El niño (III)
«Cierto es que el niño perdía muchísimo tiempo amando y sintiéndose íntimamente dispuesto a servir. Llamaba siempre mamá a la interesada, un rasgo más de inmadurez. Aunque esto hay que dejárselo: nunca ha pretendido que lo consideren maduro. De vez en cuando se portaba groseramente. ¿Protegerlo? Ni se nos ocurre. ¿Acaso lo necesita un personaje así? "Tú, que causabas sensación en otro tiempo, que hacías gala de la cabeza más inteligente y la caligrafía más bonita, ¡qué aspecto tan insignificante tienes ahí! Yo en tu lugar estaría afligido. ¡Anímate!" Así le habló un día un ex compañero de colegio. El niño se enfadó un poquito y a partir de entonces trató al interpelador de manera glacial. Pues resulta que a un individuo se le dificulta el avanzar y ¿qué pasa entonces con la comprensión? Los éxitos son comprendidos; las inhibiciones, ridiculizadas. Frente a su amada, por ejemplo, el niño no encontraba una sola palabra porque llevaba preparadas un montón, quería decirle todo a la vez, tenía ganas de desplegar toda su reserva. Y se quedaba mirándola, lo cual la aburría, claro está, pues lo había creído divertido. ¿Alguna vez fue entretenido? Quienes lo conocen más de cerca pueden afirmarlo y negarlo. Él mismo se ha visto como un hombre sociable sólo en casos muy excepcionales. Sus amigas de antes lo consideraban simpático porque con ellas utilizaba tanto su oreja como su boca. Callar puede ser tan agradable como hablar. [...]
Por lo demás, los niños suelen ser de trato difícil. Pienso que no habría que preocuparse demasiado de ellos precisamente porque son exigentes y mostrarles comprensión les produce más enojo que satisfacción.
En cierta ocasión el niño escribió lo siguiente:
Sí, soy una mala persona, es decir, un hombre refinado, culto. La gente refinada tiene derecho a ser mala. Sólo los incultos se sienten obligados a ser honestos. ¿Qué le hice a una empleada? No admití que tuviera razón en todo. Se puso enferma de ira. Una preciosa joven quería saberse adorada por mí. Como no le demostré comprensión, empezó a rodar cuesta abajo, mientras yo sabía mantenerme en las alturas. Me inclino ante las damas para no reconocerlas al día siguiente, con lo cual propago malestar. El malestar de los demás me produce bienestar; sus peleas me procuran paz. ¡Qué insulsos son los rostros alegres y qué divertidos los serios! Durante un tiempo amé a una muchacha porque parecía decididamente un tanto limitada. La imbecilidad tiene algo fascinante. Soy uno que no sabe a ciencia cierta quién es. A veces soy sensible como una chiquilla. Es aburrido oír hablar del paisaje y esas cosas. Las personas cultas deberían darse cuenta de que es gratuito caer en la exclamación "¡maravilloso!" frente a una obra de arte. Alabar parece francamente trivial. ¡El entusiasmo raya a veces con la estupidez! La gente feliz se hace fácilmente antipática. ¿No es casi una desfachatez hacer alarde del propio buen humor, dejar que los ojos le brillen a uno con toda naturalidad? Pues de un minuto a otro puede extinguirse la alegría. Habría que ser más discreto con la jovialidad. Prefiero ser servicial allí donde no se lo esperan que donde creen que me gusta serlo. Nadie tiene derecho a comportarse conmigo como si me conociera. Cuando reconozco a alguien no se lo digo en su cara; así doy la impresión de ser poco delicado y despierto mal humor. Entre cultura y espiritualidad hay una diferencia. "Señorita, ¿ha recibido usted su Pfitzner?", le oí preguntar a alguien. La susodicha pareció un poco aburrida con la pregunta. A las mujeres no se les puede echar el guante con frases refinadas; pero ellas tampoco echan el guante así. No hace mucho que un tipo me riñó por cariño. Mi calma lo puso furioso. Con la modestia casi se puede matar a alguien. La ironía puede liberar o atormentar. Yo soy uno de los que han leído a Dostoievski. Una mujer me tildó de loco porque no fui cariñoso con ella. En lo sucesivo haré lo mismo con otras. Los hombres superiores me vuelven superior; los modestos me desconciertan. Tras la modestia uno supone energía. Algunas veces soy un poquito innoble, aunque nunca por mucho tiempo. Nada me pone tan contento como tener motivos para animarme. Sólo se vive una vez en este mundo maravilloso. Y a veces algo ordinario es realmente maravilloso. El exceso de música es malsano, el de amabilidad también. Mucha gente me considera mimado y, sin embargo, ninguna chica me ha besado todavía. Hace poco vi a un chiquillo al que me habría encantado servir como amigo o educador, a tal punto me gustó su cara. Se parecía a mi amada, y no pude apartar la vista de él. Tener una amada me alegra y maravilla, lo encuentro muy sensato de mi parte. ¿Una amada no es acaso una espléndida evasiva en muchos casos? Para casarme soy demasiado viejo y demasiado joven, demasiado listo y demasiado inexperto. Pero, si es necesario, no diré que no. Hay gente que suele pasar por hábil sólo porque es ruidosa, una prueba de la importancia de la superficie. Si me muestro superficial, gusto a la gente. Con la irreflexión nos podemos ganar sus favores. Si uno ama, se comporta poco amablemente; por eso los amantes no suelen hallar buena acogida. El amor tiene menos efecto que su apariencia. Edith me trata como a un chiquillo necio. ¿Qué es el apego sino una necedad propia de chiquillos? Con razón juega a la mamá severa conmigo, me riñe, me encuentra inoportuno. Se parece a una maestra de piano, es majestuosa y a la vez un pelín socarrona. La amo terriblemente. La amo terriblemente. El sentimiento se le antoja indefendible a la inteligencia. Lo que ésta última aprueba es desdeñado por el alma; lo que recomienda, el corazón lo rechaza. Corazón ¡cuántos cientos de veces has hecho de mí, en secreto, un creso! Ella me ha expulsado, yo la obedezco, ya no la veo. Un niño es feliz en la obediencia.»
[El extracto pertenece a la edición en español de Ediciones Siruela, en traducción de Juan José del Solar. ISBN: 84-7844-381-9.]
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