baja-. Bueno, ¿qué mensaje trae? -continué.
 Le había tocado su punto flaco, pues todo el mundo sabía que había roto el corazón de su madre, llevando a sus amantes a su propia casa; su desenvoltura desapareció por el momento.
 -El duque le ofrece más de lo que debería -gruñó-. La horca, majestad, fue mi sugerencia. Pero él le ofrece un salvoconducto hasta el otro lado de la frontera y un millón de coronas.
 -Prefiero su oferta, señor, si debo escoger alguna.
 -¿Rehúsa?
 -Naturalmente.
 -Le dije a Michael que lo haría -y el canalla, recobrada la compostura, me dirigió la más luminosa de las sonrisas-. Lo que ocurre es que, entre nosotros -continuó-, Michael no comprende a un caballero.
 Yo me eché a reír.
 -¿Y usted? -pregunté.
 -Yo sí -dijo-. Bueno, será la horca.
 -Lamento que usted no vaya a vivir para verlo -observé.
 -¿Me hace vuestra majestad el honor de desafiarme particularmente?
 -Lo haría si fuera unos años mayor.
 -Oh, Dios da años, pero el diablo los multiplica -rio él-. Estoy contento con mi edad.
 -¿Cómo está su prisionero? -inquirí.
 -¿El r...?
 -Su prisionero.
 -Había olvidado sus deseos, majestad. Bueno... está vivo.
 Se puso en pie; yo lo imité. Luego, con una sonrisa, dijo:
 -¿Y la princesa? Apuesto a que el próximo Elphberg será pelirrojo, aunque Michael el Negro sea considerado su padre.
 Di un salto hacia él, apretando los puños. No retrocedió ni un milímetro y esbozó una sonrisa insolente.
 -¡Lárguese, mientras aún pueda hacerlo! -mascullé. Me había devuelto con intereses la alusión a su madre.
 Después actuó con la mayor audacia que he visto en mi vida. Mis amigos estaban a unos treinta metros de distancia. Rupert llamó a un mozo para que le trajera su caballo y despidió al hombre con una corona. El caballo estaba cerca. Yo permanecí inmóvil, sin sospechar nada. Rupert hizo ademán de montar, después se volvió súbitamente hacia mí, con la mano izquierda apoyada en el cinturón y la derecha extendida.
 -Estrechémonos la mano -dijo.
 Yo me incliné, e hice lo que él había previsto: me llevé las manos a la espalda. Rápida como una centella, su mano izquierda se abatió sobre mí, y una pequeña daga relució en el aire; me alcanzó en el hombro izquierdo. Si no me hubiera hecho a un lado, habría sido en el corazón. Con un grito, me tambaleé. Sin tocar el estribo, él saltó sobre su caballo y partió como una flecha, perseguido por gritos y disparos, los últimos tan inútiles como los primeros, y yo me desplomé en el sillón, sangrando abundantemente, mientras veía desaparecer al canalla por la larga avenida. Mis amigos me rodearon y entonces me desmayé.»
 
 [El extracto pertenece a la edición en español de Editorial Planeta, 1987, en traducción de María Teresa Segur Giralt. ISBN: 84-320-9095-6.]
 

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