«Toda Salamanca apareció engalanada aquel día. El sol apenas apuntaba por el horizonte y ya las campanas de cada una de las iglesias y de cada uno de los conventos de la ciudad repicaban alegres anunciando la buena nueva. Porque aquella iba a ser una jornada grande. Sí, una fiesta inigualable en honor de la fe de una nación fuerte: dos hombres y una mujer, judaizantes confesos -pero por la tortura, pero por el terror-, serían entregados, bajo la mirada complaciente y beata de las autoridades religiosas y civiles, de la nobleza y de los burgueses, de la chusma fanática, a la aborrecible consunción por el fuego. ¿Tendré que decíroslo? Yo, que no podía ignorar lo que se preparaba, había pasado la noche en soliviantada vigilia, y había asistido al levantamiento del alba con la mirada turbia, con frío en el hueco del corazón, abarraganado con la desesperanza. Así me sorprendieron, muy temprano aún, dos compañeros de estudios -mostachos y mosca de matamoros en rostros donde el infantilismo y la poquedad de luces hacían buena liga con esa fatuidad y esa altanería que constituyen la usual máscara precaria del necio bien nacido-, quienes, tras confiarme con los ojos en blanco que acababan de confesar y comulgar para presenciar con el máximo provecho tan grandioso acto pío, me invitaron, y ante mi negativa, me forzaron con amenazas encubiertas -¿se debía mi resistencia a participar en el festejo a un inexcusable desfallecimiento de mi temple viril, o acaso tenía como causa una sospechosa tibieza de mi catolicidad, que podría inducir a alguien a poner en entredicho la limpieza de mi sangre?-, me empujaron -digo- con sonrisas maliciosas, que alternaban con despreciativos fruncimientos del ceño, con gestos torcidos, a dar mi asentimiento al deseo compartido por ambos de asistir los tres -y yo, no de negro, sino con mi más lucido y alegre atavío- al auto de fe, para pasmarnos juntos de la obstinación en su error de los apóstatas y para gozarnos luego de su dolor en el trance postrero.
Con vergüenza que, hipócritamente, procuré ocultarles; sin conseguir, a pesar de que me esforcé rabiosamente en ello, mimar una alegría que pudiera ponerse al paso de la de mis compañeros, acabé por asentir, y una vez aseado e infamemente trajeado -fue la última vez que vestí aquellas ropas deshonradas: a la noche, las quemé en mi chimenea-, salí con ellos de casa, y con ellos me sumé al gentío que ya alborotaba las calles con su charra e inhumana excitación. ¡El Santo (bendito sea) me perdone! Sin saber cómo -magullado por los empujones, ensordecido por los gritos, mareado por la visión de tantos rostros desencajados a causa de la lascivia de la muerte violenta- me encontré en la plaza mayor de la ciudad, que no reconocí al pronto debido a que las gradas que se escalonaban ante la fachada principal de la misma, el tinglado que se alzaba en su centro, y las colgaduras que pendían de sus balcones, alteraban por completo su familiar fisonomía. ¡Qué estruendo! En un palco con dosel y revestimiento de terciopelo negro, un caballero estevado, de barba blanca y fúnebres maneras, cuyo sombrero se exornaba con un airón de plumas amarillas, charlaba con un clérigo empurpurado, seboso y cejijunto, que pasaba de la unción a la ferocidad en el gesto de manera celérica. Alrededor de ellos, caballeros y curas -todos ataviados con ropas de color oscuro- platicaban con un sosiego que iba menguando a medida que crecía la distancia a que se encontraban de los dos personajes que presidían el acto. Y arriba, en los balcones, y abajo, contenido por la soldadesca armada con picas, un gentío innumerable, del que yo formaba parte, se empujaba, reía, gritaba, los ojos de cada uno de sus miembros -pero no los míos, a los que empañaban unas lágrimas que, disimulando, me sorbía en silencio- centelleantes por la codicia de la sangre.
Redoblaron unos tambores, se alzó -estridente- el clamor de unas trompetas, y el silencio, una vez acallado el sonido de los instrumentos musicales, se extendió por sobre los allí congregados, al tiempo que la masa se hendía en el punto donde la plaza daba nacimiento a una de las calles que de ella partían. Con el corazón alborotado, cubierto el cuerpo por un sudor de hielo, avisté entonces el cortejo, que iniciaba su desfile circular por el centro de la plaza, alrededor del cadalso. Iba delante la compañía de soldados cuyos tambores y trompetas, ahora acallados, nos conmocionaran momentos antes. Tras ella, una representación del clero regular y otra de las diversas órdenes religiosas con casa abierta en Salamanca, erizadas de estandartes y cruces y seguidas por miembros del tribunal de la Inquisición. Y por último, sobre una carreta tirada por mulas, semiocultos tras la cortina de lanzas de los hombres que los escoltaban, los tres reos, con sus infamantes sambenitos y sus mitras bamboleantes, que se esforzaban en conservar el equilibrio -y con él, la dignidad- y en impedir que se les apagaran los gruesos cirios temblorosos que traían en las manos.
Se repitió la tocata militar -con los soldados en formación geométrica- al detenerse, entre crujidos, el carro de los condenados delante del palco de las autoridades. Se apelotonaron los eclesiásticos del cortejo, haciendo flamear sus insignias, a uno y otro lado de la escalera de madera por la que subirían al cadalso los reos. Y éstos, bajados a empellones del vehículo de su vergüenza, fueron rápidamente despojados de sus mitras y de sus sambenitos, quedando cubiertos los dos hombres por un minúsculo calzón tan sólo, y la mujer, por una larga y ancha camisa blanca.
De mediana edad los tres; temblando de frío, de miedo o de bochorno sobre sus pies descalzos; patéticamente agrupados, aquellos cuyos cuerpos serían pronto un vuelo de cenizas, no osaban levantar los ojos del suelo; ni respirar, casi. Y yo, viéndolos así, expuestos al ludibrio, inermes y tristes, me preguntaba, lleno de ira, si habrían sido denunciados por haberse negado a comer cerdo, conejo o anguila que les fueran ofrecidos con dolo por algún falso amigo; o por -en un viernes que habría de serles funesto- haberse cambiado de camisa, haber limpiado a fondo sus casas, haber encendido velas al anochecer, después que dejara de ondear el humo de sus chimeneas; o por balancear la cabeza y doblar de vez en cuando la cintura en la iglesia, por no rematar con un gloria patri el recitado de los salmos, por despertar de su sopor al oír en medio de un sermón una cita del Antiguo Testamento, por decir tartamudeando "Padre, Hijo y Espíritu Santo", por haber conservado la hostia en la boca y habérsela tragado apresuradamente al advertir que los observaban; por saberse que uno de los miembros de sus familias se había vuelto de cara a la pared para morir; por tener el miembro circunciso, los hombres; por haber tardado cuarenta días, tras un parto, en volver a la vida normal, la mujer...
Pero, ¡ya subían, a trompicones, la escalera del cadalso! Y, una vez arriba, entre los verdugos y los frailes que los aturdían con sus exhortaciones, ¡ya volvían los ojos al cielo -no tanto, quizá, en busca de un signo celeste que los confortara, o para recogerse, como a fin de rehuir las miradas feroces de la chusma que aullaba-! Sus cuerpos fueron encadenados a los postes. Se amontonó leña seca a sus pies. Uno de los verdugos desenvainó una gruesa espada para significarles que, de abjurar de su fe, serían decapitados y el fuego no consumiría sino sus cadáveres. Yo cerré, entonces, los ojos, y no los abrí hasta que el silencio anhelante de la multitud me indicó que ya las llamas lamían los cuerpos de los mártires. ¡Nunca lo hubiera hecho! Hasta el día de mi muerte, recordaré con el vientre revuelto cómo las carnes se ennegrecían; cómo los rostros se deformaban -el rugido de la multitud impedía oír los quejidos de las víctimas-; cómo los miembros se retorcían, hasta acabar inmovilizándose en un quiebro de espantajo; cómo las llamas y el humo espeso, y las emanaciones nauseabundas de la blasfema combustión, crecían, crecían, crecían como si quisieran cubrir todo el universo.»
[El extracto pertenece a la edición en español de Editorial Planeta, 1997. ISBN: 84-08-46115-X.]
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