sábado, 14 de abril de 2018

Retrato en sepia.- Isabel Allende (1942)


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Segunda parte (1880-1896)

«No conocí a mi abuelo Feliciano Rodríguez de Santa Cruz, murió unos meses antes que yo llegara a vivir a su casa. Le dio una apoplejía cuando estaba sentado a la cabecera de la mesa en un banquete en su mansión de Nob Hill, atragantado por un pastel de venado y vino tinto francés. Lo recogieron del suelo entre varios y lo recostaron moribundo en un sofá, con su hermosa cabeza de príncipe árabe sobre el regazo de Paulina del Valle, quien para darle ánimo le repetía: "No te mueras, Feliciano, mira que a las viudas no las convida nadie... ¡Respira, hombre! Si respiras, te prometo que hoy sin falta le quito el pestillo a la puerta de mi pieza." Cuentan que Feliciano alcanzó a sonreír antes de que el corazón le reventara en sangre. Existen innumerables retratos de aquel chileno fornido y alegre; es fácil imaginarlo vivo, porque en ninguno está posando para el pintor o para el fotógrafo, en todos da la impresión de haber sido sorprendido en un gesto espontáneo. Se reía con dientes de tiburón, gesticulaba al hablar, se movía con la seguridad y petulancia de un pirata. A su muerte, Paulina del Valle se desmoronó; fue tal su depresión que no pudo asistir al funeral ni a ninguno de los múltiples homenajes que le rindió la ciudad. Como sus tres hijos estaban ausentes, le tocó al mayordomo Williams y a los abogados de la familia hacerse cargo de las exequias. Los dos hijos menores llegaron unas semanas más tarde, pero Matías andaba en Alemania y, con la excusa de su salud, no apareció para consolar a su madre. Por primera vez en su vida Paulina perdió la coquetería, el apetito y el interés en los libros de contabilidad, rehusaba salir y pasaba días en la cama. No permitió que nadie la viera en esas condiciones, los únicos que supieron de su llanto fueron sus mucamas y Williams, quien fingía no darse cuenta, limitándose a vigilar a prudente distancia para ayudarla si se lo pedía. Una tarde se detuvo por casualidad frente al gran espejo dorado que ocupaba media pared de su baño y vio en lo que se había convertido: una bruja gorda y desarrapada, con una cabecita de tortuga coronada por una mata de greñas grises. Dio un grito de horror. Ningún hombre en el mundo -y menos Feliciano- merecía tanta abnegación, concluyó. Había tocado fondo, era hora de dar una patada en el suelo y elevarse otra vez a la superficie. Tocó la campanilla para llamar a sus mucamas y les ordenó que la ayudaran a bañarse y le trajeran a su peluquero. A partir de ese día se repuso del duelo con voluntad de hierro, sin más ayuda que montañas de dulces y largos baños de tina. La noche solía sorprenderla con la boca llena y sumida en la bañera, pero no volvió a llorar. Para Navidad emergió de su reclusión con varios kilos de más y perfectamente compuesta, entonces comprobó sorprendida que en su ausencia el mundo siguió rodando  y nadie la había echado de menos, lo cual fue un incentivo más para ponerse  definitivamente de pie. No permitiría que la ignoraran, decidió, acababa de cumplir sesenta años y pensaba vivir unos treinta más, aunque no fuera más que para mortificar a sus semejantes. Llevaría luto por unos meses, era lo menos que podía hacer por respeto a Feliciano, pero a él no le gustaría verla convertida en una de esas viudas griegas que se entierran en trapos negros por el resto de sus vidas. Se dispuso a planear un nuevo guardarropa en colores pasteles para el año siguiente y un viaje de placer por Europa. Siempre quiso ir a Egipto, pero Feliciano opinaba que ése era un país de arena y momias donde todo lo interesante había sucedido tres mil años antes. Ahora que estaba sola podría realizar ese sueño. Pronto se dio cuenta, sin embargo, cuánto había cambiado su existencia y cuán poco la estimaba la sociedad de San Francisco; toda su fortuna no alcanzaba para hacerse perdonar su origen hispano y su acento de cocinera. Tal como había dicho en broma, nadie la convidaba, ya no era la primera en recibir invitación a las fiestas, no le pedían que inaugurara un hospital o un monumento, su nombre dejó de mencionarse en las páginas sociales y apenas la saludaban en la ópera. Estaba excluida. Por otra parte resultaba muy difícil incrementar sus negocios, porque sin su marido no tenía quien la representara en los medios financieros. Hizo un cálculo minucioso de sus haberes y se dio cuenta de que sus tres hijos botaban el dinero más rápido de lo que ella podía ganarlo, había deudas por todas partes y antes de fallecer Feliciano había hecho algunas inversiones pésimas sin consultarla. No era tan rica como pensaba, pero estaba lejos de sentirse derrotada. Llamó a Williams y le ordenó contratar un decorador para remodelar los salones, un chef para planear una serie de banquetes que ofrecería con motivo del Año Nuevo, un agente de viaje para hablar de Egipto y un sastre para planear sus nuevos vestidos. En eso estaba, reponiéndose del susto de la viudez con medidas de emergencia, cuando se presentó en su casa una niña vestida de popelina blanca, con un bonete de encaje y botitas de charol, de la mano de una mujer de luto. Eran Eliza Sommers y su nieta Aurora, a quienes Paulina del Valle no había visto en cinco años.
 -Aquí le traigo a la niña, tal como usted quería, Paulina -dijo Eliza tristemente.
 -Dios santo, ¿qué pasó? -preguntó Paulina del Valle pillada de sorpresa.
 -Mi marido ha muerto.
 -Veo que las dos somos viudas... -murmuró Paulina.
 Eliza Sommers le explicó que no podría cuidar a su nieta porque debía llevar el cadáver de Tao Chi'en a China, tal como se lo había prometido siempre. Paulina del Valle llamó a Williams y le ordenó que acompañara a la niña al jardín para mostrarle los pavos reales, mientras ellas hablaban.
 -¿Cuándo piensa regresar, Eliza? -preguntó Paulina.
 -Puede ser un viaje muy largo.
 -No quiero encariñarme con la niña y dentro de unos meses tener que devolvérsela. Se me partiría el corazón.
 -Le prometo que eso no sucederá, Paulina. Usted puede ofrecer a mi nieta una vida mucho mejor de la que yo puedo darle. No pertenezco a ningún lugar. Sin Tao, carece de sentido vivir en Chinatown, tampoco calzo entre americanos y no tengo nada que hacer en Chile. Soy extranjera en todas partes, pero deseo que Lai-Ming tenga raíces, una familia y buena educación. Corresponde a Severo del Valle, su padre legal, hacerse cargo de ella, pero está muy lejos y tiene otros hijos. Como usted siempre quiso tener a la niña pensé que...
 -¡Hizo muy bien, Eliza! -la interrumpió Paulina.»
 
 [El extracto pertenece a la edición en español de Plaza & Janés editores. ISBN: 84-01-34155-8.]
  

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