sábado, 21 de abril de 2018

El amante albanés.- Susana Fortes (1959)


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XX

«Pasaron dos horas hasta que la brigada de investigación criminal llegó a la mansión. Dos policías de uniforme quedaron apostados junto a la verja principal. El inspector iba vestido de paisano con un traje gris de solapa ancha, un poco anticuado. Interrogó a cada uno de los habitantes de la casa por separado. Parecía un funcionario meticuloso e intuitivo. Sus ojos daban la impresión de estar siempre opinando, eran pequeños y acechantes, hasta cuando no formulaba ninguna pregunta y miraba distraídamente a través de las cristaleras hacia el jardín, donde aún se veían algunos montones de hojas rojas apiladas en jaulas de rejilla; una mirada que podía significar el cansancio que le inspiraba su trabajo, aquel interrogatorio y la propia condición humana. O tal vez fuera que el otoño lo volvía pensativo. Había algo raro, al parecer. Algo que no coincidía en las declaraciones de los tres testigos, pequeñas contradicciones, una mínima diferencia horaria en las coartadas de cada cual.
 El dossier señalado con la letra Z que se encontraba en el gabinete de trabajo del muerto fue sometido a un exhaustivo peritaje grafológico. En él se incluía un croquis de las instalaciones militares situadas a las afueras de la aldea de Ndroq y todo el expediente referido a una detención realizada en Durrës un lejano día de septiembre de 1961. Su contenido evidenciaba sin lugar a dudas la implicación directa de Zanum en el proceso que acabó con el arresto y posterior asesinato del doctor Gjorg. El análisis de esta documentación, desaparecida hacía tiempo de los archivos, no benefició precisamente a Ismaíl. A la luz de los datos aportados, él era el único, entre todos los habitantes de la villa, que tenía un posible móvil para el crimen. Poseer un motivo para la venganza implica para la tradición albanesa dar prácticamente por consumado su cumplimiento, tan frágil es la frontera entre la ley y el derecho. Como reza un dicho popular balcánico, "Todo aquel que tiene una causa comete un crimen". Por otra parte, Ismaíl era consciente de que existían informes de la Seguridad sobre sus reuniones con miembros de la oposición y su actividad clandestina en la universidad. Pero, sin embargo, ni una cosa ni la otra fueron definitivas en el momento de su apresamiento. Lo que realmente resultó determinante fue el testimonio de su hermano.
 Viktor no parpadeó ni le tembló la voz cuando señaló a Ismaíl, delante del inspector, haciendo alarde de una seguridad granítica: "Él lo hizo", dijo, imperturbable, mirando fijamente a su hermano con una dureza extrema y compacta, midiéndolo con los ojos. Estaban los dos de pie, uno enfrente del otro, a menos de cinco pasos. En aquel momento ya no eran dos hermanos huérfanos criados bajo el mismo techo, sino dos seres adultos, espoleados por un resorte muy antiguo, el mismo que late en el corazón del lobo y del cordero. También en los duelos entre hombres existe ese instante de máxima tensión en que la sangre se enfría dentro de las venas, señalando un  límite. Pero lo que reflejaba el rostro de Viktor no era el arranque temperamental de un impulso súbito, sino la frialdad que proporciona el cálculo, una concentración de sombras minúsculas y oscuras en la frente, como si hubiera estado premeditando aquella denuncia durante varios días. Su frase era una oración definitiva que no admitía hipótesis ni conjeturas de ninguna clase. La frase de quien acusa sin vacilación. "Él lo hizo", sólo eso. Y bastó su palabra para que Ismaíl fuese sentenciado de inmediato. Así habían funcionado siempre las cosas, no se necesitaban pruebas, y en caso de que fueran necesarias, se falsificaban. Una denuncia de cualquiera era suficiente para ser condenado, especialmente si el que formulaba la acusación era un militar y un miembro tan destacado del partido como Viktor Radjik,
 Por qué Ismaíl no intentó siquiera defenderse, nadie lo sabe. Tal vez necesitó fermentar aquella calumnia dentro de sí mismo, en silencio. La inocencia se vuelve muda tantas veces ante la inquina. Permaneció así, inmóvil, durante algunos segundos, como la presa que se queda paralizada ante su destino, sabiendo que el destino no es el azar, sino el resultado natural de unos hechos cruciales, apretados,  no siempre comprensibles, como puede no ser comprensible a veces la soledad, el deseo sediento de placer y de venganza o el egoísmo y la compasión. Pero quizá ni siquiera se extrañó. En ocasiones, en el mismo instante en que algunas cosas suceden, uno experimenta la enigmática sensación de que ya las ha vivido, como si hubiera sabido desde siempre que iban a ocurrir. No acontecen tantas sorpresas en la vida, si se piensa. [...] Se quedó callado con una sonrisa inexplicable en los labios. Era una sonrisa cansada. Casi dulce.
 Inculpar, persuadir con la mentira, resultaba fácil. Aun así, el inspector no renunció a hacer las preguntas reglamentarias. Pese a su aspecto un poco vulgar, aquel funcionario poseía una mente observadora e interpretativa. No necesitaba formular ningún juicio, para opinar, lo hacía para sus adentros. No utilizaba malos modos. Era eficaz y educado. Debían de quedar pocos así en el ministerio. Se lo veía más inclinado hacia la hipótesis del asesinato que hacia la del suicidio. Ismaíl no se extrañó por ello. También él empezaba a admitir esa posibilidad. Pero en su caso no tenía tanto mérito, al fin y al cabo, él había visto el cadáver tal como se encontraba originariamente, con la sábana subida cubriéndole el cuerpo. Ciertamente era un detalle mínimo y en el momento no le concedió mayor importancia. Sin embargo, ahora no paraba de darle vueltas en la cabeza. Era difícil que un muerto pudiera arroparse a sí mismo. [...]
 Pero quién sabe. Quién puede saber a ciencia cierta lo que es verdad si la vida depende tantas veces de lo que uno cree o sueña o ha imaginado, y hasta la más apacible de las existencias se halla llena de enigmas y episodios inexplicables o difuminados. Todo se difumina con el tiempo. Aunque también es verdad, como había dicho Hanna, que nada de lo que ocurre se borra jamás por completo.
 Antes de ser esposado y conducido al automóvil negro que esperaba abajo, Ismaíl se asomó a la ventana y olfateó el aire con expresión ausente, como si nada de lo sucedido tuviese que ver con él. Le embargaba la sensación de haber permanecido inmerso en la vida de otros, en tramas que se remontaban más de veinte años atrás.
 Poco después el coche oficial abandonaba la mansión, haciendo crujir la grava de la senda, suavemente curvada. [...] El bulevar de los Mártires ofrecía un aspecto desolado, las fachadas grises de los edificios oficiales, una plaza abierta con frontones de mármol y la estatua ecuestre del héroe Scanderberg levantando su espada de bronce en la mano derecha, con el semblante grávido, erigido para la eternidad y quizá por ello ya melancólico.»
 
 [El extracto pertenece a la edición en español de Círculo de Lectores, 2003. ISBN: 84-672-0552-0.]
 

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