sábado, 7 de abril de 2018

La Pimpinela Escarlata.- Baronesa de Orczy (1865-1947)


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Capítulo I
 París: septiembre de 1792

«Había allí una multitud enfurecida, vociferante y llena de agitación. Eran seres que no tenían de humano más que el nombre.  Por lo que se veía y se oía, parecían más bien criaturas salvajes, animadas por viles pasiones y por el deseo de odio y de venganza. Era la hora cercana al crepúsculo. El lugar se llamaba la Barricada del Oeste y correspondía al mismo sitio en que, diez años más tarde, un tirano orgulloso erigiría un monumento indestructible para la gloria de la nación y para su propia vanidad.
 Durante la mayor parte del día, la guillotina había llevado a cabo su siniestra labor. Todo lo que había enaltecido a Francia en los siglos pasados: sus nombres más antiguos, su sangre azul, pagaba ahora su tributo a los deseos de libertad y de fraternidad. La matanza cesaba únicamente en esta última hora del día, porque el pueblo podía presenciar entonces otros espectáculos más interesantes, poco antes de que se cerraran definitivamente las barricadas durante la noche.
 La multitud, pues, se alejó rápidamente de la Plaza de la Grève para ir a contemplar la interesante y divertida escena que ocurría en las distintas barricadas.
 El espectáculo podía presenciarse cada día, ya que aquellos aristócratas eran ciertamente muy estúpidos. Todos ellos habían traicionado al pueblo, tanto los hombres como las mujeres y los niños. Todos ellos eran traidores, a pesar de ser los descendientes de los grandes personajes que desde las Cruzadas habían configurado la gloria de Francia, de aquellos que constituían toda su noblesse. Sus antepasados habían oprimido el pueblo, aplastándolo bajo los tacones escarlatas de sus magníficos zapatos cerrados con hebilla. Pero ahora el pueblo se había convertido en el legislador de Francia y aplastaba a su vez a sus antiguos señores. No lo hacía sin duda con los tacones de sus zapatos, ya que por aquellos días la mayoría de la gente iba descalza, sino bajo el peso de algo mucho más efectivo: la cuchilla de la guillotina.
 El repugnante instrumento de tortura exigía diariamente y a cada hora su variado número de víctimas: ancianos, muchachas y niños de corta edad, hasta que llegara el día en que pediría la cabeza de un rey y la cabeza de una reina joven y hermosa.
 Sin embargo, así debía ser. ¿No era ahora el pueblo el legislador de Francia? Cualquier aristócrata era un traidor, igual como lo fueron sus antepasados. El pueblo había trabajado durante doscientos años, con sudor y hambre, para sostener una corte caprichosa que se complacía en la extravagancia y en la corrupción. Pero ahora los descendientes de aquellos que habían contribuido a ensalzar aquella corte tenían que esconderse para salvar sus vidas, tenían que huir si querían evitar la venganza final del pueblo.
 Los aristócratas intentaban esconderse, intentaban escapar, y esto era precisamente lo gracioso del asunto. Cada tarde, antes de que se cerraran las puertas y de que los carros del mercado discurrieran en procesión por las distintas barricadas, algún que otro desventurado aristócrata intentaba evadirse de las garras del Comité de Salud Pública. Usando distintos disfraces y alegando diferentes pretextos, procuraban escabullirse a través de las barreras cuidadosamente guardadas por los ciudadanos que militaban en favor de la República. Los hombres se vestían con ropa de mujer, las mujeres con ropa de hombre, los niños con ropas andrajosas de mendigo. Había gente para todos los gustos. Allí se veían condes, marqueses e incluso duques, que intentaban huir de Francia para llegar a Inglaterra o a cualquier otro país igualmente despreciable. Su idea era promover la enemistad contra la gloriosa Revolución o bien formar un ejército destinado a libertar a los infelices prisioneros del Temple, aquellos que en tiempos pasados se habían llamado a sí mismos soberanos de Francia.
 Con  todo, los fugitivos eran capturados casi siempre cerca de las barricadas. El sargento Bibot, especialmente, tenía una asombrosa habilidad para descubrir a un aristócrata en la Puerta del Oeste, aunque usara el disfraz más perfecto. Era entonces, naturalmente, cuando empezaba la diversión. Bibot miraba su presa igual como el gato contempla al ratón. A veces jugaba con ella por espacio de un cuarto de hora. Hacía ver que había sido engañado por el disfraz, por la peluca o por cualquier otro elemento de la indumentaria teatral que disimulaba la identidad del que antes se había tenido por un noble marqués o por un conde.
Indudablemente, Bibot poseía un agudo sentido del humor. Por esto valía la pena merodear por los alrededores de la Barricada del Oeste, a fin de ver cómo atrapaban a un aristócrata en el mismo momento en que pretendía escapar de la venganza del pueblo.
 [...] Sin duda, esto resultaba enormemente divertido. A menudo se comprobaba que el fugitivo era una mujer, tal vez una engreída marquesa. Al verse de nuevo en las garras de Bibot, su aspecto era terriblemente cómico. Sabía que al día siguiente le esperaba un juicio sumarísimo y luego el abrazo suave de madame Guillotina.
 No había nada que extrañar en el hecho de que en aquel amable atardecer de septiembre la multitud que rondaba por la puerta de Bibot estuviese excitada y llena de inquietud. El deseo de sangre va siempre en aumento y nunca se satisface por completo. Durante aquel día, la multitud había visto caer bajo la guillotina a un centenar de cabezas nobles. Pero quería estar segura de que al día siguiente podría ver caer otras cien.
 [...] Aquel día, sin embargo todos los sargentos que estaban al mando de las distintas barricadas habían recibido órdenes muy especiales. Recientemente, un elevado número de aristócratas habían logrado huir de Francia, llegando a Inglaterra sanos y salvos. Existían curiosos rumores sobre estas huidas. Se producían con demasiada frecuencia y eran singularmente atrevidas. La mente del pueblo se excitaba e imaginaba cosas extrañas acerca de todo ello. [...]
 Se decía que aquellas huidas estaban organizadas por un grupo de ingleses cuya audacia parecía no tener igual. Por el simple deseo de meterse en lo que no les concernía, mataban el tiempo en la tarea de arrebatar a madame Guillotina las víctimas que se le habían destinado legalmente.»
 
 [El extracto pertenece a la edición en español de Editorial Planeta, 1987, en traducción de Juan Leita. ISBN: 84-320-9118-9.]
 

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