XXI
«-¡No se equivoca al creer que hay algo que no marcha! -exclamó-. Estoy enamorado.
Max posó su mano en el brazo de Wilfred.
-¡Oh! -dijo-. Le compadezco. Naturalmente, se trata...
-Naturalmente se trata de una mujer -dijo Wilfred con voz cortante.
-Por supuesto -dijo Max, suavemente-. ¿Joven?
-Más joven que yo. Y casada.
Caminaron en silencio a lo largo de una calle desierta donde sus pasos resonaban sobre las altas casas negras. Wilfred le agradeció a su compañero que no dijese nada y que se quedase callado, como en un duelo. A su manera, aquel extranjero no carecía de delicadeza.
-Casada -dijo, al fin, Max-. Vale más olvidar eso, con unas ideas como las suyas.
-¿Unas ideas? ¿Qué ideas?
-Sus principios.
Wilfred se detuvo en seco y le miró a los ojos.
-Un enamorado no tiene principios -dijo rápidamente.
-¡Oh! -dijo Max sacudiendo la cabeza-. Por debajo de usted está la religión. No puede hacer nada. Está debajo, corre como un río subterráneo. Vaya donde vaya, el río estará allí, a cien metros debajo de sus pies.
-No quiero hablar de esas cosas, ya se lo he dicho.
-Bien, pero cuando tome a esa mujer en sus brazos, cometerá un pecado terrible.
-No hay nada entre nosotros.
-¿Ella es creyente?
-Sí. Es protestante.
Bajó los ojos y miró la punta de sus zapatos.
-¿Por qué no dice nada? -preguntó Wilfred.
-No quiero irritarle. Sería demasiado brusco.
-Peor para mí. Dígame lo que piensa.
Su corazón latía como si se tratase de un veredicto. Max permaneció absolutamente inmóvil. Después alzó la cara.
-Yo, en su lugar -dijo-, trataría de descartar la religión durante algún tiempo.
-Eso no tiene nada que ver...
-Siga a la naturaleza de una vez -dijo Max, hundiendo sus manos en los bolsillos-. La religión lo falsea todo.
-Le digo que eso no tiene nada que ver -repitió Wilfred con la obstinación de un hombre que no sabe qué responder.
-Con un muchacho como usted, sí. Usted carece de firmeza en su conducta. Al final, está siempre dispuesto a decirle que sí a Dios. Eso es lo que amenaza con estropear su historia. Créame, yo conozco todas esas cosas. He tenido una crisis religiosa.
-¡Oh, cállese, Max!
-Ya lo ve: monta usted en cólera en cuanto se toca la religión.
-No monto en cólera. Sólo deseo que me dé usted un consejo práctico.
-Hace cinco minutos que no hago otra cosa, Wilfred, obsérvelo usted. ¿Ha ojeado los libros que le di?
-Un poco sí.
-Es usted inteligente y tiene que darse cuenta de que todo eso es imposible, de que no sirve de nada delante de una pasión. Esa moral que hace de nuestro cuerpo un enemigo, cuando es con él con lo que amamos... ¡La Imitación de Cristo!
Wilfred retrocedió como si le hubiesen golpeado.
-Perdóneme -dijo Max-. No quería molestarle. Dejaremos de hablar de todo eso. Estoy en uno de mis días malos. Escúcheme: si no consigue a esa mujer, busque en otra parte. Con un físico como el suyo, las tendrá todas.
-A ésta no.
-La tendrá si usted lo intenta. Ella es creyente. Querrá convertirle. Déjese hacer... o fínjalo.
Wilfred se cruzó de brazos.
-Es usted un personaje infecto -dijo.
-Naturalmente -dijo Max en un tono cortés-. Soy infecto a causa de lo que le digo. Pero lo que le digo, va usted a hacerlo. Entonces, el más infecto de nosotros dos, quizás sea... usted.
Un policeman pasó lentamente cerca de ellos. Wilfred cruzó la calle, seguido de Max, que le alcanzó de una zancada.
-Está usted resentido conmigo -dijo cuando llegaron a la otra acera.
-Lamento haberle hablado.
-¿Por qué? ¿Por qué hablo demasiado claramente? Se figura usted que soy el diablo, ¿verdad?
-¡Oh, no!
-Vamos a beber algo.
-No.
Caminaron aún dos o tres minutos en silencio, con el mismo paso, como los soldados. La calle parecía interminable.»
[El extracto pertenece a la edición en español de Editorial Planeta, en traducción de Enrique Sordo. ISBN: 84-08-46195-8.]
Interesante, diferente, !deseo leerlo todo enterito!
ResponderEliminarElisa