miércoles, 18 de abril de 2018

Cuentos.- Ernst Theodor Amadeus Hoffmann (1776-1822)


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El mirador del primo

«El primo: Me he roto no poco la cabeza con ese exótico personaje... ¿Qué piensas, primo, de mi hipótesis? Ese hombre es un viejo profesor de dibujo, que ha ejercido y quizá aún ejerce su oficio en medianos colegios. Debido a toda clase de industriosas empresas, ha ganado mucho dinero; es ambicioso, desconfiado, cínico hasta dar náuseas, orgulloso... tan sólo hace sacrificios a un dios: la panza; todo su placer es comer bien, se entiende que solo en su habitación, no tiene servicio alguno, se lo hace todo él... los días de mercado, como has visto, hace acopio de cosas para media semana, y prepara él mismo la comida en una cocinita que hay junto a su pobre cuartito, y luego, como el cocinero siempre hace las cosas al gusto del paladar del amo, la devora con apetito codicioso, quizá animal. Ya has visto con qué habilidad y utilidad ha adaptado su vieja casa de pinturas para que sirva de cesta de mercado, querido primo.
 Yo: Dejemos a ese hombre repelente.
 El primo: ¿Por qué repelente? También tiene que haber tipos así, dice un hombre de mundo, y tiene razón, porque nunca puede haber bastante variedad. Pero si tanto te disgusta ese hombre, querido primo, puedo formular para ti otra hipótesis acerca de lo que es, hace y trajina. Cuatro franceses, todos ellos parisinos, un profesor de idiomas, un maestro de esgrima, un maestro de baile y un pastelero, llegaron a Berlín al mismo tiempo en sus años jóvenes, y, como no podía faltar en aquellos tiempos (a finales del siglo pasado), se ganaron el pan en abundancia. Desde el momento en que la diligencia los reunió en el viaje, trabaron los más estrechos lazos de amistad, siguieron siendo una piña y pasaban todas las tardes juntos después del trabajo, como franceses de pura cepa, en viva conversación ante una cena frugal. Las piernas del maestro de baile se entumecieron, los brazos del maestro de esgrima perdieron su nervio con la edad, el profesor de idiomas fue superado por rivales que se jactaban de conocer los últimos dialectos de París y las astutas invenciones del pastelero fueron superadas por otros tentadores de paladares más jóvenes, formados por los más auténticos gastrónomos de París.
 Pero, entretanto, cada uno de los fieles miembros del cuarteto había puesto a salvo su fortuna. Se retiraron juntos a una vivienda espaciosa, bonita, aunque alejada, abandonaron sus negocios y vivieron juntos, fieles a la vieja costumbre francesa, alegres y despreocupados, porque supieron escapar hábilmente incluso a las preocupaciones y cargas de una época desdichada. Cada uno tiene una aptitud especial que promueve el beneficio y el placer de la sociedad. El maestro de baile y el de esgrima visitan a sus viejos estudiantes, oficiales de alto rango, gentilhombres de cámara, chambelanes, etc.; porque tienen la más distinguida cortesía, y recopilan las novedades del momento como materia de una conversación que no puede extinguirse. El profesor de idiomas revuelve los cajones de los anticuarios para conseguir cada vez más obras francesas, cuya lengua ha aprobado la Academia. El pastelero se encarga de los bollos; compra él mismo, lo mismo que prepara las comidas, en lo que le asiste un viejo criado francés. Aparte de este, les atiende ahora -ya que una vieja francesa desdentada que les servía desde gobernanta hasta lavandera ya murió- un muchacho de gruesos carrillos que los cuatro han tomado del Orpfelius François... Allá va ese pequeño inocente, en un brazo un cesto con los panecillos, al otro un cesto en el que se apilan las lechugas... Así, he convertido en un instante al repelente y cínico profesor de dibujo alemán en un agradable pastelero francés y creo que su exterior, todo su ser, cuadran muy bien con esto.
 Yo: Esa invención hace honor a tu talento de escritor, querido primo. Pero desde hace un par de minutos están llamando mi atención esas altas plumas blancas que se alzan de lo más apretado del gentío. Por fin aparece el personaje, pegado a la bomba... una mujer alta y esbelta, de aspecto nada malo... el sobretodo de pesada seda rosa está completamente nuevo... el sombreo, a la última moda, el velo de hermosas puntillas que va sujeto a él... blancos guantes de glacé... ¿Qué ha obligado a esta dama elegante, invitada probablemente a un dejeuner, a abrirse paso por entre el bullicio del mercado? Pero cómo, ¿también ella es una de las compradoras? Se detiene y hace una seña a una mujer vieja, sucia y harapienta, viva estampa de la miseria, la hez del pueblo, que se le acerca con una cesta medio rota, cojeando trabajosamente. La adornada señora hace una seña hacia la esquina del edificio del teatro, para dar una limosna al soldado ciego que se apoya en sus muros. Se quita con esfuerzo el guante de la mano derecha... ¡Dios mío! Aparece un puño rojo, de construcción bastante masculina. Sin buscar ni escoger mucho, pone rápidamente una moneda en la mano del mendigo, se apresura hasta el centro de la Charlottenstrasse y sigue su camino con paso mayestático, sin preocuparse de su harapienta acompañante, por la Charlottenstrasse hacia la Unter den Linden.
 El primo: Para descansar, la mujer ha dejado la cesta en el suelo, y puedes observar de un vistazo cuanto la dama elegante ha comprado.
 Yo: De hecho es no poco sorprendente... una coliflor... muchas patatas... unas cuantas manzanas... un panecillo... unos cuantos arenques envueltos en papel... un queso de oveja, y no del color más apetitoso... un hígado de carnero... un ramito de rosas... unas zapatillas... un sacabotas... Qué demonios...
 El primo: Tranquilo, tranquilo, ¡deja ya a la de rosa! Contempla atentamente a ese ciego al que esa frívola hija de la perdición ha dado limosna. ¿Hay una imagen más conmovedora de la inmerecida miseria humana y de la devota resignación ante Dios y el destino? Con la espalda apoyada en la pared del teatro, las manos secas y huesudas apoyadas en un bastón adelantado un paso para que el pueblo irracional no le pise, el cadavérico rostro alzado, la gorrilla militar echada sobre los ojos, está inmóvil en el mismo lugar desde la mañana temprano hasta que cierra el mercado...
 Yo: Mendiga, y sin embargo, los guerreros que han perdido la vista están bien atendidos.
 El primo: Estás en un gran error, querido primo. Ese pobre hombre hace de criado de una mujer que vende verduras y que pertenece a la clase más baja de esas vendedoras, ya que la más distinguida pasea las verduras en cestas apiladas en carros. Ese ciego viene todas las mañanas, cargado de cestos de verdura como un animal, carga que casi le aplasta en el suelo, y sólo con esfuerzo se mantiene erguido, con paso vacilante, con ayuda de su cayado. Una mujer grande y robusta, a cuyo servicio está, o que quizá tan sólo le utiliza para acarrear las verduras al mercado, se toma apenas la molestia, cuando sus fuerzas están casi agotadas, de cogerle del brazo para ayudarle a llegar al sitio que ahora ocupa. Aquí le coge la cesta de la espalda y lo deja, sin volver a preocuparse de él hasta que termina el mercado y vuelve a cargarlo con las cestas, vacías en todo o en parte.»
 
 [El extracto pertenece a la edición en español de Ediciones Cátedra, en traducción de Carlos Fortea. ISBN: 978-84-376-2394-8.]
 

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