IX
«El canónigo me inundó de consideraciones musicales que desbordaban mis escasos conocimientos, mostrando un absoluto desdén por las misas italianas, sobre todo las napolitanas, que llamó remedos de óperas que era una verdadera irreverencia interpretar durante la misa. Lo que me llevaban a oír venía del otro lado de los Alpes y en las explicaciones que me dio creí percibir alguna oculta intención política, que no me extrañó sabiendo las tensas relaciones que mantenía la Santa Sede con el Emperador de Austria.
Era curioso cómo Ribetti no perdía ocasión de hermanar dos esferas aparentemente tan distintas como eran la música y la defensa de las luces. Para él, ambas iban estrechamente unidas y la más abstracta y desencarnada de las artes se aliaba siempre en sus palabras a posiciones que conducían a la crítica de lo que solía llamar supersticiones de un mundo viejo que no se resigna a desaparecer. Ahora me llevaba a una misa, no por la misa, claro está, ni por la Cuaresma, sino quizá para demostrarme hasta qué punto la política ilustrada del emperador José podía influir en las artes, mejorarlas y hacerlas sin duda más perfectas y razonables. Saverio le secundó muy bien con lo que me pareció una complicidad ansiosa.
-Recuerdo que usted lo tomó a broma, Madame, cuando le hablé de la experiencia de los tedeschi -me dijo el canónigo-, pero ahora va a ver lo que es una misa a la alemana.
-¿Con castrati? -pregunté maliciosamente.
Hizo un gesto de alegar inocencia, como si quisiera decir que él no había capado a nadie.
Pepita no pudo acompañarme porque estaba en cama con catarro. Lloviznaba, sobre el río se veía como un tenue colchón de neblina y el Trastevere ofrecía un aspecto fantasmal. Me llevaron a una viejísima iglesia cuya fábrica era de ladrillos color sangre, que está cerca del Tíber, donde comienza la pendiente del Aventino. Ribetti me iba señalando a media voz las bellezas y curiosidades del lugar; el naranjo que se suponía plantado por un antiguo santo, el primer naranjo de Italia, según se creía; una artística puerta en madera de ciprés, un fresco de los Zuccari, una Virgen de Sassoferrato. Me fijé en una inscripción ascética y espeluznante: Ut moriens viveret, vixit ut moriturus. Para vivir después de muerto, vivió como quien ha de morir.
La misa fue realmente singular y la voz de soprano de la schola cantorum, a la que presté una especial atención, no me defraudó en ningún momento: era una voz purísima, que conmovía hasta lo más íntimo y que, a pesar de todos mis esfuerzos, yo no conseguía relacionar con la tragedia humana que sabía que había hecho posible aquel milagro de belleza, aquella garganta que envolvía en una música soberana las viejas palabras latinas, olvidadas de puro sabidas.
En el primer kyrie el coro fue un único grito implorando la atención divina, que el Señor tenga misericordia, que Cristo tenga misericordia de nosotros, y en seguida las diversas voces recogieron la súplica para repetirla con insistencia una y otra vez, peor modulándola diversamente, no como un clamor general, sino como una impetración persuasiva. Antes ha hablado todo el pueblo, exigiendo casi que Dios dirija su mirada hacia él, hasta que toma la palabra cada uno de los creyentes, su voz se identifica ante Dios y pide entonces por él la misericordia en nombre de todos, pero en el tono personal de quien habla de tú a tú con la Divinidad piadosa que tiene que hacer llover sus dones sobre los humanos.
El coro vuelve a la súplica una y otra vez, enérgico, gritando, como si temiera una persistente dureza de oído en Dios: hay que llamarle por su nombre, Kyrie, que se sienta aludido, que sepa bien que es a Él a quien enderezamos este ruego clamoroso; que nos oiga, hay que cantar con toda la fuerza de los pulmones, Kyrie, Christe, que nos oiga porque a veces parece estar muy lejos. Ten misericordia, ten misericordia, proclamamos, no ya en latín, en griego, en esa lengua que suena a arcana, a remotísima, ten misericordia; hasta que el coro va bajando la voz, se aplaca, apaciguado su furor y como vencido por la esperanza, seguro de obtener lo que se pide. Dios escucha.
Luego vino el Gloria jubiloso, insistiendo en la exclamación, que se repite también una y otra vez, gloria, gloria suprema de Dios en las alturas. Lo inimaginable, ¿cómo puede ser la gloria de Dios en lo más alto de los Cielos? Así, ese canto angélico que tiene sabor de eternidad, gloria, no se cansan de repetir. Y luego, mucho más suave, para acomodar el tránsito de dignidad infinita a la condición de simples mortales, y también en la tierra paz, et in terra pax hominibus bonae voluntatis. Ahora estamos entre nosotros, la música se ha hecho más íntima y familiar, más recogida y modesta, alude a nuestra humanidad, pidiendo para ella el don de la paz.
Pero sólo después, como una concesión permisible, pero claramente secundaria. ¿No es eso lo que más queremos, lo que necesitamos, que la paz reine entre nosotros, que la paz reine en Roma? Pero sólo como una concesión que se hace a unos niños que se empecinan en reclamar el dulce, los postres por encima de todo. Primero, la gloria, la gloria que no podemos ver, ni tan sólo concebir, en un lugar celeste que no nos cabe en la cabeza. Primero la gloria que, según Ribetti, es como incienso, como volutas de humo aromático que se elevan porque sí, sin servir para nada, porque antes quisiéramos la paz para nosotros, que estamos convencidos de ser hombres y mujeres de muy buena voluntad. Exigimos la paz, pero primero hay que pedir la gloria de Dios, no sabemos por qué, no podemos comprenderlo.
La gloria, la alabanza que sale de nuestros labios. Antes de pedir, ya estamos alabando, Laudamus te, benedicimus te, glorificamus te. Primero alabarte y adorarte glorificarte, lo demás, si hay tiempo, ya vendrá luego. Pero antes que nada esa alegría que se confunde con el triunfo del canto, en otra forma de manifestar nuestra visión de la gloria desde la tierra: Te alabamos y Te bendecimos. Y las voces exultan de júbilo, como si no esperasen ninguna recompensa por su cántico de adoración y bendición, como si el cántico fuese ya la mejor recompensa, la glorificación debida, necesaria, previa y triunfal al Altísimo.»
[El extracto pertenece a la edición de Editorial Bruguera, 1984. ISBN: 84-02-10112-7.]
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