I
«Esta cerveza es excelente. A su salud...
Sí, caballero, siempre he sido gordo, siempre... Aquí tengo una fotografía, mírela. Soy yo, completamente desnudo, con cinco meses de edad, sentado sobre un cojín de terciopelo y chupándome el dedo. Dígame, ¿había visto alguna vez algo similar? Cada semana me pesaban en la balanza del panadero y parece ser que todas las chismosas del barrio venían a verlo. Mi santa madre experimentaba un gran orgullo.
Cuántas veces me repitieron las palabras de la partera que esperaba en el umbral de la vida: "¡Señora! -exclamó-, señora, es un niño: ¡es redondo como una rueca!"
Redondo, lo oye, ya era redondo cuando llegué a este mundo, y desde entonces no han dejado de compararme con objetos abultados: con un botijo, con un almohadón, con Balzac. ¡Los mismos desde hace treinta y siete años! Hay que pesar cien kilos para darse cuenta de hasta qué punto a los hombres les falta imaginación a la hora de hacer comparaciones. ¡Ah, si la gente supiera! ¿De qué sirve repetir constantemente una verdad desagradable? Soy gordo, ya lo sé, es evidente, bastante me lo han repetido. Y, de hecho, no lo niego.
Pero ya ve, mal se conoce a los gordos. Aquellos que no se atreverían a reírse de un paisano con un grano en la nariz, se deleitan convirtiendo a un buda en objeto de burla. ¿Cómo explica usted eso? Mofletudo, panzudo, culón, son palabras toleradas, ¿verdad? Palabras por las que sería descortés enfadarse... Ya ve, nadie se ha preocupado nunca de saber qué opinamos al respecto.
Se acabó dando por hecho que el Señor, en su sabiduría y misericordia, puso en nosotros toda esta grasa para impedir que nos chirriara el carácter. Lo mejor es que los palurdos de mi especie se dejan decir de todo, y la mayoría, además, llega a adoptar hasta un aire jacarandoso. Después de todo, un hombre gordo nunca confesará, frente a los delgados, su hartazgo de rencor. Hablamos de estas cosas con jovialidad. No cuente conmigo para cambiar eso.
Respecto a lo que me trae a esta ciudad, es una cuestión un tanto delicada. Pero usted me inspira confianza. Aunque esta noche sea la primera vez que nos vemos tengo la sensación de que comprenderá. ¡Oh! ¡No espere que revele ningún misterio! Un hombre que llena bien su pantalón no puede ser un hombre complicado. ¿Verdad que no?
En una palabra se lo diré todo: estoy enamorado. Se ríe usted, ¡claro! Me lo esperaba. Estoy enamorado, cosa que hace gracia a todo el mundo. El suspiro está vedado para el hipopótamo y Venecia no está hecha para cachalotes.
¡Pues bien! Ría cuanto le plazca, caballero, ría como los demás y con los demás, toda la risa del mundo no impedirá que el hermoso amor, el amor ingenuo, dulce, tímido, tierno, confiado, tontorrón, humilde y agradecido, se instale hoy en el corazón de patanes como un servidor. Aquí donde me ve quizá yo sea el último sentimental. Tiene gracia. ¡Flores en un tonel! ¿Y por qué no? ¿A quién puede molestarle?
Mire, un día vi a un hombre que se parecía a mí como si fuera mi gemelo. El mismo cuerpo en forma de contrabajo, la misma cara rosada, colocada sobre una papada que parecía un neumático bien hinchado.
Fue en la feria de Bois-le-Duc, en Holanda, bajo una pequeña carpa de lona. Llevaba una toalla atada al cuello y, previo pago de un cuarto de florín, la gente despachurraba manzanas asadas en el rostro de mi doble. A la turba aquello le parecía hilarante. Todas las reinetas de Brabante fueron pocas. Aún puedo oír el ruido fofo de las manzanas deformando mi vivo retrato.
Y ya ve, estimado caballero, ¡con la copia exacta de esa cara yo sueño con amores de novela, con besos furtivos, con serenatas, con góndolas y escalas de seda! Con esa cara, suspiro por una mujer que parece... ¡Basta de comparaciones! Una mujer, y punto. ¡Chitón! Confidencias sí, pero no indiscreciones. Nuestras jarras están vacías. ¡Que nos traigan otras!
***
¡Caramba! ¡Esta cerveza sí que es buena! ¿Le gusta la cerveza? En mi caso no debería ceder a la tentación; la cerveza me hace engordar, como todo lo que me gusta. De hecho, todo hace ganar peso a los gordos, el régimen, el deporte, las duchas, la falta de sueño, la guerra, sí, incluso la propia guerra me cebó.
Una vez, sin embargo, gracias a los métodos de un médico, que me impuso torturas cuyo relato le pondría los pelos de punta, logré adelgazar. En aquella ocasión experimenté una alegría tal que en seguida empecé a ganar peso. ¿Cómo describirle mi furor y mi desesperación? Cuando el doctor llegó una bonita mañana en busca de sus honorarios, no tardó en adivinar en mi mirada que su vida corría peligro. Huyó, caballero, y cuando me asomé le vi bajar por la escalera a toda velocidad, como las canicas que ruedan por las rampas de una máquina tragaperras. No sólo conservé aquella grasa, sino que otra capa vino a instalarse por encima de ella.
Uno tiene que haber engordado durante años para comprender la amargura del recuerdo y el espanto de las constataciones. Ustedes, los de peso medio, estable, no pueden saber lo que se siente al encontrar por casualidad, en el fondo de un armario, el chaleco de hace dos años, o los pantalones de la temporada pasada... Es superior a nuestras fuerzas, tenemos que probárnoslos. ¡El demonio de la curiosidad nos invade, se apodera de esa prenda, funesta y perniciosa, testigo de un tiempo para siempre añorado! Obedecemos a una especie de premura febril, tratamos de entrar en ese pantalón cuyo fondo se rasga, de abotonar ese chaleco cuyas delanteras, repentinamente invadidas por una aversión insuperable, se niegan a reconciliarse sobre nuestra panza. ¡Qué mal rato! Todos los gordos lo han experimentado alguna vez, y volverán a experimentarlo, porque con la corpulencia ocurre como con la edad: tanto la una como la otra llegan sin previo aviso, y tan sigilosamente que nunca creemos que hayan llegado de verdad. Y cuando lo hacen, ya es demasiado tarde: ya no hay remedio.
El día en que alcancé los cien kilos... ¡Ah! Ese día me invadió un dolor tan patético, caballero, que sobre la báscula lancé auténticos gritos de actor trágico. Después, como sucede siempre tras los grandes duelos, me sumí durante tres meses en la turbia melancolía de las bestias de establo.
¡Bah! Hay que ver el lado bueno: "Hombre gordinflón, hombre bonachón" dice un refrán de mi tierra. Si es verdad, el mundo está sembrado de tipos buenos, puesto que los ventrudos, gracias a Dios, no son tan escasos como los buenos ministros. Tengo algo que decir al respecto, y es que habríamos salido ganando si hubiéramos elegido a nuestros políticos entre la gente gorda: sería la manera más segura de no tener que engordarlos.»
[El extracto pertenece a la edición en español de Tropo Editores, en traducción de Verónica Fernández Camarero. ISBN: 978-84-96911-61-1.]
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