domingo, 1 de abril de 2018

Ídolos rotos.- Manuel Díaz Rodríguez (1871-1927)


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Cuarta parte
I

«En su mayor parte eran senadores y diputados venidos a la capital, como las cigarras, de todos los puntos del horizonte. Como al centro natural de sus conciencias, iban al pudridero de conciencias de aquella plaza pública. Ahí llegaban armados de pasiones pequeñas, de intereses pequeños, de enormes apetitos. Ahí se reunían, después de representar su diario entremés en las Cámaras, a departir sobre la guerra, sobre los negocios del Estado, sobre los grandes problemas políticos, formando en toda la plaza muchos corros, a menudo pintorescos por las diferencias de color, de vestidos, actitudes y pelajes. Cada corro de politicastros poseía su político eminente, su prohombre, y a ése los demás le rodeaban y temían. Ya el prohombre se pavoneaba entre las miradas de envidia de sus colegas menos venturosos, revestido con algún reflejo de la gloria del César, o con algún retazo de la influencia de un ministro o, con el resplandor de sangre de un prestigio de generalote provincial, ya enarbolaba, como una enseña inaccesible al vulgo de los hombres, su propia influencia, su propio prestigio lugareño y su ridícula gloria de campanario. Era de oírle entonces quien quiera que él fuese, hablar de sus luchas políticas personales, de las luchas de su partido, de su agrupación o de sus hombres, poniendo tal arrogancia en el gesto y en la voz, como si de sus hombres, de su agrupación y de sus luchas dependiese, por lo menos, el simple bienestar de su patria, si no el bienestar y equilibrio de todos los pueblos y naciones. El prohombre, mientras hablaba así, veía a los oyentes con miradas de superioridad y a la vez de lástima infinita, como si considerase la pequeñez de los otros y al mismo tiempo les compadeciera, porque no podían hablar como él de aquellas inconmensurables honduras, por las cuales él andaba y se esparcía con igual llaneza que andaban y se esparcían los otros bajo los árboles de la plaza. Y los oyentes recogían como una limosna o se disputaban como un favor esas miradas, pagándolas en admiración y aplausos al prohombre.
 Aquellos alrededor de los cuales no se formaba círculo de cortesanos lisonjeros, porque no eran prohombres y no podían hablar de su partido, de su agrupación ni de otras mil zarandajas de igual trascendencia, iban de corro en corro, oyendo, observando, allegando en su ir y venir cuanto les parecía útil a su aprendizaje y carrera de políticos, repitiendo en un corro como propia la palabra que en el corro anterior acababan de oír en boca más autorizada, o sembrando cizañas y tejiendo intrigas de grupo en grupo a la manera de Diéguez Torres, el político en agraz, quien por aquellos días andaba al parecer, bastante alicaído y preocupado. Algunos, para darse importancia a los ojos de los profanos y a los de sus mismos colegas, hacían como el senador Luis Rengel -un general mofletudo y rechoncho, de amplio sombrero de jipijapa, y de bigotes y perilla tremebundos- y el diputado Perdomo, su ilustre conterráneo, los cuales, de vez en cuando se llamaban de corro en corro con signos de misterio, se alejaban de los demás, hablábanse al oído, y hacían muchos gestos y visajes, como si ellos fueran los únicos, entre aquella estólida muchedumbre de farsantes de carnaval, que alcanzaran a ver, con su perspicacia de zahoríes políticos, un golpe de estado inminente. Y más de uno, y aun de los más listos, al observar a distancia aquellos diálogos misteriosos, caía en el engaño y se llenaba de recelo, temiendo no se le adelantasen Perdomo y su amigo a ofrecer al presidente de la República alguna combinación feliz, capaz de salvar a éste y a su Gobierno de las dificultades y los peligros de entonces, o a felicitarle por algún buen suceso, no publicado todavía, si bien sabido de Rengel y Perdomo, que las armas del Gobierno acababan de obtener sobre las montoneras revolucionarias. A menos de pasar por enemigo del Gobierno y de las instituciones, debía decirse entonces de las tropas revolucionarias que eran sólo montoneras, de su jefe que era un vulgar cabecilla ambicioso, y de los que andaban con él, que era pobres ilusos o criminales empedernidos; y todo eso, aunque dicho con ánimo de esconder la verdad, resultaba la verdad más estupenda. Prohombres y demás politicastros de menor cuantía esperaban con impaciencia la noticia de la más humilde victoria del Gobierno, para desfilar todos, uno a uno delante del César, abrumándole a felicitaciones, mientras maldecían de la revolución criminal y de su inepto y ambicioso cabecilla, sin que pasase por el magín, a ninguno de ellos, que sólo ellos, y no otros, eran los culpables de la revolución, por haber dado a su cabecilla inconsciente y sin escrúpulos, como todos los militarotes de su laya, el más valedero e ideal de los pretextos para desencadenar sobre montes y llanuras el torbellino de humo y sangre y deshonor de las guerras civiles. A ellos, ¿qué les importaba la guerra? ¿Qué les importaba que la guerra segase en flor innúmeras vidas útiles, devastase los campos, talase los bosques, destruyese el humilde conuco del montañés labrador y el hato del llanero, cuando las vidas de ellos estaban en salvo, cuando la hacienda de ellos estaba en seguro y su capital político, según decía muy satisfecho Perdomo, en vez de padecer y disminuir con la guerra, más bien se acrecentaba? En verdad, un capital y un mercader había en cada uno de ellos. Llamábanse guardianes de la Constitución, y acababan de violarla, trabajando en pro de su capital de mercaderes. La fuerza, y casi todo el valor de su capital político, verdadero amasijo de infamias, consistía en último análisis, en la gracia del César; y éstos por obtener, aquéllos por conservar la gracia del César, no vacilaron en violar la Constitución, porque el César lo demandaba así para sus maquiavélicos planes futuros. Al cumplir los deseos del César, habían dado al mismo tiempo la señal que esperaba la guerra para encender el país con su fiebre de odio y sangre. Pero eso, ¿qué les importaba? Ellos no temían a la guerra. No eran ellos quienes iban a las balas. A las balas no iban sino los del pueblo, "carne de cañón", los miserables, los de pies desnudos, los obreros, los campesinos, todos cuantos eran los ilotas de aquella nueva Esparta en donde el robo tenía también, como en Esparta, honor y preeminencias. Ricas prendas de vestir, entre otras cosas, constituyen privilegio en aquella democracia. Los desvalidos, los del montón obscuro, los que jamás han sido ciudadanos porque jamás ejercieron ni saben ejercer los derechos que politiquillos de todos los países llaman con mucha pompa imprescriptibles derechos del ciudadano, esos, los ilotas de aquella democracia, enferma desde su origen, eran los solos que de grado o por fuerza pagaban tributo de sangre a la República. Ellos eran quienes iban a guerrear, quienes iban a la matanza, llevados de la revolución o del Gobierno como un rebaño de carneros dóciles, quienes poblaban con sus gemidos las noches siniestras de los campos de batalla, quienes teñían de sangre las rocas y las fuentes, quienes vestían con sus cuerpos mutilados y blanqueaban más tarde, con sus huesos desnudos, laderas y fondos de precipicios, para que la turba de los traficantes en el bazar de la política se repartiesen, quien quiera que triunfase, los trofeos y el botín de la victoria. Aun antes de la victoria, sin importárseles nada de cuantos por su culpa caían al golpe de las balas, los politicastros culpables de la guerra, muy lejos de las balas, en el refugio de la ciudad, trabajaban redondeando a cual mejor su capital político. Días de revolución, días turbios, eran el tiempo de la cosecha para aquellos sembradores de males.» 
 
 [El extracto pertenece a la edición en español de Ediciones Cátedra. ISBN: 978-84-376-2551-5.]

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