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«Casi todos abandonaron la fiesta cabalgando juntos. Al principio formaron un nutrido grupo serpenteante de hombres embriagados y mujeres parlanchinas que se reían y burlaban unos de otros, todos a lomos de sus dóciles caballos. Pero no bien llegaron al primer cruce de caminos, el grupo empezó a dispersarse y cada cual siguió su rumbo. Lo mismo sucedió en los demás cruces. Y todos, poco a poco, dividiéndose en pequeños grupos o desgajándose del grueso uno a uno, regresaron a sus respectivas granjas.
Algunos coches adelantaban a los jinetes tocando el claxon para asustar a los caballos. Normalmente eran mozos de otras comarcas. Pocos granjeros habían ido en sus coches, excepto para llevar a los más ancianos; sin embargo, al caer el día los habían acompañado a su casa, y ahora volvían otra vez, en esta ocasión a caballo. Así demostraban los granjeros de la comarca que eran aún independientes de los artefactos mecánicos y que estaban íntimamente apegados a sus alazanes. Además, aspiraban rapé, pero al no estar ya habituados, estornudaban y se llenaban el labio superior de manchas marrones, lo que les daba un aspecto necio. Los jóvenes nunca tomaban rapé, excepto en estas fiestas al aire libre, y eso sólo unos pocos.
-Aspirar rapé no es muy islandés -decían-, simplemente es una cochinada.
Estaban en su mayoría, borrachos, aunque procuraban cabalgar muy erguidos. Por el camino se cantaban canciones populares y patrióticas, pero rara vez llegaban más allá de media canción, y después la tarareaban con tono vocinglero. Hacía tiempo que habían olvidado los versos sobre la tierra natal y sobre los antepasados, aunque los mozos, borrachos, se empeñaran en canturrearlos. Pero siempre había alguien que los recordaba al detalle, y ése era el que llevaba la voz cantante. Algunos recurrían a la brillante estratagema de esperar a oír la letra para enseguida repetir los versos, muy rápidamente, tratando de no desentonar y aparentando que se sabía la canción.
Ahora, incluso esos disimulos iban desapareciendo. La gente joven era tan osada que reconocía sin vergüenza que no sabían la letra y que, además, les importaba un bledo. Y, no obstante, en conciencia les parecía que era su deber conocer los cursis poemas sobre la tierra natal y los linajes y cantarlos borrachos en la fiesta de la comarca, pero como ésta se celebraba solamente una vez al año, no se tomaban la molestia de aprenderlos. No les daba la gana. De todas maneras, al día siguiente nadie se acordaba ya de si los sabían o no, de si los cantaban a trozos o los canturreaban, porque la borrachera les hacía olvidar su mala conciencia. Así pues, todos acababan canturreando con desparpajo y soltura. Y si a alguien se le ocurría cantar algo en inglés, le hacían callar enseguida.
Las mujeres, al igual que los jóvenes, despreciaban el rapé, y no entendían qué importancia podía tener para los hombres. Ellas fumaban cigarrillos mientras cabalgaban, y no por ello se avergonzaban. También bebían a gollete, como los hombres; llevaban una botella en la silla de montar, envuelta en papel, o una lata de cerveza en la mano. No querían ser menos que los hombres en nada. De regreso, las mujeres formaron poco a poco un grupo aparte, y siguieron discutiendo acerca de la necesidad de reunirse para fundar una asociación sólo para mujeres.
-La comarca -dijo una- debería tener las narices de invitar a un auténtico yudoca japonés.
La ocurrencia fue bien acogida y cabalgaron apiñadas, brindando por el éxito de la propuesta. Luego se pusieron a contar los granjeros de la comarca que habían cursado estudios de economía; algunos de ellos practicaban la agricultura mixta. Se sorprendieron de los muchos que había, y de que la comarca no contara siquiera con una enfermera titulada.
-Así nos va a las mujeres -dijeron, sin resignarse a creer que no hubiera ningún pedagogo titulado para dirigir el proyectado jardín de infancia.
-Tanto los hombres como las mujeres de la comarca que han estudiado enfermería o medicina se marchan a vivir a la ciudad; en cambio, los economistas regresan a la explotación familiar.
-Parece que el mundo vaya al revés.
-Quizás es que los del campo estamos tan sanos y robustos que no necesitamos médicos ni enfermeras -dijo alguien y todos brindaron por ello.
-Pero el pastor de nuestra iglesia es una mujer.
Las mujeres estuvieron de acuerdo en que deseaban llevar una vida tranquila y saludable, y todas opinaban que, por lo que a la salud física se refería, el campo no tenía nada que envidiar a la ciudad.
-Podríamos llevar a los niños por la mañana al jardín de infancia, y luego reunirnos para echar las cartas del tarot -dijo una de ellas.
Aplaudieron la idea y echaron un trago.
Poco faltó para que se pusieran a redactar el horario exacto de lo que pensaban hacer en el futuro: jugar a las cartas, aprender trabajos manuales, dibujo, expresión corporal y, una vez por semana, asistir a cursillos de dinámica de grupo bajo la dirección de un especialista.
-En el campo faltan cursos de dinámica de grupo, y que la gente sepa expresarse con su cuerpo.
Luego se separaron para reunirse con sus maridos, y desaparecieron poco a poco camino de sus granjas, decididas a dejar a los niños al cuidado de alguien, verse más a menudo para tomar café, beber, pillar una buena mona, comportarse como los peores hombres, soltar tacos sin cesar y probar los pasteles que hacían unas y otras. Prometieron solemnemente organizar, para divertirse, una fiesta que celebrara la liberación de la mujer bajo el nombre de Unión de Mujeres Pasteleras del Sur, en el curso de la cual cada mujer prepararía pasteles de manera improvisada y fantasiosa.
Se mondaban de risa pensando en lo divertido que era el humor femenino; "es un humor aparte", decían.
El optimismo reinaba en ambos sexos. Los granjeros también hablaban de sus cosas, aunque sin tanto alboroto. Lo que más les interesaba era fundar una empresa que fabricara y distribuyera artículos producidos con sus propias patatas, las patatas rojas islandesas.»
[El extracto pertenece a la edición en español de Tusquets Editores, en traducción de Aitor Yraola. ISBN: 84-8310-026-6.]
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